En cierta ocasión en la que Jrushchov y Mikoyán desempeñaban la función de acompañamiento obligado del líder en el sur, Stalin murmuró sin dirigirse a nadie en particular: «Estoy acabado. No me fío de nadie, ni siquiera de mí mismo».
Difícilmente había un director en el mundo más apropiado que Armando Iannucci para filmar una película de intrigas palaciegas en el Kremlin. Con The thick of it, miniserie en la que hacía un retrato corrosivo de la socialdemocracia light o Nueva Vía de Tony Blair, demostró conocer a la perfección el memento mori de la política actual tan bien provista de cerebros más oportunistas que oportunos.
Sin embargo, penetrar en el Politburó soviético de los años cincuenta es una obra de mayor envergadura que un Ministerio de Asuntos Sociales vaciado de contenido. Los altos funcionarios británicos de Blair vivían en un país tropical sorbiendo los cubatas en piñas si lo comparamos con lo que tuvo que pasar la nomenklatura de la URSS bajo el rígido, implacable y paranoico en no pocas ocasiones control de Stalin.
Quizá por el estrés acumulado durante la II Guerra Mundial, las facultades de Stalin se vieron muy mermadas al final de la contienda. Quienes trataban con él con frecuencia entre 1945 y 1948 pudieron apreciar el cambio lentamente. Para los diplomáticos que lo veían en periodos más largos, el cambio fue notable. Pasó de un hombre enérgico que daba órdenes y dirigía la guerra a un débil anciano enfermo en muy poco tiempo. Tuvo que reducirse la jornada laboral, dejar de presidir el Consejo de Ministros y aumentar las vacaciones. Entre agosto de 1950 y 1952 estuvo fuera de Moscú doce meses.
Según Sheila Fitzpatrick, autora de El equipo de Stalin (Crítica, 2016), el Politburó temió que todo fuese una treta para que se animasen a «formular comentarios subversivos». El grupo, que así se les conocía, no era homogéneo, pero sí que llegó en un momento dado a organizarse tácitamente por su mera supervivencia. Marcados por las purgas de los años treinta, entendían, sostiene la autora, que uno no ganaba gran cosa si era purgado más tarde que un compañero, pero purgado a fin de cuentas.
Según el hijo de Beria, citado en este libro:
En 1951, los miembros del Politburó, Bulganin, Malenkov, Jrushchov y mi padre, empezaron a comprender que todos estaban en el mismo barco y apenas era relevante si a alguno lo echaban por la borda unos días antes que a los demás. Quedaron unidos por un sentimiento de solidaridad, una vez hubieron afrontado el hecho de que ninguno de ellos sucedería a Stalin, pues este pretendía elegir a un heredero entre la generación más joven. Por lo tanto, acordaron no permitir que Stalin los volviera a unos contra otros; se informarían mutuamente, de inmediato, de todo lo que Stalin dijera sobre ellos, para frustrar sus manipulaciones. Rememoraron las intrigas pasadas y enterraron los viejos agravios.
El punto culminante de la resistencia se produjo en el último cumpleaños de Stalin. Parece que Molotov y Mikoyán ya habían caído en desgracia por esas fechas y no los podía ni ver. Pero el grupo los arropaba. En las memorias de Jrushchov se cuenta como seguían apareciendo en la dacha de Stalin aunque no estuvieran invitados. Ellos mismos averiguaban si estaba allí para presentarse. En un momento dado, Stalin dio órdenes de que no se les dijera dónde se encontraba, pero los del grupo se chivaban para que se presentasen cuando iban a ver todos juntos una película.
El día que se dio cuenta, les gritó «¡Parad ya! ¡Parad de decirles dónde estoy! ¡No lo pienso tolerar!». Y tras esta bronca, hicieron caso omiso y tuvieron la desfachatez de llevárselos a su cumpleaños. Allí, según Mikoyán, «Stalin nos saludó a todos con cordialidad, también a nosotros y en general tuvimos la impresión de que no había pasado nada y se habían restaurado las viejas relaciones», pero no era así. Estaba muy enfadado porque se hubieran autoinvitado a su cumpleaños y a través de un intermediario —Fitzpatrick no sabe si fue Malenkov o Jruschov— se les dijo: «Ya no es vuestro camarada y no quiere que vayáis a verle».
