Fotografía: Begoña Rivas
La conocí en la Feria del Libro de Madrid. Ambas presentábamos libros de ensayo y, para mi honra y sorpresa, ella quiso regalarme uno: El infierno horizontal. O sobre la destrucción del yo (Plaza y Valdés, 2012). Me fascinó el tema y el título, pero —no es broma— me dio miedo leerlo. Yo atravesaba —¡por fin!— un buen momento y no quería estropearlo. Estaba claro que sería una lectura inquietante. Lo situé en un lugar prominente de mi biblioteca (sobre el mueble bar) y me dediqué a contemplar su sugestiva portada durante un año, sabiendo que guardaba algo para mí. Meses más tarde, cité a Ana Carrasco Conde en la castiza taberna madrileña de Carmencita, sita en la calle Libertad 16, suma 7: número del análisis intelectual. Todo convenientemente simbólico. Así protegida, me atreví a descubrir el placer de escucharla disertar sobre filosofía antigua con pasión y ritmo. El ser, la nada y el no ente: el lado oscuro. Un peligro. Blame it on Parménides y atrévete a pensar.
Cuando Ana Carrasco Conde (Madrid, 1978) anunció a su padre que quería dedicarse a la filosofía porque «hay abismos en la existencia», él, ingeniero de profesión, le respondió que «si hay un abismo, se construye un puente». Así lo hizo y así lo sigue haciendo. Ana se convirtió en espeleóloga para explorar las honduras: tras graduarse en Filosofía en la Autónoma de Madrid y ampliar estudios de filosofía, lengua y literatura alemana en París, Múnich y Berlín, se doctoró cum laude en la Autónoma con una tesis sobre El mal y la historia en la filosofía de F. W. J. Schelling, obtuvo el Premio Internacional de Investigación Julián Sanz del Río en 2012 y lo publicó bajo el título La limpidez del mal (Plaza y Valdés, 2013).
Carrasco Conde no dudó en escuchar la advertencia de la filósofa judía Hannah Arendt, a la que cita: «volver la espalda a las fuerzas destructivas del siglo resulta escasamente provechoso. Ya no podemos permitirnos despreciar lo malo y considerarlo simplemente como un peso muerto que el tiempo por sí mismo enterrará en el olvido». Sin embargo, en una sociedad en la que se manejan conceptos como el «imperio del mal» y «la fuerza oscura» con «normalidad», donde habitualmente se consumen miles de productos audiovisuales muy violentos (uno solo de ellos a mí me quita el sueño) y las noticias nos bombardean con terribles tragedias, pocos se atreven a mirar al mal de frente y dejar de verlo como espectáculo. Y menos todavía se atreven a publicar su pensamiento.
Ella no se arredra: fealdad, basura, desechos, espectros, desfondamientos. Su punto de partida es contraintuitivo. Se cuestiona el bien, la belleza y la justicia como el objetivo principal de la filosofía para arrojar luz tras su manto protector: «¿Acaso no nos preguntamos por la justicia porque no la hay? ¿Buscamos la belleza porque no la encontramos? ¿Buscamos el bien porque la experiencia que tenemos es la del mal?». Para reflexionar acerca del mal «normalizado» de nuestro tiempo sin despeñarse, Ana Carrasco Conde lo sitúa en el ámbito de lo público y piensa lo impensable: desde las variaciones históricas de nuestros conceptos de mal y de infierno al terror y el horror, pasando por la espectralización de la identidad.
Al contrario de lo que algunas mentes simples piensan, estudiar el mal no te convierte en mala, sino en un «ser humano que intenta entender el mundo, pues ¿qué es la filosofía sino tratar de entender el mundo y de desmontarlo?». Armada con su luz negra, Carrasco Conde no solo se adentra en peligrosos abismos sin moralizar, sino que también reflexiona sobre las pasiones (también conocidas como pecados) entre las que incluye la felicidad, la misma que le proporciona intentar entender el mundo, pues, a pesar de que haya momentos dolorosos, «estudiar el mal no significa que lo esté experimentando en mi propia carne, tomo una distancia, analizo y desarrollo conceptos que me permiten tejer una red que me permita entender lo que está sucediendo».
