Eros Ocio y Vicio

La dragona punk del cabaret

Fotografía: Anna Surinyach

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¿Cómo se divierte la gente en diferentes partes del mundo? Esta es la pregunta de partida del libro de periodismo internacional que acaba de publicar Revista 5W, bajo el título de Diversión, que se puede comprar aquí. «La dragona punk del cabaret» es uno de los reportajes que aparecen en este volumen de más de doscientas cincuenta páginas.

Revista 5W es una publicación de crónica y fotografía internacional fundada en 2015.

Juliette Dragon no es un apodo artístico. Es el nombre de la cabaretista punk que ha descubierto en el burlesque una forma de empoderamiento de la mujer. Admiradora de la filósofa Simone de Beauvoir, de la novelista Colette y de la modelo estadounidense Betty Page, Dragon reivindica el feminismo a golpe de purpurina.

Faltan seis horas para que empiece el espectáculo. Las chicas están reunidas en el cuarto piso de la Mains d’Oeuvres, un espacio social y cultural de Saint-Ouen, una localidad en la periferia norte de París. Ultiman el vestuario, recortan flecos a unos cinturones, pegan brillantes en unos sujetadores, cosen unos guantes. Sobre las mesas de la habitación convertida en camerino se desperdigan sombras de ojos, barras de pegamento, botes de purpurina y botellas de agua. Aprovechan cualquier rato para comer: un puñado de frutos secos, una pieza de fruta, un bocado de la tarta casera que alguien ha llevado.

Tienen a una líder. La directora, creadora y esta noche maestra de ceremonias del espectáculo es Juliette Dragon, una bailarina de cabaret-burlesque con espíritu punk que reivindica el feminismo a través de la recuperación de la feminidad. Es una mujer alta, enérgica, con un piercing que le subraya la sonrisa, media cabeza rapada y la otra media dominada por una mata de pelo rizado en estudiado alboroto.

Empiezan ahora la sesión de maquillaje, peluquería y vestuario. El proceso les lleva horas, pero al terminar son otras. Stéphanie se ha convertido en Bad Heidi, Emilie en Milly Résille, Joanna en Mademoiselle Charlotte Cilvouplee, Mélodie en Titania. Ellas mismas reconocen que los nervios disminuyen a medida que el personaje se va adueñando de ellas a golpe de accesorio.

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En paralelo se celebra el último ensayo general antes de que empiece el espectáculo. Todas las chicas, en grupo o de forma individual, van actuando ante la mirada de Juliette, que sonríe desde un taburete situado justo delante del escenario. Agita su melena despeinada al compás de la música. Se levanta de un brinco y aplaude dando grititos como una niña emocionada cuando una de ellas la sorprende. Las anima, les dedica las mejores palabras. Y al acabar cada actuación, se sienta con cada una en una esquina del escenario y les comenta lo que más le ha gustado y la parte en la que deberían mejorar. Con algunas está un par de minutos, con otras más. No mira el reloj; cada chica necesita un tiempo diferente.

La profesora aprovecha cada pausa entre actuaciones para hacer algún comentario a los técnicos de luz y sonido —«En esta parte ponle mejor un foco rojo y luego ya cambias al azul»— o repasar en su ordenador una lista musical titulada Toutes Belles #10. Suena de todo. «It’s oh so quiet» de Björk, «Fujiyama» de Wanda Jackson, «Déshabillez-moi» de Juliette Gréco y hasta «Pepito» de Los Machucambos.

Todo está listo para el inicio de la función. En los camerinos, una veintena de mujeres, entre ellas Stéphanie, Emilie y Joanna, se preparan para salir al escenario. Se ahuecan el kimono, se ajustan unas orejas de gato, se echan un puñado de purpurina en el interior del guante y se aseguran de que la pestaña postiza esté bien sujeta.

Estamos en el gran inicio de curso de la École des Filles de Joie («escuela de chicas alegres»): la primera escuela de cabaret-burlesque de Francia, que ahora celebra su décimo aniversario.

—Lo esencial del burlesque es que una baje del escenario con menos prendas de las que subió, así que cada vez que una de las chicas se quite algo tenéis que gritar mucho, y cada vez que haga un movimiento así tenéis que aplaudir mucho.

Juliette Dragon se contonea en el escenario mientras da la bienvenida al público que este sábado de otoño ha acudido a Saint-Ouen.

Diseño gráfico vs. cabaret transformista

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Juliette no oculta lo cómoda que se siente en un escenario, pero no tiene la necesidad de estar bajo los focos de forma constante. No quiere ser diva, sino inspiración y fuerza para las mujeres. Y no, el suyo no es un nombre artístico.

«Dragon es mi apellido, es mi tótem, es mi amuleto, es mi emblema. Nadie me llama de otra forma». También es un gran tatuaje que le cubre la parte alta de la espalda. Juliette es una dragona que se ha propuesto convertir el cabaret-burlesque en el arma feminista definitiva.