Esta actitud contrasta con la soledad que sentía en aquellos momentos. Con su hija Svetlana la relación era casi nula. Había purgado a buena parte de la familia política de su hija, pero el despecho era de ella hacia él por motivos familiares de cercanía, porque era Stalin el que no se acercaba a ver a su nieta, lo que se ha deducido de la correspondencia entre ambos. Con su otro hijo vivo, Vasili, que era un alcohólico de vida licenciosa, tampoco tenía trato. No obstante, Jrushchov le describía como un anciano necesitado de compañía:
La soledad le hacía sufrir terriblemente, siempre necesitaba tener a gente alrededor. Nada más despertarse, por la mañana, nos convocaba por ejemplo, invitándonos a ver una película [en el Kremlin por la tarde] o empezando una conversación que se había podido acabar en unos minutos, pero se prolongaba para que nos quedáramos más tiempo con él.
Sin embargo, en otras fuentes, encontramos otro perfil del ánimo de Stalin y que aquel polémico cumpleaños para quien fue un infierno fue para Jrushchov: En Stalin: Una biografía de Robert Service se describe la velada:
El jefe tenía la intención de pasar un buen rato y había invitado a la dirección política. Su hija Svetlana también estaba presente. Imágenes de niños soviéticos cubrían las paredes. Stalin también había dispuesto que se colgaran cuadros con escenas de las obras de Gorki y Shólojov. Se bebió mucho. El gramófono tocó música folclórica y de baile durante toda la noche y Stalin se encargó de elegir los discos. Era una velada feliz. Sin embargo, había dos invitados tristes. Uno era Jrushchov, que odiaba tener que bailar y se autodenominaba «una vaca sobre el hielo». Stalin le instó maliciosamente a que bailara la movida danza ucraniana gopak. Tal vez el jefe, que de niño no lograba dominar el lekuri [baile georgiano], obtenía una perversa satisfacción al ver el embarazo de Jruschov.
Lo que sí es un hecho es que las purgas se fueron recrudeciendo durante estos años. Cuando la cúpula ya se sentía a salvo después de largos años de sobresaltos, el Caso Leningrado les devolvió a la realidad. Pero la autoría de este proceso no está tan clara si era solo obra del Jefe. Voznesenski y Kuznetsov, que era el secretario del Comité Central, apuntaban a relevo de la vieja guardia, Beria y Malenkov. Puede, especula Fitzpatrick, que los que destruyeran la reputación de los nuevos a los ojos de Stalin fueran los que corrían riesgo de ser sustituidos. No en vano, al viejo estilo de las Grandes Purgas, Beria, Malenkov y Bulgarin participaron en los interrogatorios. Un fervor propio de otros tiempos.
En un documental soviético de 1989, Ya sluzhil v okhrane Stalina (Yo fui el guardaespaldas de Stalin) de Semyon Aranovich, el militar Alexei Rybin o Leonid Lebedev, usó los dos nombres, que había formado parte de su guardia durante años reconocía que no tenía una imagen nada positiva de el grupo:
De vez en cuando le visitaban los del Politburó, tenían todos buenas panzas. Los hacía situarse de tres en tres, y les repartía las instrucciones. Hablaba bajo, despacio y claro. Cuando Stalin estaba de pie, ninguno de ellos se sentaba (…) Stalin no era tan temible con sus compañeros. Con sus delaciones, con sus intrigas, le amargaron los últimos años. No puede decirse que el grupo mantuviera una oposición a Stalin, pero por dentro todo bullía. Por arribismo, claro.
