Debían tomar una decisión. Era preciso saber, ahora que su capitán había muerto, quién asumiría el mando. Cuando ya estaban todos reunidos la viuda subió a cubierta, vestía un traje de capitana bordado con dragones de oro sobre seda roja, azul y púrpura. En el mar no hay silencio, pero todos estaban callados, así que fue ella quien habló:
—Miradme capitanes, vuestro jefe estaba de acuerdo conmigo. La escuadra más fuerte es la que está a mis órdenes. Ha recaudado más tesoros que ninguna otra. ¿Creéis que me rendiré ante un jefe hombre? Jamás.
Olvidaos de todo lo que el cine nos ha contado. El pirata más grande de todos los tiempos fue una mujer y navegó en el mar de China.
Ching Shih, la mujer sin nombre y la armada de la bandera roja
Los historiadores chinos dicen que era más alta que las mujeres normales, y que su cuerpo tenía formas gloriosas. Tan bella, que de todas las prostitutas que habían sido secuestradas de un burdel flotante en Canton, el capitán Zheng la eligió para tomarla como esposa. Como un adelanto de lo que sería su historia, ella no accedió inmediatamente. Desairó al capitán y le pidió lo impensable para una mujer, especialmente para una prostituta: solo se casaría con él si compartían al cincuenta por ciento todo su dinero y el mando sobre las tropas.
Contra todo pronóstico el capitán Zheng dijo que sí. Era 1801 y ella tenía veintiséis años.
Los años siguientes fueron una sucesión de románticas victorias y saqueos de pueblos, uno tras otro, a lo largo de toda la costa. Las tropas del emperador se sienten tan impotentes ante este despliegue de crueldad que recomiendan a los habitantes que quemen sus aldeas y se trasladen al interior, que dejen la pesca y aprendan a cultivar la tierra.
Sin pretenderlo el emperador les abre la puerta a una nueva forma de negocio aún más rentable que la anterior: el asalto a los barcos, ahora quienes saldría perjudicadas no eran las poblaciones empobrecidas sino las rutas comerciales internacionales.
El amor lo vence todo y su unión era tan perfecta que en los siguientes seis años la escuadra que comandaba Cheng, conocida como la armada de la bandera roja, de aproximadamente doscientos barcos, creció hasta convertirse en un auténtico ejército de mil quinientos gracias a alianzas con otras escuadras que se avinieron a subordinarse a ellos. Aprovechándose así del plan de negocio diseñado por los dos, crearon una especie de confederación pirata que eliminaba la competencia y optimizaba los resultados. No había ejercito nacional que pudiese enfrentarse a ellos.
En 1807, en lo más alto de su negocio Zheng, su esposo y socio muere a los cuarenta y dos años. Según Borges en la Historia universal de la infamia, fue envenenado con un plato de orugas cocidas con arroz, otras fuentes dicen que naufragó durante un tsunami en la costa de Vietnam y que no hubo supervivientes que pudiesen contar exactamente qué sucedió.
Fuese como fuese, se había quedado sola y a su alrededor había demasiados aspirantes a comandar el ejército más poderoso de Asia. Ella sabía que a pesar de haber sido copropietaria del negocio durante los últimos años no era más que una mujer a los ojos de la mayoría de los piratas que tenía como subordinados, por eso no perdió tiempo y tal y como sucedió con su proposición de matrimonio, hizo lo impensable: desafió públicamente a todos los capitanes que quisiesen someterla.
Comenzaba así su propia leyenda en solitario, la de una mujer cuyo nombre significa viuda de Zheng. Nadie ha podido saber nunca cuál era su verdadero nombre, seguramente porque la persona que fue antes en realidad a nadie le importó.
El terror del mar de China
Ella era consciente de que ser mujer, a pesar de sus circunstancias especiales, la convertía en un objetivo más fácil de sabotajes. Así que lo primero que hizo, como cualquier aristócrata que quiere preservar una estirpe, fue casarse con el hijo adoptivo de su difunto marido, Chang Pao, y nombrarlo a él jefe directo de las tropas. Con esta maniobra conseguía tener a los hombres tranquilos, porque les mandaría el que ellos consideraban «legítimo» heredero, y ella seguiría ocupándose de todo, especialmente de las transacciones comerciales y las alianzas.
Era un práctica habitual en la sociedades piratas, y por eso se considera que en este caso es bastante probable que Chang Pao fuese en realidad el amante de Zheng y que este lo hubiese adoptado para que en caso de que le pasase algo pudiese heredar sin problemas parte de sus posesiones y un cargo de responsabilidad en la escuadra. De ser así, lo que suena en principio incestuoso se vuelve una alianza entre dos viudos para preservar el patrimonio, la fusión empresarial perfecta. El capitán y la administradora.
Como si fuese un homenaje póstumo al marido difunto el negocio creció hasta convertirse en un monstruo que llegaba desde Corea a la costa de Malasia, no se movía un solo barco sin que la armada de Madame Ching lo supiese y controlase. Pueblos enteros de la costa trabajaban para ellos suministrándoles víveres, y llegaron a establecer una oficina de impuestos en Cantón a la cual iban directamente los barcos que querían cruzar el mar de China para pagar la contribución exigida.
En caso de que se negasen, los asaltaban directamente.
