El 11S fue una bendición para el periodismo internacional. El mundo se agitó y había mucho que contar. El terror alcanzó incluso a España en marzo de 2004. La combinación era casi perfecta para la información internacional: fenómeno global que afecta al país y los medios vivían sus años más boyantes antes de las crisis de internet y económica. España estaba en auge y era importante mirar y preocuparse por el mundo, como Irak y Aznar o la alianza de civilizaciones de Zapatero.
La periodista Mónica G. Prieto estaba en Irak en 2003, antes de la invasión norteamericana: «Éramos más de veinte españoles, la nacionalidad más grande acreditada con el régimen de Sadam de todo Bagdad. Era un orgullo. Las teles, las radios, estaba todo dios, éramos una fiesta», dice. El periodismo es negocio y es servicio público. Irak en 2003 reunía ambas condiciones. Prieto estaba entonces en plantilla en un periódico nacional, donde iba de enviada especial a focos de conflicto. Pero quería hacer historias que estuvieran más lejos de la actualidad: «No me compensaba seguir de paracaidista —dice—. Es un concepto arriesgado: ves lo que ves, no te da tiempo a hacer background, pero así funciona el negocio». En 2005 optó por pedir una excedencia e irse a Oriente Medio de freelance.
Prieto canceló la excedencia a los tres años y lleva ahora una década de freelance especializada en conflictos. Antes del 2000 había sido freelance para cuatro medios en Rusia, con la guerra de Chechenia de fondo. Lo recuerda como una época dorada: «Las tarifas eran decentes, te pagaban los gastos de viaje. Había fórmulas para que saliera rentable y había tiempo para hacer las piezas», dice. Eso que parece tan sencillo para cualquier otro oficio en periodismo empezó a esfumarse. Aquellos años no han vuelto, de momento, y nadie los espera.
El periodismo internacional freelance en España es una broma. La CNT sacó un informe con tarifas de medios para piezas desde el extranjero: iban sobre todo de cincuenta a cien euros. Aquí cuentan su experiencia seis periodistas y fotoperiodistas que han sufrido o rechazado estos precios y a menudo han acabado publicando en medios en inglés. La mayoría han trabajado juntos o se conocen de coberturas. Todos subsanan la falta de ingresos fijos con algo que no es su trabajo esencial: clases, becas, vídeos, exposiciones, colaboraciones con ONG. Los españoles que se dedican por su cuenta a conocer bien los conflictos y a contarlos en su lengua o con su cámara sobreviven sin más apoyo que su interés o la creencia persistente en lo que hacen.
Prieto forma parte de este grupo de freelance españoles que dedican su trabajo primordialmente a zonas de conflicto. El nombre que cada uno usa para definirse no es una elección simple: «Soy muy reacio a etiquetas como corresponsal de guerra. Queda bien en Facebook, eso es todo», dice Karlos Zurutuza. La insinuación de un ligero chuleo diluye la candidez y entrega con la que trabajan quienes hacen uno de los oficios más venerados del periodismo: ir a ver sufrimiento para contarlo.
Prieto y Zurutuza sobre todo escriben. Pero ambos deben traer fotografías para que sus textos se publiquen. También han visto cómo se les pagaba mejor en el extranjero por una foto —que no hay que traducir— que por un texto. La variedad de tareas en una cobertura es más compleja de gestionar de lo que parece; aparte de conocimientos, requiere tiempo: «Ahora tengo que hacer texto, foto, vídeo y audio. No puedo pensar en cuatro lenguajes distintos. Me siento un fraude», dice Prieto.
El tipo de trabajo que necesita un texto o una imagen implica un planteamiento de viaje a menudo distinto. El frente de guerra puede ser la base de un reportaje gráfico, pero para escribir es insuficiente: «Yo no soy de frontline —dice Zurutuza—. Con ir una o dos veces me basta, para hacerme una idea, porque hay más información en la retaguardia. Me interesa saber si las escuelas están abiertas, qué hace la gente en los hospitales, si las tiendas están abastecidas. La última vez que estuve en el frente fue cuatro días en Sirte (Libia) y me sobraron tres».