Parece claro que había un pulso soterrado entre Stalin y su grupo. Pero las paranoias, vinieran de donde vinieran y fueran alimentadas por lo que fuese, hicieron que las purgas se cebasen sobre las personas más cercanas al líder. Nikolai Vlásik, su guardaespaldas personal, el jefe de Rybin o Lebedev, fue despedido y arrestado en 1952.
Igual que su médico personal, Vladimir Vinogradov. Se acusó de espionaje y terrorismo a todos los doctores del Kremlin. «Malvados espías y asesinos disfrazados de profesores de medicina», titulaba Pravda el 13 de enero de 1953, en un editorial que había pasado por las manos de Stalin.
Beria también andaba en la cuerda floja. Es difícil precisar cuál sería la acusación contra él, había muchas. Por un lado, era sospechoso por haber permitido un culto a la personalidad, a su figura, en Georgia; por otra parte, solo con las palabras del guardaespaldas del documental ya queda claro que estaba fichado desde hacía mucho: «Beria era muy mujeriego. Tenía mujeres a montones. Tenía redes de informadores, de todo tipo, de todas las clases sociales y en todas partes. Beria se acostó con una informadora y, cuando ella miraba un retrato de Stalin en la pared, este le dijo: «¿Por qué lo miras? Quien manda en el país soy yo, no él»». También había informes del informador.
Pero el suceso más dramático fue el proceso a Polina Zhemchúzhina, la esposa de Molotov, quien se vio en la situación de tener que votar la expulsión del partido de su esposa. Pero no podía quejarse. Años antes, Alexander Poskrebyshev, secretario personal de Stalin, tuvo que asistir sin pestañear a la ejecución de su esposa por decisión del jefe.
A la de Molotov se la acusaba de relacionarse con nacionalistas judíos antisoviéticos. Aunque si Stalin se volvió antisemita al final de sus días y desencadenó estas purgas dirigidas mayoritariamente a judíos no está tampoco tan claro. No se sabe si fue motu proprio o haciéndose eco de los informes del partido que le llegaban desde abajo. Señala Fitzpatrick:
Imperaba la idea de que los judíos eran gente privilegiada, miembros de una élite ajena al trabajo manual, que se escaqueaba del servicio militar; había que prohibir que vivieran en los centros urbanos y obligarles a traspasar sus buenos trabajos, sus apartamentos espaciosos y sus dachas a la gente honrada, la gente que «trabajaba duro».
Cuando llegaron las transcripciones de los interrogatorios a los médicos, la mayoría judíos, Stalin le dijo al grupo: «Sois ciegos como gatos recién nacidos: ¿qué va a pasar cuando yo no esté? El país morirá porque no sabéis reconocer a los enemigos».
La esposa de Molotov, dentro de la lógica de las purgas, no lo tenía fácil. Se había relacionado con todos los miembros del Consejo Judío Antifascista, ahora caído en desgracia, y los promotores de la creación del estado de Israel en la URSS —que fue la primera en reconocerlo, aunque Estados Unidos no tardase en convertirse en su principal aliado—. Y lo peor: su hermano mayor vivía en Estados Unidos, había hecho fortuna y ella le escribía cartas.
En 1939 ya estuvo a punto de caer en una historia difícil de creer que daría para otra película. Era directora de la industria estatal del perfume. Según Molotov, los alemanes preferían los perfumes soviéticos a los franceses y enviaron espías a robar las fórmulas. Cuando los agentes nazis —de la subdivisión de fragancias, suponemos— fueron descubiertos la expulsaron del partido, aunque fuese rehabilitada poco después.
El día en que cayó de verdad, Stalin pidió al matrimonio que se divorciase antes de arrestarla y accedieron si eso era lo mejor para el partido, dijo ella. En las investigaciones, apareció que Zhemchúzhina tenía un amante, el marido de su sobrina, al que se le arrancó una confesión «pornográfica» de todos sus encuentros. Las transcripciones fueron a la mesa del Politburó y Stalin se las pasó a todos sus miembros, Molotov incluido.