Para empezar, se necesita un poco de perspectiva histórica: «si el siglo XVIII y el XIX se caracterizaron por su interés en los monstruos y lo monstruoso (desde diferentes dimensiones: más científica en el XVIII, más literaria en el XIX) y el siglo XX por la monstruosidad humana (como el Holocausto), el siglo XXI es, sin duda, el de la ceguera o, aún peor, el del autoengaño y el pensamiento edificante». Según Carrasco Conde, «resulta inquietante, pero también dice mucho del ser humano, que después de las más grandes matanzas y barbaridades de la historia, el hombre «racional» (y ahora más científicamente racional, más «cuantificador» y más falto de imaginación y de miras) trate de justificar lo que no puede aún comprender aplicando categorías de bien y mal características del siglo IV y que reducen todo a antagonismos, incluso cuando se trata de criticarlos». Por ello, la filósofa propone una nueva perspectiva: «ya no se trata del mal (lo que nos hace mal, por ejemplo), sino de la maldad humana, si esta tiene un límite, de dónde surge, cómo explicarla y si somos lo suficientemente valientes para proveernos de unas nuevas herramientas reflexivas para analizarlo».
Dotar de sentido a nuevos conceptos y quitar sentido a otros es una actividad que Carrasco Conde realiza como profesora e investigadora invitada en prestigiosas instituciones como la Schelling-Kommission de la Academia de Ciencias de Baviera, de Múnich, o la Universidad Complutense. Analiza a autores clave, como Agustín de Hipona, Kant o Schelling, a quienes critica por «ser edificantes y parapetarse en un concepto del mal que lo «explica» teóricamente pero hace aguas cuando se aplica sobre la realidad». Ni el admirado Bataille se libra de su bisturí, pues aunque «parece que quiere ofrecer otras perspectivas más polémicas, no deja de refugiarse en una estetización, aunque sea grotesca, del erotismo».
Carrasco Conde me hace notar que, en el siglo XX y en lo que llevamos del XXI, son en su mayoría mujeres las que han acometido el problema del mal y el horror en toda su hondura «desde muy diferentes ámbitos y con propuestas más arriesgadas: desde la filosofía, con la reflexión de Arendt sobre la banalidad del mal (y no hay más que pensar en las reacciones inicialmente tan polémicas a las que dio lugar), hasta Cavarero con su análisis del horror, pasando por Roudinesco y Kristeva; también desde la psicología, como en Klein o la sociología con Segato». Las mujeres que piensan sobre el mal «parten de la efectividad del mal o, si se quiere, de la vida misma, y por eso, en este sentido, se atreven a llevar más lejos sus planteamientos para enfrentarse a una injusticia, una desigualdad, una violencia, a un sometimiento que, lamentablemente, padece la mujer más que el hombre». Sin duda, esto necesita matizarse, pues «no quiere decir esto que el mal no sea experimentado por todo ser humano (solo hay que pensar en las torturas militares en Irak, por poner un caso, en las que algunas militares son las victimarias y son los hombres las víctimas… y aquí sería también interesante analizar el porqué de este cambio de roles), sino que las formas más demenciales y crueles del mal, con mayor ensañamiento, se han ejercido sobre la mujer». Quizás por ello sea mayor nuestra necesidad de «comprender esa violencia, así como de neutralizar la demonización de la mujer, lo que nos ha llevado a mirar a la Gorgona más de frente». No es fácil hacerlo sin volverse piedra.
Una de las aportaciones más fascinantes de Carrasco Conde es su historia cultural del averno, desarrollada en El infierno horizontal. Por si no se habían dado cuenta, el infierno ya no es un lugar al que se desciende verticalmente desde la muerte, donde penan los condenados por la justicia divina. En la modernidad, el infierno es horizontal, porque el sufrimiento del sujeto no obedece a una compensación, sino que es una experiencia injusta que te ha tocado vivir. Carrasco Conde nos narra su evolución: «A partir de la Ilustración, empieza el germen de una modernidad que se interroga por una razón que es responsable del mal, que no solo hace el bien, sino que hace el mal, lo hace aquí y ahora, injustamente, y lo hace con placer y felicidad». No se puede comparar un mal con otro —sufrir prisión injusta con el Holocausto, por ejemplo—, pero ambos tienen en común el desfondamiento del yo, el robo de las ganas de vivir y de la identidad.