Alberto Arce ha ganado premios por documentales y por coberturas con textos para una agencia. Su trayectoria es un repaso de las dificultades del oficio. A principios de los 2000, pasó unos años en Argentina. Colaboraba sobre todo con revistas sesudas, como Política Exterior o la de la Fundación Cidob: «Me pagaban más de lo que paga Jot Down ahora». Era la época precrisis. Fue entonces a trabajar para una ONG en Oriente Medio. Los buenos contactos en Irak le llevaron de nuevo al periodismo. Vivió la Operación Plomo Fundido israelí en Gaza. Escribió veinte piezas para un periódico nacional e hizo un documental.
Arce creyó que algún medio le abriría las puertas: «El documental ganó en un año más premios que los que la mayoría de directores de documentales españoles ganará en toda su vida», dice. Pero no le llamaron. Tampoco para escribir. Preguntó en redacciones: «¿No tendréis algo por ahí para mí? Dejadme empezar poco a poco. Pero me di cuenta de que ese tipo de enfoque, de meritocracia, llama a risa conmiserativa», dice. En resumen, recuerda Arce, en 2009 tuvo tuvo un «clac» que resume en esta frase que le dijeron en una redacción: «Esto no funciona así, chaval».
En esos años siguió cubriendo conflictos: Afganistán, Irak, Libia. Tuvo una hija, paró un poco, pero cuando necesitaba dinero volvía a la carretera. Fue por ejemplo a Misrata (Libia): «Me voy a hacer caja con Ricardo [García Vilanova, fotógrafo]. Llevamos una cámara de vídeo buena. Ni él vive de las fotos ni yo de los textos, pero te metes en primera fila, en trinchera, y vendes las imágenes a CNN, Al-Yazira o Euronews y te pagan setecientos dólares el minuto. En un mes haces dinero jugándote el pellejo», dice.
El trabajo del freelance es más difícil y peligroso que en plantilla. Los freelance solo ingresan si traen material: tanto traes, tanto vales. Y no siempre logran encargos. El método habitual de trabajo es buscar un destino donde hay o puede haber noticias —elecciones, guerras, revueltas—, avisar a tus contactos en medios —si los tienes— e ir unas semanas: «Voy a lugares donde creo que puedo tener ventas y sacar dinero. Vas con las buenas intenciones en una mano y la calculadora en la otra», dice el fotógrafo Manu Brabo. Luego puede ir bien o puede ir mal. Ricardo García Vilanova ha estado tres veces este año en Mosul. Así le fue: «El primero cubrí gastos; el segundo fue bien: galería de fotos con CNN, un vídeo para ellos, hice de cámara para una tele colombiana. Pero el último ha sido un desastre. Hay un montón de gente», dice.
García Vilanova acaba de volver de Libia e ir a Yemen le resulta carísimo. Los destinos se limitan: «Todo es un puto negocio. O tienes pasta o no curras. Es un modelo de negocio insostenible», dice. La competencia es extensa. Más en fotografía o en textos en inglés, donde se compite con periodistas de todo el mundo. La presión por publicar es difícil de asumir, más si eres joven. Esta competencia desigual hunde los precios, según Zurutuza:
A los freelance «de conflicto» se los ha santificado sin tener en cuenta los egos, disparadísimos, y que no valemos un pijo como colectivo. El compañerismo existe, pero también esa jungla en la que muchos se abren paso a codazos, como, por ejemplo, aceptando tarifas ridículas. No se deberían aceptar por pura dignidad, pero también por solidaridad con el resto porque esas tarifas acaban convirtiéndose en las de todos. Con la explosión de las redes hay gente dispuesta a trabajar casi gratis por hacerse un nombre y para que le aplaudan en Facebook. Y muchos de los que aceptan cacahuetes por reportaje se quejan, simultáneamente, de lo poco que se paga, e incluso se erigen en «defensores» del gremio. Más aplausos en Facebook. Antes era distinto. Se pagaba más y había gente haciendo un gran trabajo, y a muchos no los conocía nadie. Hoy es al revés. Nos suenan más las firmas que sus trabajos. Podemos echar la culpa a los medios de la precarización con razón, pero nosotros somos los primeros responsables.