Nació en París pero creció en Montpellier, una ciudad mediterránea en el sur de Francia. Allí empezó una carrera dirigida a las artes gráficas, a la ilustración y a la pintura. Dibujaba sobre todo a mujeres.

En su adolescencia no se perdía ni una manifestación política ni una movilización estudiantil. «Yo era punk, anarquista». Juliette quería hacer un mundo mejor, hasta que un día, tratando de respirar bajo una nube de gas emitida por los antidisturbios, se planteó la eficacia de su activismo. ¿Cómo encontrar un arma efectiva para conseguir el cambio?

La respuesta llegó de la forma más inesperada. Juliette frecuentaba muchas fiestas rave. Descubrió las free parties y la música electrónica. Artistas de cabaret transformista la enseñaron a disfrazarse y maquillarse. «En aquella época yo era más bien un chico fallido y me lamentaba de haber nacido chica. Fueron los travestis quienes me reconciliaron con mi feminidad».

Era 1993. Juliette tenía veinte años.

Empezó a bailar con ellas y dejó de lado los lápices. «Me había convertido en mis dibujos, había encarnado mis personajes, llevaba los disfraces que yo había imaginado».

Al poco tiempo de haber empezado a trabajar, ya se había recorrido todas las salas de espectáculos del sur de Francia, y volver a París se le antojaba como la más evidente de las opciones. Con el paso de los años, Juliette se fue dando cuenta de cómo el cabaret-burlesque la estaba ayudando a aceptarse como mujer, a aceptar el cuerpo que la naturaleza la había dado, a tomar el control, a darle la vuelta y a empezar a jugar con los arquetipos femeninos. Fundó el Cabaret des Filles de Joie y empezó a actuar en salas. Tras cada espectáculo, muchas mujeres se acercaban para preguntarle dónde podían aprender a hacer eso.

«Era yo quien formaba a la mayor parte de artistas del grupo, así que propuse organizar una especie de prácticas abiertas. Fue un éxito inmediato», dice Juliette. Las clases crecieron y el número de alumnas se disparó. Había llegado el momento de ir un paso más allá. En 2008 abrió la École des Filles de Joie en la Bellevilloise, una sala de conciertos, exposiciones y reuniones situada en el distrito XX de París. Originalmente, desde 1877 hasta 1936, este espacio había funcionado como una cooperativa de trabajadores. Era también el lugar donde las sufragistas francesas se reunían para pedir el voto de la mujer. La inauguración de la escuela fue, por supuesto, el 8 de marzo: Día Internacional de la Mujer.

Todas las mujeres son alegres

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Justo una semana antes del espectáculo de inicio del curso, Juliette se sienta con tres alumnas en una terraza cercana a la parisina Gare de l’Est. Todas piden un té y una crep de chocolate, salvo ella, que escoge una de miel y limón. El camarero ya la conoce y contesta con una sonrisa a la petición. «Ni siquiera está en la carta», dice una de las alumnas. «Se la hacen especial para ella. Es la crep Juliette».

Acaban de salir de clase en un gimnasio municipal en cuya puerta esperan padres para recoger a sus hijos de las actividades extraescolares. Un edificio moderno, polivalente, aséptico, funcional, que podría estar en cualquier ciudad europea. Posiblemente el último lugar en el que alguien esperaría encontrar una glamurosa clase de cabaret-burlesque.

El día anterior hubo espectáculo, así que las bajas en clase son notables. Algunas de las que sí han logrado aferrarse a la fuerza de voluntad recompensan el esfuerzo con chocolate y una espontánea charla sobre feminismo.

Es una reunión intergeneracional. Béatrice ronda los sesenta años, Odette Marie los cuarenta y Julia los veinte. Todas residen en París, pero la primera es originaria del norte de Francia, la segunda del sur y la tercera de fuera del país. Perfiles muy diferentes que sin embargo reconocen como propia cada afirmación de la otra. El primer comentario enlaza directamente con la clase de la que acaban de salir y con un ejercicio que han aprendido para aliviar la carga de los hombros. «Es donde las mujeres tienden a concentrar la presión», dice la profesora. «Y presión tenemos mucha a diario», añade Odette Marie. «Tenemos que ser buenas madres, buenas esposas, buenas profesionales, buenas amigas, y todo manteniendo unos estándares físicos determinados», añade Béatrice. «¡Y sin olvidar el maquillaje ni perder la buena cara!», dice Julia.

Juliette Dragon asiente. Les habla de la importancia del control del cuerpo como medida para controlar todo lo demás. Y les cuenta su último experimento. En agosto acudió durante una semana a la prisión de mujeres de Versalles para hacer un taller de expresión corporal con ellas. La experiencia fue tan enriquecedora que ahora está tratando de replicarlo en otros centros penitenciarios de Francia.

