Destinos Ocio y Vicio

Las paredes de Hong Kong: una vida que no pretende ser comprendida

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Selfies frente a una obra en Graham Street junto a Hollywood Road, en Central.

En Hong Kong no hay bancos. De los de sentarse para descansar, me refiero. No los hay. Llevo diez días en esta ciudad y justo ahora, cargado hasta arriba y con la enésima gota de sudor deslizándose por mi espalda, me doy cuenta. Queen’s Road sigue los mismos parámetros que tantas otras calles de Hong Kong: tres carriles, aceras estrechas y vallas en las esquinas para obligar a los peatones a cruzar por donde deben. Y ni un solo banco.

Repaso mentalmente el recorrido que he seguido tras abandonar el metro en la estación de HKU: nada, cero. Voy más allá: podría haber visto alguno, hace unos días, en los jardines de Nan Lian; otro —ese sí lo recuerdo con claridad— junto a la cancha de baloncesto presidida por los balcones arcoíris de Choi Hung Estate; puede que incluso en el paseo que da al Victoria Harbour. Y sí, claro está, también los he visto en esos mastodónticos enclaves sociales que nutren la ciudad y que yo —inocente de mí— sigo denominando simplemente «centros comerciales».

Probablemente este sea el primer momento desde que llegué en el que sea plenamente consciente del ritmo endiablado que siguen las calles hongkonesas. Del caminar siguiendo a ríos de gente, del mimetizarse entre cuerpos que vacilan al ritmo de un mismo compás: derecha-izquierda, derecha-izquierda, uno-dos, uno-dos. La pauta de la ciudad me había abducido hasta ahora sin que pudiera evitarlo. Quiero bajarme de esta dinámica, descansar… pero me siento como el ciclista, sin frenos y embalado, que pedalea hacia atrás inútilmente. En Hong Kong el ritmo se te lleva por delante; al menos en la calle.

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Kristopher Ho: «Las familias chinas priorizan que sus hijos tengan una vida estable, y ser artista no es precisamente estable…».

Crece mi interés por conocer a Kristopher Ho. Contacté con él antes de venir hacia aquí, y la actitud con la que respondía los mails contrastaba ya entonces con la de otros de sus compatriotas. Por problemas de agenda tuve que pedirle —por dos veces— modificar el día de nuestro encuentro: nunca supuso un problema, todo lo solucionaba con un «Cuando te vaya bien, tío. Sin problema». No me casa con lo que veo en la esquina en la que hemos quedado: hongkoneses arriba y abajo, con ritmo decidido, como esclavos de un tiempo que nos les va a esperar. Kristopher parece regirse por otros parámetros. Lo compruebo al vibrarme el móvil: «1 mensaje nuevo de Kristopher Ho». Se retrasará un cuarto de hora más.

La esquina de Queen’s Road con el callejón Yat Fu Lane alberga un edificio de ocho plantas que contrasta con los bloques contiguos. En Hong Kong, mirar hacia arriba es presenciar una carrera de bloques de hormigón que intentan llegar al cielo lo antes posible. El que hay justo enfrente tiene veinticinco plantas; a su derecha hay uno de treinta —aunque con toda probabilidad me habré descontado—; un poco más allá, uno de color azul que pone a prueba mis cervicales. Al buscarlo por internet descubriré que se denomina The Belcher’s y que tiene sesenta y tres plantas.

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Obra que el artista italiano Peeta pintó durante la edición de 2016 de HK Walls (en Sam Shui Po).

Vuelvo la vista al frente para introducirme al espacio que acoge una de las piezas artísticas que Kristopher tiene repartidas por las paredes de la ciudad. La planta baja del edificio Yat Fu Lane recuerda a un parking vacío. Completamente abierta a la calle, las columnas son el único obstáculo que dificulta pasearse al ancho por la galería. Con motivo de la inauguración de este centro de arte, el colectivo de street artists HK Walls seleccionó seis de sus mejores creadores locales para que plasmaran en paredes, suelo y techo una obra original: el resultado me fascina hasta el punto que me incomoda caminar por encima de algunas de las creaciones. Es fácil identificar la obra de Kristopher: fiel a su estilo, ha dibujado miles de líneas con rotulador para componer un enorme pájaro. Para saber su significado aún tendré que esperar… aunque no mucho. Por ahí aparece.

Kristopher viste una curiosa combinación de pantalones negros —muy anchos— y camiseta sin mangas blanca —muy estrecha—; zapatillas deportivas de última generación y una boina negra, gruesa, nada acorde a los 31ºC —súmale la humedad— que caldean Hong Kong. Observo con curiosidad el reloj plateado que cuelga de su muñeca izquierda. Me descoloca. Aún más parado me deja el marcado acento británico de su «Hi there, mate». Sin tiempo casi para reaccionar se disculpa por llegar tarde y me pregunta si me apetece una cerveza. No recuerdo ninguna conversación insípida entre sorbos, de modo que acepto. A los dos minutos vuelve con un par de latas de Asahi.

—¿Hasta este punto llega la influencia japonesa sobre los artistas hongkoneses?

Primer sorbo.

—Siempre la ha habido. Muchas generaciones crecimos con el anime y los cómics japoneses. Ahora parece que el panorama empieza a cambiar, el estilo de Hong Kong se está diversificando. Internet nos permite saber qué es lo que sucede en Nueva York, en Berlín, en Londres.

