Ahora que el Museo Reina Sofía está celebrando la vanguardia en la obra de Pessoa, uno de los grandes poetas del siglo XX que, fiel a su defensa de la contradicción como cualidad inherente a la naturaleza humana, apenas publicó en vida, quizá sea un buen momento para tomarla como arma defensiva frente a tanto corsé lingüístico y vivencial, del mismo modo que, en su momento, el cuerpo femenino decidió desprenderse de los corsés físicos que lo oprimían. Operación harto difícil porque una cosa es el cuerpo propio y otra muy distinta el lenguaje, fuente común de la que todos bebemos y a la que todos devolvemos algo de lo que nos ha aportado; o cómo nos desenvolvemos, con el cuerpo y con el lenguaje, en relaciones humanas que nunca responden al libro de instrucciones. Y para no caer en el recurso fácil de criticar al vecino, hablaré de mi caso y de mis lecturas, sin voluntad de llegar a conclusiones definitivas sobre nada porque, en tiempos tan complejos como los que vivimos —valga el tópico—, la duda debe ser un estado natural. Y la pasión por el lenguaje, acaso la única certeza que me anima, no es ni mucho menos garantía de buen juicio per se: todo el mundo sabe que la mejor de las intenciones puede conducir a un resultado perverso.
¿Poeta o poetisa? Es esta una pregunta que me han hecho más de una vez. Para empezar, el término «poeta» ya de por sí me resulta incómodo porque creo que no responde a un estado permanente y reconocible del que pueda dar fe en todo momento y con solvencia, como cuando se me dice, por ejemplo, «profesora». En cuanto a «poetisa», no se me escapan las connotaciones que, sobre todo en el siglo XIX, se le atribuían a este término para referirse a una poesía femenina muy superficial, restringida al ámbito doméstico y a temas decorosos. Pero por encima de todo, creo en la economía de medios que el lenguaje impone para una comunicación efectiva; y creo también, por supuesto, que el matiz respetuoso o peyorativo de un término se lo da el uso que cada persona haga de él. Así pues, a la pregunta contesto indefectiblemente al entrevistador, sin ninguna inquietud: «como prefieras.»
Como traductora e investigadora, empecé trabajando sobre Shakespeare porque pensé que era la mejor manera de leer su obra en profundidad. Ya entonces predominaban en la crítica los «cultural studies», «feminist studies», «colonial studies» y otros enfoques alternativos a interpretaciones que, durante siglos, habían permanecido fieles a un concepto inmanente e intemporal de la literatura. Incorporé, gracias a los primeros, puntos de vista muy valiosos en los que no había caído por mí misma, pero jamás dejé de leer con la empatía histórica que nos permite el disfrute, sin condiciones, de obras del pasado, ni de buscar en el valor intrínseco del texto, en su expresión, fundamentos para mi propio juicio. Desde entonces, y antes por las circunstancias que por una elección consciente, me he «especializado» en poesía angloamericana escrita por mujeres. La razón más visible es que, a la hora de buscar autores poco estudiados, el porcentaje de mujeres es abrumadoramente mayor que el de hombres. Ahora bien: siempre he llegado a «mis» autoras, en primer lugar, por la atracción que sentía hacia su escritura; y únicamente en un segundo momento he reparado en el contexto en el que, a menudo con más dificultades que sus compañeros de generación, tuvieron que abrirse camino, y que por supuesto debe ser tenido en cuenta en el análisis.
Como madre trabajadora, durante los años de crianza me quedé bastante atrás en mi propia promoción laboral. Fueron años complicados, que no desesperados: mi marido y yo compartimos las cargas familiares, como todos los demás aspectos de nuestra vida en común. Sin embargo, ni siquiera un Estado ultraprotector, que concediera ocho horas diarias gratuitas de guardería, me habría instado a actuar de otro modo: quise criar a mis hijas, pues para eso las había tenido, y viví con intensidad el privilegio de poder transmitirles ese acervo de historias y canciones, entre otros elementos, que de otro modo yo misma no habría tenido la oportunidad de revivir, y que todavía suelen ser una marca de herencia femenina. Tampoco el extremo contrario me hubiera convencido, esto es, haber tenido la opción, que no tuve, de quedarme en casa durante un año, sin ningún estímulo más allá de la realidad doméstica. Defendí así mi precario equilibrio entre los dos mundos, el laboral y el familiar, como sigo haciéndolo, y asumí sus consecuencias. Hoy día, más que la brecha salarial entre hombres y mujeres, en mi entorno de trabajo asisto con incredulidad al abismo entre los que trabajamos en condiciones estables y la precariedad de los que han llegado después, siendo el único «mérito» de los primeros el haber estado ahí antes de la crisis.
En el difícil camino hacia la independencia mental que la carrera artística exige, la realidad no cesa de mostrar su cara más contradictoria, doblemente paradójica en el caso de las mujeres. Dos libros de memorias de poetas de la generación Beat, Joyce Johnson (1) y Hettie Jones, muestran a jóvenes de clase media suburbana norteamericana que, un buen día, abandonan la casa paterna para vivir en la bohemia neoyorquina de los cincuenta. Nada sale como esperaban: dentro de la bohemia misma, vuelven a asumir roles de madres, cuidadoras del hogar y, por si fuera poco, en muchos momentos constituyen el único sustento económico de familias, no por «alternativas», menos decepcionantes. El caso de Jones es especialmente elocuente: casada con el famoso poeta LeRoi Jones (después rebautizado como Amiri Baraka), a cuya carrera se consagró durante años y con todas las dificultades de una unión interracial en aquellos años, tuvo que ver cómo el Black Power se llevaba por delante su matrimonio, dado que él consideró que no podía seguir estando unido a una mujer de raza blanca.