Las redes sociales no han traído buenos amigos al mundo freelance. La guerra no es lugar para fardar. Allí hay gente que sufre de verdad: así que se va, se ve, se cuenta y se calla. El jugueteo emocional de las redes encaja mal en este panorama, según Mónica G. Prieto:
Se ha impuesto una generación de aparentar, «porque yo lo valgo»: soy tan bueno que te voy a contar una historia porque acabo de llegar a tal sitio. Muy bien, pero ¿cuál es tu historia? ¿Cómo me lo vas a contar? Se está imponiendo un tipo de periodismo simplista: Twitter aplicado al periodismo. Demos mensajes, no expliquemos, no contextualicemos. El mensaje suele ser «mi periodista está aquí, qué valiente es». Eso lo hacía la prensa turca en el año 90 y todo el mundo se reía de ellos, ahora los turcos nos dan mil vueltas. Ahora somos los españoles los que vamos a hacernos la foto: «¡Estoy en tal sitio!».
Tras su viaje a Libia, los colegas de Arce van a Siria. Pero Arce se va con su familia a Guatemala. Allí le contrata Plaza Pública: «No puede ser que alguien que no me conoce de nada, en un país que no he pisado nunca, en un digital, sin amistades… En tres días me mandaron un contrato de trabajo», dice. Diez meses después pasa a cubrir Honduras para la agencia norteamericana AP. Tras unos años en Tegucigalpa, tiene ofertas de Los Angeles Times y el New York Times. Escoge el NYT y se establece en México. Cobra un salario de cinco mil cien dólares. Al cabo de pocos meses, las condiciones cambian y abandona el periódico. Arce trabaja ahora para una ONG canadiense en el proyecto de un cómic en Mosquitia (un hormiguero de narcos en Honduras) y, tras ofrecerse a varios medios españoles, acaba de recibir una beca de la Knight Foundation para estar un año en la Universidad de Michigan. Arce no entiende la situación:
Cuando sales de España entras a jugar con «las reglas». Me considero una persona de fuertes convicciones anticapitalistas, pero en el momento en que sales y ves que esas son las reglas, pues juguemos a las reglas. Las reglas de la competencia y del mercado funcionan fuera de España. En España hay otra cosa. Mi lógica es «déjame competir porque sé las reglas». Pero deja que haya competencia, que se valore el coste del trabajo, que se entienda la pertinencia del producto, la conveniencia de esta cobertura en la región. Ahí sé jugar. A lo que no sé jugar es a lo otro. Has tenido por tanto que invertir mucho tiempo en hacer amigos, no en trabajar.
Una vez en el circuito en inglés, el método de trabajo de los medios también es distinto. Los editores tienen labores más minuciosas. Mónica G. Prieto conocía a una persona que trabajaba en una agencia en Beirut (Líbano): «Editaba a un freelance español en Siria y decía que había que reescribírselo todo porque no sabía escribir agencia. Les daba igual. Cualquier cosa que mandara o que contara por Skype o teléfono servía. La disponibilidad de los editores es total. Eso no se lo cuentes a un español», dice. En España los editores tienen otra labor y se exige el producto terminado y con todos los apoyos: «En España van a requerir que el producto esté hecho, con foto y vídeo, que sea por el mínimo coste y le van a dar el enfoque que les dé la gana», dice.
La diferencia en el trato y el interés tiene consecuencias en la tarifa: «Una historia en inglés puede pagarse entre cinco y diez veces más que en España: el año pasado saqué una pieza de mil palabras en inglés con tres fotos pésimas y me pagaron setecientos euros. En España me hubieran dado cien», dice Karlos Zurutuza. Con las imágenes ocurre algo parecido, según Brabo: «Por dos días de encargo del Wall Street Journal en Ucrania puedo cobrar lo mismo que por un reportaje entero en un semanal español». Los medios en inglés ofrecen encargos con más frecuencia, no solo esperan en la redacción a que les lluevan las fotos o los temas: «Los medios extranjeros suelen ponerte encargos, que no suelen hacer los medios españoles», añade Brabo. Las tarifas tienen una repercusión obvia en el interés de los lectores, más allá de la categoría del periodista: «Si un medio ofrece cincuenta euros, recibirá un trabajo mediocre. Si lo publica, la gente no mostrará interés por eso —dice Zurutuza—. Es la pescadilla que se muerde la cola».
