(Nota: Este artículo es el primero de una serie sobre memorias de editores)
Italia estaba a oscuras en mitad del fascismo, y Giulio Einaudi y Leone Ginzburg encendieron la luz. Existe un tipo de iluminación que no se inventa de una vez y para siempre, sino que cada cierto tiempo hay que redescubrir. Era 1933, Giulio tenía veintiún años, y una mañana Leone, dos años mayor, fue a verlo a su casa de Turín. Ginzburg, de origen ruso, había llegado a Italia con dos años y estudiado en el liceo D‘Azeglio, al igual que Einaudi, Massimo Mila, Norberto Bobbio o Cesare Pavese. Después se convirtió en profesor de literatura rusa, aunque al no prestar juramento de fidelidad al régimen fascista debió abandonar la docencia. En un momento de la visita, le propuso a su amigo: «¿Por qué no coordinas una editorial?». «¿Y el dinero?», replicó Einaudi. «El dinero se encuentra», respondió Leone, como si las dificultades de la vida se desanudasen solas.
Santorre Debenedetti, filólogo y buen amigo de Leone, fue el primero en escuchar la propuesta. Tenía dinero, ganas de leer cosas que nunca había leído, y les hizo el primer préstamo. Cien mil liras de entonces. «Digamos que serían unos cien millones de hoy», reconocía Einaudi en sus conversaciones con Severino Cesari a finales de los ochenta. El padre de Giulio, el senador Luigi Einaudi, que en 1948 alcanzaría la presidencia de la República, intercederá para que el también senador Luigi Albertini sume su apoyo al proyecto. Si Giulio tuviera que contar cómo se devolvió ese dinero, no podría, pues no se devolvió. Solo así consiguió Einaudi por fin convertirse en editor. La creación de la editorial corrió pareja a la compra de la revista La Cultura, toda una institución del país, y de la que toma un logotipo predestinado: un avestruz con un cincel en el pico, con un lema que dice Spiritus durrissima coquit, algo así como que «el espíritu digiere las cosas más difíciles». La imagen había sido creada en el siglo xvi por Paolo Giovio, y adoptada por Mario Praz para Edizioni de La Cultura.
Cuando registra la editorial en la Cámara de Comercio de Turín el 15 de noviembre de 1933, la sede está en el número 7 de la calle Arcivescovado. «Era un último piso, una gran buhardilla donde teníamos también el almacén, un despacho para mí, otro cuarto para Ginzburg y una sala más grande para la secretaria», Angiola Jolanda Coppa. La escritora Natalia Ginzburg, esposa de Leone y también colaboradora de la editorial, relata en Léxico familiar que el Giulio Einaudi de los años treinta era un joven tímido que «se sonrojaba con frecuencia. Pero cuando llamaba a la dactilógrafa lanzaba un grito salvaje: “¡Coppaaaa!”».
El proyecto contaba apenas con unos meses de vida cuando el 13 de marzo de 1934 se produce la primera detención de Leone, junto a sesenta miembros más del grupo turinés de Giustizia e Libertà. Lo condenaron a cuatro años de cárcel, con una amnistía de dos. En 1935 llegó el segundo golpe. La nueva redada contra el movimiento antifascista, esta vez con doscientos detenidos, incluye a Giulio Einaudi y Cesare Pavese. El primero será puesto en libertad enseguida, aunque bajo ciertas medidas de seguridad. En cambio, el poeta y narrador, y pronto alma de Einaudi, cumple año y medio de confinamiento en Brancaleone (Calabria).
