Arte y Letras Filosofía

La moral, las piedras y el pato

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Fotografía: Michael Gaida (DP).

Desde niños, nos enseñan que debemos hacernos cargo de las consecuencias de nuestras acciones. Como adultos, pasamos una porción importante de nuestro tiempo en evadir responsabilidades. O, mejor, deseando que no nos toque en suerte enfrentar esas situaciones.

Convivimos con la suerte. Afecta, para bien y para mal, a lo que hacemos y dejamos de hacer, y a sus efectos. También a las circunstancias que nos toca vivir, y hasta a los factores que influyen en nuestra constitución más íntima.

Suele asociarse la idea de suerte con lo que acontece contra todo pronóstico; con aquello cuya probabilidad de ocurrencia es muy baja y, no obstante, sucede. A veces se dice en este sentido que algo se debe a la suerte si pasa «de casualidad». Aunque esa percepción es muy importante, la noción que importa aquí es diferente: es la que vincula al azar con la falta de control. Se debería a la suerte, entonces, aquello que, en algún sentido, no podemos controlar.

La filosofía se encarga de este tema desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, su nombre moderno fue acuñado en 1976, cuando los profesores Bernard Williams y Thomas Nagel, en sendos artículos con título (involuntariamente, según sus creadores) idéntico, lo llamaron «suerte moral».

A grandes rasgos, se dice que hay suerte moral cuando se aplican soluciones diferentes a dos casos que son iguales salvo por factores atribuibles a la suerte. Supongamos que un sujeto quiere romper el vidrio de una ventana con una piedra que ve a su lado, en el suelo. Levanta la piedra, se sitúa a la distancia adecuada, arroja el proyectil con la fuerza suficiente contra el vidrio —porque ya lo ha hecho antes, es un vándalo experto en romper vidrios; o, mejor, digamos que es Ulf Timmermann, el legendario lanzador de bala alemán—, la piedra impacta contra el vidrio y lo rompe. Ahora pensemos en otro sujeto —para ponerle sal al asunto, digamos que es Randy Barnes, el rival de Timmermann en Seúl 88, norteamericano— que tiene la misma idea. Levanta la piedra, la arroja desde la distancia correcta y con la fuerza correspondiente, pero justo cuando la piedra está a punto de impactar contra el vidrio, sale desde detrás de un árbol un pato, pasa volando a toda velocidad y se lleva la piedra con el pico, evitando así que el vidrio sea roto. ¿Corresponde reprochar con la misma intensidad a Timmerman y a Barnes, o el primero merece un reproche mayor que el segundo?

Por hipótesis, sabemos que las situaciones eran idénticas; que la única diferencia entre el caso de Timmermann y el de Barnes está dado por un factor atribuible a la suerte, al menos en el sentido comentado de que es ajeno a la voluntad del agente, a su control: él no dominaba las acciones del pato. Y solo se debe reprochar a los seres humanos por aquello que está bajo su control. Quienes, en cambio, proponen reprochar de manera equivalente a los dos sujetos, enfatizan en que los dos «hicieron lo mismo» (y que lo que sucedió luego no puede atribuírseles, es decir, no se puede exigir que se hagan cargo del daño). Quienes afirman que debe castigárselos de manera diferenciada (generalmente, más levemente a quien fracasó), subrayan la idea de que uno (Timmerman) causó un daño y el otro (Barnes) no.

En los últimos años, parece haber una prevalencia de quienes sostienen la primera alternativa. El problema es que el razonamiento que más comúnmente se utiliza para fundar esa conclusión es un argumento inválido, que parte de una idea equivocada de «control». Por más laxa que sea esta idea, parece claro que un ser humano no es capaz, en ninguna circunstancia, de tener un control absoluto de sus acciones (ni de nada). Para eso, debería ser capaz de dominar cada uno de los aspectos que circundan a sus actos, y eso es imposible. Si se duda al respecto, piénsese que para actuar el agente tiene que existir, y que su propia existencia pudo, con mucho, estar bajo el control de alguien, pero seguro que no el de él mismo.

El razonamiento al que hice referencia sostiene que nuestras intenciones están bajo nuestro control, pero los resultados de esas intenciones, no. Así, tanto Timmerman como Barnes tendrían control sobre su intención de romper el vidrio con una piedra, y no lo tendrían sobre el resultado efectivo de lo que se propusieron hacer, por lo que les correspondería el mismo reproche. Pero esto es un error. En primer lugar, porque si se sostuviera que ellos controlaron totalmente sus intenciones, estaría faltándose a la verdad (en cuanto seres humanos, Timmerman y Barnes no controlaban nada de manera total). En segundo lugar, porque no tiene sentido decir que los resultados de sus intenciones estaban completamente fuera de su control. Parece fácil coincidir en que los resultados de lo que hacemos intencionalmente no se consideran siempre fruto de la suerte, salvo de una manera muy forzada. Afirmar lo contrario es desconocer la diferencia entre lo que hacemos y lo que sucede, e implica que no podamos atribuirnos nuestros logros y nuestros fracasos.

Por eso es que no puede sino exigirse un control parcial para responsabilizar a alguien. La pregunta que sigue es qué tan parcial ha de ser el control para que ostentarlo en ese grado baste para fundar el reproche. Y la respuesta a esta cuestión debe ser de índole normativo: quien deba (o quiera) castigar a sujetos como Timmerman, que rompió el vidrio, y a Barnes, que no lo consiguió por la intervención del pato, deberá elegir qué opción adoptar. Si aplicarles la misma medida de castigo (porque entiende que los dos controlaban de una manera equivalente, y parcial, los factores relevantes de sus acciones) o una más leve al segundo (porque sostiene que el control —parcial— del primero sobre la rotura del vidrio era suficiente para merecer un reproche más severo), sobre la base de consideraciones que deberá justificar con argumentos valorativos, no solo explicando el alcance de los conceptos involucrados.

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Un comentario

  1. Hagamos un salto de dramaticidad fingida, ya que un vidrio, en fin de cuentas es un vidrio. ?Qué castigo merecería Hitler y sus esbirros si de alguna manera aliados y rusos llegaban antes de que se pusiera en marcha el exterminio, pero los campos electrificados, los hornos, las duchas de gas, los niños y mujeres al limite de la resistencia continuaban ahí, todavía vivos? Muy bueno el artículo. Hace pensar.

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