A pesar de la situación y de los peligros, estos periodistas van de fregado en fregado, con pausas temporales. El peligro de cada trabajo y cada región es difícil de entender desde fuera. La experiencia, por ejemplo, en Honduras puede ser más terrible que en los típicos agujeros de Oriente Medio, cree Arce:
Yo he llegado a las cotas más altas de miedo en Tegucigalpa, no en Libia ni en Gaza ni en Bagdad. No es lo mismo tener miedo a una bomba random que cae del aire que tenerle miedo a un hijo de puta que viene en motocicleta por detrás a robarte el teléfono. En Honduras no se reconoce que cubres un conflicto, pero he llegado a ver veinticinco cadáveres seguidos en una ciudad en veinticuatro horas. He visto fosas comunes dos veces: en Tegucigalpa y en Líbano. No había sitios donde poner los muertos de cada noche. Yo tengo estrés postraumático diagnosticado no por Gaza, sino por Tegucigalpa.
El riesgo es más difícil de comprender en tensión. Mónica Bernabé pasó siete años en Afganistán. En Kabul los extranjeros no pueden circular con calma. Ella se movía vestida de afgana, de negro y solo con el rostro descubierto: «Vives en estrés constante, aunque lo normalizas. Lo interiorizas», dice. Hasta que sales de allí: «Es como un maratón. Cuando corres no te das cuenta de que te duele el cuerpo. Cuando paras es cuando más te duele». Cuando Bernabé salió de Afganistán, fue a Roma. No quería saber nada entonces de países en conflicto. Pero la tensión del retorno no acaba de mitigarse. Así la explica Manu Brabo:
Hay trabajos que se hacen largos y que cuando terminas piensas «qué ganas tengo de volverme a mi casa». Pero también pasa que, cuando llegas a puerto y llevas un tiempo, lo que te pide el cuerpo o la cuenta del banco es salir a producir. Me cuesta mucho más estar en casa que estar allí. Estás un poco más irascible. Los primeros días cuando vuelves de, por ejemplo, dos meses en Irak cuesta asimilar este mundo, integrarse, volver a ser una persona normal y no un animal de conflicto.
Cuando la tensión está arriba, el país de origen parece un lugar de consentidos inconscientes del mundo real. Pero, cuando esa calma se apodera de uno, el cuerpo pide más. A la vez es el trabajo y lo que mejor uno sabe hacer: «¿Qué vamos a hacer si no? ¿Dejarlo en manos de quién? ¿En manos de sus propios activistas que no sabes si tienen una doble agenda? —dice Mónica G. Prieto—. Es lo único que sé hacer, les doy voz. Es una combinación perfecta: ellos lo necesitan, yo lo necesito».
Los periodistas citan siempre esa frase de que hacen el oficio más bonito del mundo. Algo hay. Pero a veces es bien jodido.
El que dijo que era el oficio más bonito del mundo fue Márquez ( no todos somos García Márquez)… Creo que el asesinato de James Foley marcó un punto de inflexión. Recuerdo leer a un corresponsal americano que había sido compañero suyo que no encontraba sentido a jugarse la vida para escribir historias que no captaban el interés, que no contribuían a cambiar el mundo … y bueno, esa es la realidad: cambiamos muy pocas cosas, no tenemos autoridad y ese es el drama.
No sé si será el oficio más bonito del mundo, o que no capten el interés del público, pero todavía recuerdo aquella foto que me acompañará hasta el fin de mis días: un niño sudanés, raquítico, con el vientre hinchado, sus costillas a la vista, con un rostro ya inexpresivo por el sufrimiento, sentado sobre un pedregal en el medio del horror y la soledad, y detrás, no muy lejos, un buitre oscuro que esperaba pacientemente. Creo que el autor sufrió bastante por su trabajo.
Por lo que recuerdo, el fotografo se suicido al sentirse acosado por las criticas que le hicieron por no hacer nada por ese niño. Creo que saco la fotografia, le dieron muchos premios y al preguntarle si hizo algo por el, la respuesta fue el silencio o un «no». La conciencia no le dejo vivir y se suicido.
Kevin Carter se suicido pero no es seguro que fue por las criticas de no haber llevado a la nina hasta el centro de acogida (puede que si). Era un hombre con muchas depresiones que perdio a su mejor amigo en un tiroteo en ZAF, puede que su suicidio se debiera a muchos factores. Ademas no fue criticado tanto, mucha gente le animo ya que su trabajo permitio una toma de conciencia sobre Sur Sudan, un pais que tiene la inmensa desgracia de tener reservas de petroleo…
(https://lavozdelmuro.net/la-verdadera-historia-detras-de-la-fotografia-de-kevin-carter/)
«La nota de suicidio [de Carter] decía así:
“Estoy deprimido […] sin teléfono […] dinero para el alquiler […] dinero para la manutención de mis hijos […] dinero para las deudas […] ¡¡¡dinero!!! […] Estoy atormentado por los recuerdos vívidos de los asesinatos y los cadáveres y la ira y el dolor […] del morir del hambre o los niños heridos, de los locos del gatillo fácil, a menudo de la policía, de los asesinos verdugos […] He ido a unirme con Ken, si tengo suerte.”