La editorial asimila las desgracias como si fuesen vicisitudes, simple pelusa que se adhiere a la ropa, y en mitad de los fuertes vientos del fascismo, entre los años 1936 y 1940, coincidiendo con el regreso de Leone, publicó títulos de gran importancia sobre historia, ciencia, humanismo y cultura científica. Pese a la noche, ahora se podía caminar a oscuras tranquilamente. Giulio admite que su compañero era «un editor completo, pero también un político, y por ello, sobre todo, comprendía que al público, al lector, había que darle la mejor mercancía posible, hecha lo mejor posible. Aun a riesgo de ser pedantes». Fue Leone quien aconsejó ciertos volúmenes de la Biblioteca de Cultura Científica, como por ejemplo el famoso texto de Pavlov. «¿Quién habría soñado en publicar en Italia un libro como Los reflejos condicionados de no habérmelo señalado él?». Aunque tal vez la gran aportación de Ginzburg al catálogo fue la literatura rusa. Sus conexiones políticas, de hecho, resultaron claves para publicar los escritos de Trotsky o Los cuadernos de la cárcel de Gramsci. En el ámbito de la ficción, propuso entre otros títulos El don apacible de Mijaíl Shólojov, y se encargó directamente de la traducción de Tolstoi, Puhskin y Dostoievski. Lo hacía desde la cárcel, pues al estallar la guerra lo enviaron a Pízzoli como interno civil, con su mujer Natalia y sus dos hijos. «Me había convencido de que contratase a los clásicos rusos, y revisaba esas traducciones, no solo en manuscrito, sino también en pruebas, una o dos veces: me volvía loco. Mandaba postales de Pízzoli, selladas por los carabinieri, donde escribía: “Distinguido señor, respetable editorial. Les envío las terceras pruebas de las cien primeras páginas de Guerra y paz…”», contaba Giulio.
Cuando cayó Mussolini tras la invasión de Sicilia Leone viajó a Roma, al fin libre. Allí se reunió con Natalia. «Pensé que comenzaría una época feliz para nosotros. No tenía motivos para pensarlo, pero lo hice». A los veinte días de su llegada, «fue detenido en una imprenta clandestina. Yo estaba en casa —cuenta su mujer— con los niños en aquel piso que teníamos en los alrededores de la plaza Bologna, y esperaba, y las horas pasaban, y al ver que no regresaba comprendí poco a poco que lo habían detenido». La Gestapo lo torturó hasta matarlo.
Entre tanto, Pavese había tomado la dirección editorial de Einaudi. Ya era un poeta célebre, y un traductor no menos solvente. Por sus manos iban a pasar Sinclair Lewis, Melville, Sherwood Anderson, Whitman, Dos Passos, Faulkner, Joyce o Hemingway. Recalar en Einaudi fue un relato de resistencia. Leone y Giulio habían tardado en convencerlo para que se incorporase. Pavese se oponía empleando su frase favorita: «¡Me importa un bledo!». No necesitaba un sueldo, decía. «A mí me basta con tener un plato de sopa y tabaco». Pero un día su oposición se doblegaría y se incorporó al proyecto de Giulio y Leone, de quien se hizo amigo íntimo. «Solía llegar a nuestra casa comiendo cerezas —cuenta Natalia—. Desde la ventana lo veíamos aparecer por el fondo de la calle, alto, con su rápida forma de caminar: venía comiendo cerezas y arrojando los huesos contra la pared con un tiro seco y fulminante». Muy pronto se convirtió en un empleado puntilloso y meticuloso que gruñía contra los otros dos porque llegaban tarde por la mañana y se iban a comer a la tres. «Él defendía un horario distinto: empezaba temprano y se iba a la una en punto, porque a esa hora su hermana […] llevaba la sopa a la mesa».
El propio Einaudi resaltaba que durante los bombardeos de Turín por parte de los británicos, Cesare acudía a trabajar «entre escombros, limpiaba su mesa de trabajo y se disponía a leer». A él le importaba un bledo que las bombas volasen sobre sus cabezas. Hasta que un mortero destruyó la sede a la que se habían trasladado en la plaza de San Carlo. «Al cabo de veinticuatro horas estábamos trabajando a conciencia en otra sede, con teléfonos, máquinas de escribir, pruebas de imprenta y mesas. Una editorial portátil, desmontable como una tienda del mando militar. Sí, acaso fuera ese entonces, y nada más que ese, “el proyecto”. Seguir con vida, continuar trabajando y así, en cierto modo, oponerse», confesaba Giulio Einaudi.
La editorial se hizo adulta en poco tiempo y se trasladó a una rutilante sede en la avenida Re Umberto. Pavese ya tenía un despacho para él solo. En su puerta había un cartelito que rezaba «Dirección editorial». Allí leía la Ilíada en griego durante las horas de descanso, recitando los versos en voz alta. Si Leone había incorporado los rusos al catálogo, él apadrinaría a los norteamericanos. En el despacho contiguo estaba Giulio Einaudi. En esa época Natalia lo recuerda «guapo, sonrosado, con su largo cuello […]. Ahora tenía muchos timbres y teléfonos en su mesa, y no gritaba “¡Coppaaa!”. Cuando quería llamar a alguien apretaba un botón». Ya no era tímido. «Se había convertido en una fuerza contra la cual los desconocidos chocaban como lo hacen las mariposas deslumbradas bajo una lámpara».