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Una ciudadana hongkonesa pasea bajo la lluvia junto al grafiti del artista local Onion Peterman.

El modo en que pronuncia «London» —londinense como pocos— me confirma su estancia allí por al menos un tiempo. Kristopher me cuenta que sus padres lo mandaron a la capital británica para que espabilara; sus notas en Hong Kong no le presagiaban un gran futuro, él solo pensaba en dibujar. Lo hacía desde bien pequeño, desde el día en que su madre le dio un rotulador para que pintara y «estuviera quietecito un rato». Ahora es precisamente este objeto el que le permite moverse por el mundo.

Formado en Londres pero con experiencia profesional en tantas otras ciudades, Kristopher es una voz autorizada a la hora de calcular el peso específico de Hong Kong en el panorama artístico mundial. Pero sigue empeñado en descolocarme…

—¿Cómo valoras la situación del arte en Hong Kong, en comparación con otras grandes ciudades del mundo?

—Hong Kong no es una ciudad grande…

Risas por parte de los dos. Pero Kristopher mantiene la misma mirada.

—Ah, ¿no es broma?

—¡En absoluto! Hong Kong es una ciudad pequeña, simplemente tenemos una de las densidades de población más altas del planeta. Además, cuando hablo de su pequeñez no me refiero solo a las medidas de la ciudad…

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Una de las 132 obras que el francés Invader escondió por la ciudad (ésta en Yau Ma Tei).

Dirige su mano derecha hacia el mentón, acariciándose la perilla. Hace un par de gestos con la cabeza, como quien hace estiramientos para el cuello. Pone los brazos en jarra.

—Ah… Odio decir esto…

Desconozco qué busca con los ojos ahí al fondo, pero yo le miro fijamente. Gira la cabeza y al cruzarnos las miradas, levanto las cejas.

—Algunos hongkoneses son un poco estrechos de mente. Especialmente en una ciudad tan comercial, donde todo se basa en el dinero. A veces hay quiénes olvidan de qué va esto del arte, del diseño. Es un poco decepcionante.

Es pues una cuestión cultural, de cómo se entiende y se transmite el arte en una sociedad. A juzgar por sus infraestructuras y su número de habitantes, Hong Kong sería un potencial competidor en esta contienda mundial para ser referente del arte. Pero este es también un buen ejemplo para comprobar que, en algunos ámbitos, la cultura hongkonesa no difiere tanto de la china. «Las familias chinas priorizan que sus hijos tengan una vida estable… —dice Kristopher antes de dibujar una media sonrisa— y ser artista no es precisamente estable».

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El street art es especialmente popular entre los más jóvenes, quienes suelen compartir obras en sus redes sociales.

Detecto un tono de cierta resignación en su discurso. Es fácil intuir que preferiría contarme otra realidad, una que posiblemente haya vivido en otras ciudades del mundo e imagina para Hong Kong. De momento sigue cabizbajo, focalizando la mirada en el cigarrillo que lía.

—¿Quieres uno?

—Quizás luego.

Justo detrás de Kristopher, un grupo de cinco jóvenes se sacan selfis con su grafiti. No se lo hago notar, pero en la media hora que llevo aquí, la suya es —de largo— la obra más fotografiada por los visitantes. Le pregunto que qué significa. Me pregunta que qué veo. Le respondo que un pájaro, quizás un fénix —serán mis ganas que renazca el lado más optimista de Kristopher—.

—Es mi interpretación de lo que significa trabajar como creador en Hong Kong. Los esfuerzos que supone. Mucha gente cree que los artistas hacemos lo que queremos, pero no es verdad. ¡Hay tantas cosas que no podemos controlar! Ya me gustaría que fuéramos libres…

—¿Libres como un pájaro?

—Exacto. Pero fíjate en los detalles de este pájaro.

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La obra Una vida que no pretende ser comprendida, de Kristopher Ho, en la galería Yat Fu Lane.

Sus plumas son pétalos de una flor que nace del corazón —«representan la belleza del trabajo creativo»–. Sus garras, enormes, son tan puntiagudas como el pico —«en esta industria hay que tener siempre el cuchillo afilado»—. Sus patas parecen desenroscarse del cuerpo —«el riesgo de perder las ganas de hacer lo que hacemos»—. Una línea roja recorre la espalda por dentro —«es la columna vertebral, el símbolo que uso para representar la integridad de los diseñadores»—.

Crear, trabajar, persistir en una sociedad que valora más bien poco lo que haces y donde los condicionantes económicos invitan a tomar otro camino. Recordarse constantemente la razón por la que se está metido en esto. Saber que las opciones de ganarse bien la vida son inversamente proporcionales a las horas que le dedicas. Creer en ello. Saber que se tiene una responsabilidad, querer ofrecer algo interesante al público. Algo inspirador, sin querer dar lecciones. Algo que tenga un impacto, que haga reflexionar al otro. Lo cierto es que ya no se si hablo de arte o de periodismo —¿Existirán tantas diferencias?—. El caso es que en cada reflexión de Kristopher me siento más y más identificado.

—Tu obra… ¿Tiene título?

—Sí. Una vida que no pretende ser comprendida.

Y que lo digas…

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Este artículo está extraído del número 7 de Altaïr Magazine, disponible en nuestra store.

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Un comentario

  1. Es curioso, pero esa foto del karateca la hice como esperando encontrar este artículo, ¡Muy interesante! https://cestadepatos.com/2017/07/19/hong-kong-guau/

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