En el terreno de las especulaciones, que Stalin humillase así a Molotov, que había sido a finales de los cuarenta su hombre más cercano, tendría que deberse a algo personal. Las relaciones del matrimonio con el jefe se remontaban a muchos años atrás y el jefe podría albergar algún rencor.
En el libro Kremlin Wives, de Larissa Vasilieva (Arcade Publishing, 1994) —que vendió dos millones y medio de copias en Rusia— se cuenta que el matrimonio fue quien despertó a Stalin para darle la noticia de que su esposa, Nadezhda Alliluyeva, se había suicidado con un revolver que le había regalado su hermano. Cuando Stalin y Alliluyeva tenían discusiones, Zhemchúzhina era quien la escuchaba y consolaba. El día en que suicidó la esposa de Stalin, la esposa de Molotov era quien había tenido la última charla con ella. En la investigación de Vasilieva, es Molotov quien da fe de ello:
Hubo celos, por supuesto [en el suicidio] pero probablemente fueron infundados. Stalin solía visitar a una peluquera para afeitarse, y Nadezhda lo odiaba. Ella era muy joven. Después del desfile del 7 de noviembre nos fuimos todos en el apartamento de Voroshilov y Stalin estuvo haciendo bolsa de pan y tirándoselas a la mujer de Egorov. Nadezha estaba un poco enloquecida esos días, y no pudo soportarlo. Se fue de la fiesta con mi esposa, Polina Zhemchúzhina, y caminaron juntas por el Kremlin. Era tarde y de noche, ella se quejó a mi mujer de la peluquera y de cómo había estado Stalin coqueteando esa noche. No tenía mayor importancia, él estaba un poco borracho, pero ella se lo tomó muy mal.
Los Molotov habían compartido un apartamento con los Stalin y las dos mujeres, de la misma edad, se hicieron amigas. Antes, hubo un detalle que sí podría explicar que hubiera algo oscuro en las relaciones de Stalin, Molotov y sus esposas. Antes de la revolución, los dos hombres ya habían compartido apartamento y, según se quejaba Molotov en sus memorias, ahí el «guapo» y «atractivo» Stalin le robó a su novia Marusya. Pero años después, en el poder, los Molotov tendrían el mejor apartamento del Kremlin y una lujosa casa de campo donde se celebraban reuniones del partido y de la diplomacia internacional. En el hogar de Stalin, en cambio, todo eran peleas domésticas y tensión. Se sentía más a gusto, recuerda su ministro, en casa de los Molotov, donde Zhemchúzhina siempre le daba la razón, al contrario que Nadezhda.
No obstante, las pruebas de la culpabilidad de Zhemchúzhina y su vinculación con las redes de «cosmopolitas sin raíces», es decir, los judíos, que estaban siendo detenidos cuando se deterioraron las relaciones con Israel, fue Beria el que las reunió para Stalin. Molotov entonces no dijo ni palabra y, cuando su esposa estaba interna en un campo de trabajo, Beria se le acercaba en las reuniones para darle ánimo y le susurraba al oído «está viva».
Lo sorprendente es la fidelidad que mantuvo el matrimonio roto al jefe, ya que entre ellos no había sido posible. Cuando los rumores de la enfermedad de Stalin llegaron a prisión, Vasilieva asegura que «era la única interna del Gulag que, apasionadamente, deseaba su recuperación». La investigadora, que accedió a su ficha en los archivos del KGB, fue la única vez que encontró un reconocimiento oficial de que se habían empleado torturas con un detenido. Zhemchúzhina, cuando se enteró de que Stalin había muerto, se desmayó.
El verdadero problema a esas alturas era que actitud defensiva del grupo no se quedaba en ellos. A propósito de las purgas antisemitas, en uno de los juicios contra miembros del Consejo Judío Antifascista, uno de los acusados, Salomón Lozovski, se retractó de la confesión que había hecho previamente. En los juicios de los años treinta nadie había reunido el valor de hacer semejante cosa. Y se le unió el juez militar, Aleksandr Cheptsov, que sugirió a Malenkov que se debía absolver a los acusados. Este abrevió e impuso que se les condenara y fusilase a todos, como así se hizo el 12 de agosto de 1952. No obstante, la estructura del sistema ya no parecía tan sólida y por todas partes aparecían pequeñas fisuras.