La filósofa recoge la pregunta de Adorno —«¿Es posible la poesía después de Auschwitz?»— y se plantea: «¿Es posible el horror?». En contra de la banalización del horror y el mal, debemos comprender que «el mal puede ser tan perfecto, tan perfecto, como el bien. Tiene sus propias lógicas, no es nada irracional». Tener que aceptar que la razón es capaz del mal tiene como consecuencia un cambio de paradigma que conlleva asumir que «hay elementos que no pueden ser explicados con la lógica habitual». A estas alturas de la conversación, yo me empiezo a asustar de verdad, pero Ana prosigue implacable: «Atentar contra el orden, hacer daño a alguien, es un daño consciente, pero hay otro tipo de mal que subraya Hannah Arendt: el mal banal, que no surge de un monstruo, sino que surge de cada persona, cuando una persona no medita sus decisiones, cuando se deja llevar por el sistema, como cuando Eichmann dice obedecer órdenes».
Tras nuestro encuentro en Carmencita, todavía me quedó valentía para leer su Presencias irReales. Simulacros, espectros y construcción de realidades (Plaza y Valdés, 2017). En aquel momento, tras más de veinte años retirada, yo había retornado a las pantallas como presentadora de un programa de entrevistas en Betevé y creí que su pensamiento me ayudaría a comprender la experiencia visual que, de nuevo, me rodeaba. No me equivocaba: «Nos constituimos con relación a lo que vemos, a lo que experimentamos, lo que nos están proyectando, nos vaciamos, no somos nosotros sino la imagen de otra cosa, fantasmas de nosotros mismos». Todo resultaba espectralmente familiar.
Si Carrasco Conde se sirve del infierno para tratar de la destrucción del yo, el fantasma es la excusa para explicar la realidad desde otra perspectiva: «lo ingobernable da miedo —afirma con conocimiento—, la diferencia ingobernable —o que se percibe como ingobernable— asusta. Por consiguiente, o bien se trata de homogeneizarse o de eliminarse». ¡Cuántas oscuras y miedosas reacciones logré comprender gracias a esta luz tan negra! La tecnología juega un papel crucial en la «espectralización del otro», pues nos bombardea con imágenes que «convierten al otro en monstruo sin serlo, mientras que el monstruo real pasa desapercibido porque no hemos aprendido a identificarlo como monstruo». De tal modo, «al otro no le vemos por sí mismo, sino recubierto con el velo de ese ropaje simbólico de nuestra propia realidad, como si tuviera una sábana de fantasma, pero no es un fantasma, es que estás viendo lo que quieres ver». Sin embargo, esto no es necesario, pues «cuando algo que no forma parte de tu realidad aparece, se puede percibir como algo monstruoso que ataca mi mundo, pero quizá no sea más que algo distinto dentro de mi mundo habitual». Quizá deberíamos aprender a aceptar la incertidumbre para superar nuestros miedos.
Actualmente, esta ingeniera conceptual prepara un nuevo libro, En torno a la crueldad. Sobre los límites de la maldad humana, que pronto aparecerá en la colección Pensamiento 21 de La Catarata. Más herramientas para desmontar esas «bellas y descomunales construcciones conceptuales que, al mismo tiempo que protegían de un exterior amenazante, hacían del mal aquello con lo que hemos de vivir sin que sepamos por qué y sin que la maldad tenga que ver, en realidad, con lo humano, sino con lo más «inhumano», algo en el fondo ajeno a los «hombres normales»». Herramientas que son andamios que nos sostienen sobre el precipicio mientras tratamos de comprender, de comprendernos, porque «la construcción racional del mundo no coincide con la experiencia de la vida, que los argumentos a veces no valen, que las razones no hacen sino encubrir muchas veces aquello que no quiere ser visto, que las explicaciones son edificantes y los relatos escudos que levantamos para vislumbrar distorsionadamente a una Gorgona esquiva, donde lo más terrible no es destrozarse el corazón, sino que sea convertido en piedra».
No puedo esperar. Porque el abismo sigue abierto. Y porque yo nunca, nunca, seré piedra.