Realidad contra ficción: el buitre solo estaba merodeando la zona y el niño no estaba moribundo, defecaba, es más, sobrevivió hasta los 18 años.
(…)
Nadie vio morir a aquel niño pequeño tirado sobre la sabana africana, ni a la criatura devorarlo, pero la opinión se cebó contra él. Las circunstancias de su muerte llevaron a muchos a investigar la historia y consiguieron descubrir la verdad. El buitre se encontraba a 20 metros del poblado, pero esperó a que entrara en el plano, y la niña (que resulto ser un niño) sólo estaba defecando, debido a las diarreas.
El niño se llamaba Kong Nyong y no murió.
(…)
si miramos la famosa fotografía podemos observar que el niño tiene en su mano derecha una pulsera de plástico de la estación de comida de la Organización para las Naciones Unidas (ONU). En ella figuraba el código T3, la T que lo identifica como enfermo de malnutrición severa y el 3 que indica que fue el tercero en recibir la ayuda humanitaria en el campamento.
18 años después, un equipo de periodistas viajó al lugar y logró constatar que el pequeño sobrevivió a la hambruna pero que murió en 2007 a consecuencia de unas fiebres.
A pesar de ello ya era tarde para el niño y para Carter, quien acusado de ser un desalmado fue determinante para salvar y cambiar la situación de África en la década de los 90, por lo que se merecía el Pulitzer, pero no toda esta crítica.»
En España no hay un público objetivo para este periodismo. Es un público relativista que no sabe discernir las realidades ni las contradicciones del ser humano. Sólo basta con abrir Facebook o Twitter para ver el desbarajuste mental del personal.
Una pena pero es así…
El oficio de fotógrafo, que es lo que conozco, se mueve bajo unos parámetros laborales muy precarios. Tienes que ser un un idealista si quieres dedicarte al tema. Oficio mal pagado y poco reconocido, gracias a la «democratización digital». Ahora cualquiera puede ser fotógrafo, si me apuras, hasta con un móvil.Y en ciertos ámbitos de la prensa, la escasa cultura fotográfica de los redactores y de los que los manejan a estos desde arriba no contribuye precisamente a dignificar el oficio. Se busca el resultado económico a costa de fotógrafos, editores gráficos -inexistentes ya- y de plumillas cualificados y comprometidos.
Discrepo. Es un oficio muy duro, sufrido y muy muy arriesgado, pero no es el peor del mundo ni por asomo. Hay oficios fisicamente muy duros (en el campo, en fabricas, en la mina), muy mal pagados y que no te aportan nada en terminos de desarrollo personal. Algunos lo unico que aportan si algo es una enfermedad terminal (neumoconiosis para la mina). Fotografo aporta una experiencia increible del mundo, puede que a veces horrible y a veces gloriosa, pero algo te queda. Y algo has aportado al mundo, lo que hace de tu trabajo algo maginifico.
¡Ay la precariedad!
He leído esto:
«Lo recuerda como una época dorada: «Las tarifas eran decentes, te pagaban los gastos de viaje. Había fórmulas para que saliera rentable y había tiempo para hacer las piezas», dice. Eso que parece tan sencillo para cualquier otro oficio en periodismo empezó a esfumarse. Aquellos años no han vuelto, de momento, y nadie los espera.»…
… y se me han revuelto las tripas.
Las cuestas ya no salen. No es sencillo para ningún oficio hoy en día.
Vale, sí… estos se juegan la vida y el que escribe publirreportajes o planifica anuncios, no; solo se juega tener dinero para comprar comida, ropa, techo y cama.
La experiencia es algo que ya no se valora: «enseña a alguien para que vaya al evento y haga lo que tú hacías y así no apareces tú», es lo último que me han dicho a mí, que organizo eventos desde 1989, ahora que un CEO no quiere ver mi jeta… solo porque le ha dado por ahí.
¡Porca vida! Y yo encima no he aportado nada valioso al mundo.
Pingback: Un sábado para leer #30 - Un arma precisa