La flota de la bandera roja creció a niveles inimaginables. Ningún otro pirata en el mundo pudo siquiera soñar un engranaje tan perfecto de pillaje y extorsión, además del mando sobre casi ochenta mil almas. Hombres, mujeres y niños distribuidos en mil ochocientos barcos.
El código de Madame Ching
Una de las claves de su éxito fue la extrema rigidez con la que comandaba sus tropas. Ella misma escribió un código de conducta con el que dirigir con mano de hierro su propio imperio marítimo. En China, a diferencia del Caribe, era común que las mujeres e incluso los hijos acompañasen a los piratas en los barcos, de esa manera no tenían que ir a tierra tan frecuentemente y durante las batallas peleaban hasta el límite para defender a los suyos, pero por eso mismo la convivencia era complicada y la disciplina, fundamental.
En la armada de la bandera roja las violaciones estaban prohibidas, al violador debía cortársele la cabeza. Cuando eran capturadas mujeres en alguno de los asaltos, en caso de que fuesen feas eran dejadas en la orilla sin hacerles nada, si eran guapas podían ser subastadas para la tripulación. Pero si un pirata compraba a una prisionera debía tratarla a partir de entonces como su esposa, con absoluto respeto y sin violencia. Tampoco estaban permitidas las infidelidades, bajo pena de muerte para ambos.
Se le cortaba la cabeza a quien desobedeciese una orden, robase del botín común o molestase a los campesinos que pagaban tributo. Los castigos eran inmediatos y no había segundas oportunidades, con esto consiguió unas tropas fuertes y más disciplinadas que el propio ejército chino.
Borges cuenta que el código de conducta fue personalmente redactado por Madame Ching huyendo de la retórica típica de la literatura de la época, en un estilo lacónico y directo, seguramente para adaptarse a su audiencia, miles de piratas que no sabía leer ni escribir. Gente simple y dura que se alimentaba de ratas cebadas, galletas y arroz, que en los días de combate mezclaba pólvora con el alcohol y se rociaba el cuerpo con una infusión de ajo, soldados que eran capaces de enfrentarse a la muerte manejando dos espadas sin soltar la pipa de opio.
La batalla final
Al emperador Qing le enfurecía pensar que una mujer estuviese controlando una cantidad tan brutal de tierra, mar, recursos y personas que le pertenecían a él. Envió su armada comandada por Kvo-Lang a atacarla y ella, lejos de esconderse, fue directa a su encuentro. La armada del emperador perdió sesenta y tres barcos con sus respectivas tripulaciones, que se unieron a la bandera roja bajo amenaza de muerte instantánea.
Borges lo cuenta así:
Casi mil naves combatieron de sol a sol. Un coro mixto de campanas, de tambores, de cañonazos, de imprecaciones, de gongs y de profecías, acompañó la acción. Las fuerzas del imperio fueron deshechas. Ni el prohibido perdón ni la recomendada crueldad tuvieron ocasión de ejercerse. Kvo-Lang observó un rito que nuestros generales derrotados optan por omitir: el suicidio.
Desesperado, el gobierno imperial pidió ayuda a las armadas inglesa y portuguesa para unirse contra aquel ejército invencible. Durante los dos años siguientes, batalla tras batalla, Madame Ching siguió humillándolos hasta que, no viendo otra salida, el imperio le ofreció una amnistía con tal de que dejase la piratería.
Ching Shih rechazó en un primer momento la idea y como buena mujer de negocios dejó pasar el tiempo, hasta que un día de 1810 se presentó sin avisar en la sede del gobierno general delCantón para discutir los términos del indulto. La acompañaban un grupo de mujeres y niños desarmados; Madame Ching se retiraba.
La amnistía y el plan de jubilación
Por si había alguna duda de que ella era el cerebro y la mano de hierro detrás de sus tropas, el acuerdo negociado con el gobierno imperial, humillante y sin precedentes, lo deja perfectamente claro.
Para alguien que en su código de conducta tenía establecido que los desertores debían ser castigados cortándoles cabeza, solo había una manera de retirarse dignamente: debían hacerlo todos juntos. Ching Shih no se presentó en persona delante del emperador para firmar su propio indulto, sino el de su armada al completo.
No podrían alegar cargos contra ninguno de sus miembros y todos conservarían todas las posesiones de sus tiempos de piratería. El gobierno también le dio dinero extra para ayudar a establecerse a los que, de sus tropas, tuviesen menos recursos.
Para Chang Pao, el que era su hijastro, marido y primer comandante, acordó con el gobierno un puesto en el ejercito al mando de veinte barcos que serían de su propiedad. Su primera misión en su nuevo cargo fue aniquilar a los que habían sido sus enemigos en nombre del emperador, una perversidad estratégica que humedece los colmillos de emoción.
A pesar de toda la crueldad y la sangre que envuelven esta historia, hay algo bello y poético en una prostituta miserable que llega a comandar un ejército y consigue doblegar al emperador todopoderoso.
Madame Ching, la pirata más brava jamás conocida, la que nunca fue derrotada y se salvó no solo a sí misma sino a todos los que lucharon por ella, pudo legalmente disfrutar de su botín, y volvió a sus orígenes como esos héroes que regresaban a su casa buscando la tranquilidad después de vivir aventuras. Se instaló en el Cantón donde montó un burdel y una casa de apuestas, allí murió plácidamente a los sesenta y nueve años envuelta, seguramente, en una narcótica nube de opio.
Excelente historia.
Fantástica, sigue así !