En esas fechas, Stalin pidió que le sustituyeran como secretario del partido al encontrarse viejo y enfermo, pero el grupo le jaleó: «¡No! ¡No puedes! ¡Te rogamos que te quedes!». No hay que descartar que quisieran reventarlo, porque al mismo tiempo las cuestiones políticas importantes, las reformas pendientes, se guardaban en un cajón porque el grupo sabía que Stalin se negaría a todas y ya parece que tenían pensado abordarlas solo tras su muerte. Aquí su guardaespaldas deja entrever que igual Stalin estaba ya a otras cosas:
En la intimidad solía cantar Stalin «brilla, brilla, estrella mía». Tal vez recordando a Alliluieva, después de ella no tuvo más mujeres en su vida. Acudía de noche a su tumba, fumaba en silencio.
Desde ese verano, Stalin dejó el tabaco por prescripción médica (y el médico que se la hizo acabó en prisión poco después). El citado guardaespaldas da fe de que sus hábitos dejaban mucho que desear: «Descuidaba su salud, comía a cualquier hora, nadie supervisaba sus costumbres. Le encantaban los huevos fritos, abusaba de la carne de alce, tan abundante en proteínas, quienes lo servían no sabían mucho de estas cosas. Stalin decía «hacedme una tortilla… eso es todo colesterol»».
En The Last Days of Stalin (Yale University Press, 2016), de Joshua Rubenstein, el informe de salud que se da de esta época dejaba mucho que desear. Sufría migrañas, dolores de garganta. Dificultad para caminar, síntomas de arteriosclerosis. Después de la guerra, durante la cual sabemos por el documental de su guardaespaldas que dormía de cualquier manera en cualquier lado y muy pocas horas, se ha especulado con la posibilidad de que ya sufriera ataques cardiacos y pequeños derrames cerebrales en 1945 y 1947. También tuvo que dejar de usar la sauna, por la hipertensión.
Le dolían las articulaciones, sobre todo los pies. Le habían recetado baños sulfurosos. Ahí su guardaespaldas revela que le dolían tanto que no se atrevía a cambiar de zapatos. Su asistente Matryona Butusova le dijo en una ocasión en las termas: «Camarada Stalin, da vergüenza un máximo mandatario con los zapatos rotos». Pero él se negó a cambiarlos «seguiré con los viejos», zanjó. Llevó los mismos hasta su muerte, asegura el guardaespaldas.
El 28 de febrero, Stalin dio una fiesta en su casa. Comieron y bebieron y luego vieron una película. Segun Jruschov, lo dejaron «muy borracho y en buenas condiciones». Tanto en la película actual como en el cómic La muerte de Stalin (Norma, 2016) de Thierry Robin y Fabien Nury, se cuenta que en ese momento pidió que le trajeran una grabación de un concierto. Robert Service, sin embargo, solo relata que dio orden de que nadie le molestase hasta que él les llamara cuando se despertase. Los guardias se tuvieron que comer los puños al día siguiente, porque no se levantaba. No daba señales y tenían que obedecer.
Cumplían la inusual prohibición de Stalin de no molestarlo y, sin embargo, todos sabían que serían inculpados si algo malo hubiese sucedido. Su costumbre era pedir un té con una rodaja de limón avanzada la mañana. Era tan puntual como un reloj. El segundo del comandante, Mijaíl Stárostin, se puso nervioso al ver que no lo había pedido. En la dacha no había ninguna autoridad superior a la que acudir (…) no quedaba claro qué miembro del Presidium del Partido, si es que había alguno, podría contradecir una orden que el líder había dado personalmente. Esta situación había beneficiado a Stalin cuando estaba bien. Ahora estaba a punto de pagar un precio fatal por su extraordinaria concentración de poder.