Pavese odiaba recibir a desconocidos. Decía: «Tengo cosas que hacer. No quiero ver a nadie. Que se ahorquen. Me importa un bledo». Y delegaba las visitas en los nuevos empleados: Natalia Ginzburg, Felice Balbo, Italo Calvino, Elio Vittorini, Massimo Mila, Giaime Pintor, Franco Venturi, Paolo Serini o Carlo Levi. Todos ellos consideraban que los desconocidos podían aportar ideas. En cambio, Cesare afirmaba que «¡Aquí no hacen falta ideas! ¡Tenemos ya demasiadas!». Las propuestas y las nuevas ideas eran el fuerte de Felice Balbo, que había participado en la guerra, primero como un suboficial de la Alpini, y luego como miembro de la Resistencia. En Einaudi supervisaba dos colecciones de filosofía. Natalia sostiene que Balbo «carecía de defensa contra las propuestas y las ideas. Todas le gustaban, le interesaban, le ponían en ebullición e iba a exponérselas a Pavese […]. Balbo hablaba y hablaba, y Pavese fumaba su pipa y se enrollaba el pelo alrededor de un dedo. Pavese decía: “¡Me parece una propuesta cretina! ¡Defiéndete de los cretinos!”. Y Balbo respondía que sí, que efectivamente era una propuesta cretina, pero que al mismo tiempo no lo era tanto y que tenía un fondo bueno, vital, fecundo».
El discípulo aventajado de Pavese era Calvino. Italo cuenta que «después de que Pavese me presentó a Giulio y le pidió que me contratara, me pusieron en el departamento de publicidad». Acabada la guerra, Einaudi se había hecho a la idea de que Italo estaba dotado, además de para escribir, también para las actividades prácticas, organizativas y económicas, es decir, que representaba el nuevo tipo de intelectual que él intentaba promover. «Por lo demás, Giulio siempre tuvo el don de conseguir que las personas hicieran cosas que no sabían que pudieran hacer», soslayaba Italo. Fue también idea de Einaudi, tras aceptar publicar la primera novela de Calvino, El sendero de los nidos de araña (1947), lanzar una campaña publicitaria con una amplia pegada de carteles con la cara del autor, algo nunca ensayado hasta entonces. «Se vendieron seis mil ejemplares: un éxito discreto en aquel tiempo», admite el propio escritor en las páginas autobiográficas de Ermitaño en París.
A Italo le gustaba trabajar en equipo. Era modesto, y aun cuando ya abrigaba fama, evitaba levantar la voz. No lo hizo ni siquiera cuando propuso traducir La vie, mode d´emploi de su adorado George Perec y Giulio lo descartó porque resultaba una empresa demasiado costosa. En Einaudi, y tal vez fuera de Einaudi, nadie escribía notas de solapa como Calvino. Las convirtió en un subgénero apreciable, un fulgor que te cegaba. Redactó centenares. Trabajaba con «una exactitud substanciosa», revela en un célebre artículo su compañero Ernesto Ferrero, quien trabajó en la editorial hasta los años ochenta. Daba la información precisa, contaba lo indispensable sin ir más allá, apenas lo suficiente para despertar la curiosidad, ofrecía claves de lectura. «Cristal puro», admitía Natalia Ginzburg. Esta minuciosidad que depositaba en los factores invisibles, casi irrelevantes, lo llevó a escribir miles de cartas a aspirantes a escritores que llenan las editoriales de manuscritos. «A cada aspirante le explicaba lo que funcionaba y lo que no funcionaba —cuenta Ferrero—, lo que podía cambiar; y al mismo tiempo hablaba de sí mismo o de lo que significa escribir».