Estas y otras autoras anteriores al feminismo de las décadas posteriores han sido criticadas, precisamente, por algo así como haber roto moldes solamente a medias, y haber asumido en sus vidas ese papel elocuentemente descrito por Joyce Johnson de «personajes secundarios». Ellas, sin embargo, asumen sus contradicciones con la consciencia de haber vivido tiempos y experiencias excepcionales, y haber aprendido de ello. Al final de su libro de memorias, publicadas décadas después de los hechos que relatan, Hettie Jones escribe: «No lamento mi independencia, pero si Roi hizo mal en dejarme en aquel momento tiene menos importancia que el hecho de que, hoy día, semejante decisión sería inútil. Somos demasiados seres anónimos —blancos y negros— los que habitamos estos bosques. La afroamericana es una historia específica; hay mucho más, y no tiene una respuesta sencilla».
Mencionaba al principio de este artículo el cuerpo femenino, todavía hoy tan traído y llevado en furibundas discusiones. Por descontado, ni ningún hombre ni ninguna institución deberían tener poder sobre él. Pero una cosa es quedarse en la historia específica de la que habla Jones (la batalla imprescindible contra la violencia o, en otros tiempos, contra el encierro de mujeres «díscolas» en instituciones por el mero criterio del padre o esposo) (2), y otra, mirar hacia ese «mucho más», siempre complejo y nunca satisfactorio, al que apunta. En la misma línea se puede considerar un artículo publicado en 1975 por mi muy admirada Natalia Ginzburg, en pleno debate, en Italia, sobre la legalización del aborto (3). Gizburg considera que es absolutamente necesario legislar sobre esta realidad: «El aborto legal debe ser pedido ante todo por justicia». Pero no por ello le pone paños calientes a un asunto al que no le ve ningún motivo triunfal, ni deja de considerar «odiosas» las palabras coreadas en las manifestaciones a favor de la legalización respecto a que «el vientre es mío y hago con él lo que quiero»: «en realidad también la vida es nuestra», aduce, «y ninguno de nosotros consigue hacer con ella lo que quiere».
Tampoco con el lenguaje puede uno hacer lo que quiera, porque entonces dejaría de cumplir la función con la que nació, que no es otra que la de comunicarnos bien. Mis veleidades lingüísticas terminan donde empieza el consenso por el que me entiendo con los otros. Obviamente, dicho consenso cambia con los tiempos: parece lógico que en el lenguaje jurídico se adopte la expresión «la persona demandante» por «el demandante», o que en determinados contextos se prefiera «ciudadanía» o «profesorado» a otras opciones. Pero estos retoques bienintencionados no pueden ser llevados a una artificialidad y una distorsión extremas. Se observará que en este artículo estoy utilizando constantemente el masculino inclusivo o universal. Ninguna de las otras opciones disponibles me convence lo suficiente —más bien me espantan— como para dejar de hacerlo. ¿Estoy incurriendo en una contradicción suprema? Sin duda.
Postdata: ¿Soy la única escritora de mi familia? Parece ser que sí. Pero nadie como mi madre para contar una anécdota cualquiera con una gracia indescriptible, aderezada en la dosis justa —o exagerada— de suspense, comicidad o digresión. Y nadie como mi bisabuela, que murió cuando yo tenía once años, para escribir cartas elegantes, bien ponderadas, con aquella caligrafía inclinada y cuidadosa que tanto me fascinaba. El lenguaje no es de ellas ni mío, sino que está ahí para que todas y —valga la excepción ahora— todos lo compartamos, sin susceptibilidades ni censuras innecesarias. O…
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1) Johnson, Minor Characters; Jones, How I Became Hettie Jones. El de Johnson está traducido al español como Personajes secundarios.
2) Estoy pensando en la infausta vida de Camille Claudel y en la novela La extraña desaparición de Esme Lennox, de la autora escocesa Maggie O’Farrell.
3) Pertenece a un volumen publicado en España como Ensayos.
Inspirado, profundo, delicioso, una joya de mi poetisa favorita.
Añado aquí el comentario privado de alguien que también lo ha leído, porque creo que puede sernos útil a todos: «Una cuestión: si el lenguaje, aun siendo algo más propiamente humano, no nos pertenece, ¿nos pertenece de verdad la vida? ¿No nos ha sido donada? ¿No es más lógico pensar que nosotros pertenecemos a ella y que estamos obligados a cuidarla con agradecimiento? ¿No es lo que tú has hecho con tus hijas? La cuestión del cuerpo es crucial y no es asunto solo de mujeres, la del aborto tampoco. Tal vez la única certeza que tenemos hoy es que no tenemos ninguna certeza, que vivimos en completa confusión, en Babel. Conservemos y aumentemos, como decía Machado, “el humano tesoro de la conciencia vigilante”, aunque se esté solo.»
Querida Natalia: me alegra mucho tener noticias tuyas. Tu artículo en parte biográfico está escrito con gran elegancia y soltura y plantea cosas muy de fondo. Una cuestión: si el lenguaje, aun siendo algo más propiamente humano, no nos pertenece, ¿nos pertenece de verdad la vida? ¿No nos ha sido donada? ¿No es más lógico pensar que nosotros pertenecemos a ella y que estamos obligados a cuidarla con agradecimiento? ¿No es lo que tú has hecho con tus hijas? La cuestión del cuerpo es crucial y no es asunto solo de mujeres, la del aborto tampoco. Tal vez la única certeza que tenemos hoy es que no tenemos ninguna certeza, que vivimos en completa confusión, en Babel. Conservemos y aumentemos, como decía Machado, “el humano tesoro de la conciencia vigilante”, aunque se esté solo.
Un entrañable abrazo para ti y para tu familia.
Benito.
Tienes mucha razón, Benito. En realidad, no somos dueños de nada. Un abrazo.