A las seis de la tarde del día siguiente se encendió una luz en la habitación. Los asistentes respiraron al ver que estaba vivo. Pero no salía de su cuarto. Ahí siguieron los guardias hasta que, a las diez de la noche, la llegada de un paquete para él les sirvió para entrar en la habitación. Al abrir la puerta, se lo encontraron tirado en el suelo. No podía hablar y se había meado encima. Nadie se atrevió a llamar a un médico y se informó a Beria y Malenkov. Sigue siendo un enigma cómo actuaron, dice Service. Todos, incluidos sus asistentes, mantuvieron silencio durante años sobre lo que pasó esa noche. El hecho incuestionable es que se tardaron horas en llamar a un médico. De ahí la sospecha de que lo dejaran morir, entre otros motivos, porque todos llevaban días temiendo una inminente purga sobre sus cabezas. El guardaespaldas recordaba así la escena tres décadas después:
Se lo dijeron a Malenkov. Este telefoneó a los cuarenta minutos: «No he podido dar con Beria». Una hora más tarde llamó Beria: «No digan nada a nadie de la enfermedad de Stalin«. Era nuestro superior directo. Callar era una orden. Ni ayudar ni asistirle, solo callar.
En el número especial URSS de Jot Down, el embajador de Rusia en España, Yuri Korchagin, explicó lo que ocurrió en los días siguientes, cuando Jrushchov salió victorioso de la lucha por el poder que se desató con Stalin convaleciente y ya al mando denunció el estalinismo:
Para entenderlo, hay que recordar antes que Stalin tuvo un culto a la personalidad enorme e inigualable. La gente que sufrió represalias con Stalin, cuando la fusilaban, moría gritando: «¡Viva Stalin!». Igual que mucha gente en la guerra, que moría gritando su nombre. Mi opinión es que Jruschchov, para afianzarse en ese puesto, tuvo que ofrecer a la sociedad algo para no ser un pigmeo en comparación con Stalin. Además, intuyó que tras su muerte podían ir apareciendo denuncias de sus excesos, por lo que pensó que era mejor encabezar un proceso que estar enfrente. Por eso tomó la decisión de revelar los excesos del estalinismo en el famoso discurso del XX Congreso del PCUS.
Su guardaespaldas, en plena Perestroika, le defendía. Para ello citaba unas palabras que le oyó pronunciar y que, a día de hoy, si de algo sirven es de síntesis del autoritarismo:
Todos me consideran un ser cruel, le decía al vicecomandante. Pero ¿cómo no ser cruel cuando dices una cosa y te malinterpretan? Y un error deriva en una avalancha que genera multitud de errores.
y la película, que?
A ver si solo era una excusa….
Hay una errata: Polina Zhemchúzhina no era esposa de Malenkov, sino de Molotov.
La película me pareció regulera, bastante peor que el cómic. Y este no cuenta los hechos, sino que se inspira en los mismos. Como escriben los autores:
«ADVERTENCIA:
A pesar de estar inspirada en hechos reales,
esta historia no resulta ser menos ficticia.
Está libremente construida a partir de una documentación parcelaria,
en ocasiones parcial y a menudo contradictoria…
Los autores quieren dejar claro que, en cualquier caso,
ellos apenas han tenido que forzar su imaginación,
siendo incapaces de inventar nada remotamente parecido
a la furiosa locura de Stalin y su entorno».
Es una excelente, detallada reseña de los dīas finales en el entorno de un dictador que partió en dos el rumbo del siglo xx. La muerte de Stalin una miniserie que cosechará con amargura y jocosidad muchos comentarios, descubriendo al gran público las sombras de un gran personaje que gobernó a tantos millones basado en la insignificancia y el temor cultivado a los «poderosos» de antes y de ahora, de bigote o de peluquín, así como los calvos y barbi lampiños.