Einaudi trascendió Turín, incluso Italia, pero su éxito seguía sin estar reñido con la tristeza, y en 1950 Cesare Pavese se suicidó en el Hotel Roma. Había hablado durante años de suicidarse. Basta leer El oficio de vivir, sus diarios publicados póstumamente: «La mayor culpa del suicida es no matarse, sino pensarlo y no hacerlo (6 de noviembre de 1937)»; «Nunca le falta a nadie una buena razón para matarse (23 de marzo de 1938)»… Eligió el verano, «cuando ninguno de nosotros estábamos en Turín», lamentaba en Léxico familiar Natalia, que además de corregir textos se permitía de vez en cuando traducirlos, como con los primeros volúmenes de À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust.
Con los años la editorial consolidó algo parecido a un público einaudi, comprometido con la actualidad, pero que no se conformaba con ella y exigía un pensamiento profundo sobre su contexto y la historia que la hacía posible. Einaudi desarrollaba colecciones para explicar y potenciar la realidad. Así es como empezaron a llegar títulos de Albert Einstein, Max Born, Max Planck, Werner Heisenberg, Sigmund Freud, Enrico Fermi, Hans Reichenbach, Jean Piaget, Stephen Spender, Gregor von Rezzori y Hans Magnus Enzensberger. A los que hay que añadir los grandes nombres de la literatura de ficción, como Thomas Mann, Faulkner, Queneau, Robert Musil, Walter Benjamin, Boris Pasternak, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ernest Hemingway, Dylan Thomas, Brecht, Henry Miller, Perec, Proust, Bulgakov…
Los años sesenta fueron los de la internacionalización. Giulio consideraba que un editor era alguien que debía estar viajando todo el tiempo. Es entonces cuando establece las primeras alianzas con Gallimard en Francia, con Barral en España, con Rowohlt en Alemania… Suya fue la idea de crear un gran premio que «corrigiese» a la Academia de Suecia que entrega el Nobel: el Prix Internacional des Editeurs. La iniciativa se oficializó en 1961 en la isla de Mallorca, junto a su socios de España, Alemania y Francia, así como otros trece editores entre ingleses, japoneses, norteamericanos y soviéticos. Borges, Saul Bellow, Uwe Johnson o Beckett fueron algunos de los galardonados. En 1967 se concedió por última vez. El premio recayó en Witold Grombrowicz, y no sin épica. Ese año se falló en Grammhart (Túnez). El poeta y filólogo Gabriel Ferrater había sido comisionado por Seix Barral para participar en las deliberaciones. Su paso por la ciudad resultó memorable en varios sentidos. Salvador Clotas, otro de los representantes de la delegación española, en vista de cómo se habían dado las primeras noches, optó por prevenir al camarero del hotel de los hábitos de los editores. El camarero se declaró curado de espantos. Era joven pero ya había visto de todo. Había visto, en concreto, a muy buenos y grandes bebedores. Pero el día que las distintas delegaciones partían hacia sus respectivos países el camarero confesó admirado a Salvador, cuando se despidieron, que después de muchos años, «nunca había visto beber a nadie como al señor de la habitación 53». Es decir, Gabriel Ferrater. Pero su papel fue celebérrimo también por la épica defensa que realizó de Gombrowicz, su candidato al premio. Yukio Mishima era el gran favorito, y contaba con el apoyo de los editores ingleses, estadounidenses y japoneses. Pero Gabriel hablaba diez idiomas y durante los días anteriores a la votación había estado bebiendo y alternando con todas las comitivas. En su peor resaca, durante la deliberación, hizo la mejor defensa de Gombrowicz, el autor por el que había aprendido polaco, para leerlo en su idioma original. Ocurrió lo que nadie aguardaba: Wiltold Gombrowicz se alzó con el premio.
Nuevas décadas trajeron más éxitos y nuevos reveses para Einaudi, como las crisis financieras de los ochenta y los noventa. La última desembocó en la compra de la editorial a manos de Mondadori en 1994. Giulio siguió como presidente durante tres años. En 1999 murió. Pero Einaudi sigue con la luz encendida.
Hermoso
Muy bueno! Epopeyas de otros tiempos, cuando las ideas se liberaron. Ahora me parece todo tan chato. Por favor, no malinterpretarme, hay buenos escritores, pero pareciera que está todo dicho. Por suerte están los clásicos, con sus perfumes embriagantes de los inicios vírgenes. Aplausos para Jot Down
Massimo Mila, Norberto Bobbio Y Cesare Pavese
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