La conversación se anima. Repasan la presión física y mental, pero también el acoso a las mujeres. «Hemos normalizado ir por la calle y que un tío te haga algún comentario o incluso te siga».

Son muchas.

Béatrice, farmacéutica sexagenaria, dice estar empezando a hacer lo que siempre ha querido. «De pequeña me gustaban el teatro y la música, pero en casa ni siquiera se me dejó plantearme la opción de hacer de ello una carrera».

Julia, estudiante de veintiún años, habla siete idiomas y acaba de ser admitida en la prestigiosa escuela informática 42, que bebe del espíritu de Silicon Valley. Hija de un refugiado político turco criado en el islam, no se cansa de repetir que su padre acababa de ir por primera vez a verla actuar y le había dicho lo orgulloso que estaba de ella.

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Anne, de cincuenta y tres años, es una madre de familia que necesitaba volver a conectar con su feminidad. Stéphanie, de treinta y dos, lleva unos meses haciendo malabares con su rutina laboral para poder asistir a las clases; lo único que lamenta es que su novio aún no ha ido a verla porque dice «no estar preparado para ver a su novia desnudándose en público».

Esta reacción es muy habitual. La tradición francesa del cabaret-burlesque se había quedado relegada a los espectáculos para turistas que hacen caja fomentando el cliché. «Una persona que hace estriptis sigue siendo un poco una puta en la cabeza de mucha gente que no tiene ni idea. Yo siempre tengo que explicar mi trabajo. No resulta nada evidente», reconoce Juliette.

La ignorancia lleva a convertir en sinónimos el estriptis y el cabaret-burlesque. «¿La diferencia? En burlesque lo hacemos por puro placer, no ganamos mucho dinero con esto. Es absurdo; nuestros cuerpos no se parecen nada a los de las revistas. Por eso yo lo considero una tarea feminista: mostrar cuerpos de mujeres normales que no vemos en ningún lado, y mostrar que ellas son bellas y sexis sin importar cuál sea su talla».

Por eso este cabaret inaugural se titula Toutes les femmes sont belles. Todas las mujeres son bellas. Y lo demuestran todas y cada una de las alumnas que, altas o bajas, gordas o flacas, jóvenes o maduras, hacen suyo el escenario y ganan seguridad con cada prenda que se quitan.

El cabaret tiene mucho de sátira y no necesariamente va unido al concepto pin-up de mujer pasiva, adorable y reconfortante utilizada por la propaganda estadounidense de la década de 1940. La propia palabra burlesque significa «grotesco, extravagante». En el París de las décadas de 1920 y 1930, el mítico cabaret Folies Bergère organizaba grandes espectáculos que mezclaban humoristas, payasos, acróbatas, magos y bailarinas con los pechos desnudos. «Se empezó a llamar “burlesques” a esas revistas porque eran extrañas y divertidas. Y a las mujeres se las llamó “bailarinas de burlesque” porque la sociedad de la época estaba demasiado sorprendida por aquella desnudez como para poder decir qué hacían exactamente».

Feminismo y diversión

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¿Qué pasa con las críticas que no permiten colocar feminismo y feminidad en el mismo discurso? «El feminismo de 1968 necesitaba reclamar la igualdad entre hombres y mujeres. Yo lo entiendo. Pero hoy considero mi feminismo como algo un poco diferente. Para mí, ser feminista es ser promujeres, profemenina, profeminidades en todas sus libertades. ¡No antihombres! Las antiguas generaciones de feministas se prohibieron a sí mismas ser sexis. Se negaban a ser el objeto de los hombres. A mí no me importa interpretar el papel de mujer objeto cuando tengo ganas, pero porque me considero mujer sujeto con todos los derechos», dice la dragona.

Hoy se ven cuerpos semidesnudos de mujeres en anuncios colgados por todas partes para vender perfumes, lencería, ropa… ¿Cuerpos, en plural? «¡Lo que vemos es el cuerpo de una sola mujer! Es una chica de como mucho veinticinco años, photoshopeada, que siempre es la misma. Es simétrica, con piernas largas y finas, nalgas redondas y respingonas, senos carnosos y altos, un bronceado impecable, una piel excelente, sin un lunar, una arruga o una ojera, con una cintura estrecha, un vientre plano y ni un michelín. No hay casi ninguna representación de mujeres normales, naturales. Nunca encontramos las marcas del tiempo sobre el cuerpo, la asimetría natural, las marcas de un parto, una tripa auténtica, celulitis, estrías, arrugas, michelines, vello. ¡Como si eso no existiera! ¡Es muy grave! Esto es lo que hace que las mujeres se sientan infelices, sobre todo las más jóvenes. Esto es lo que desencadena trastornos de alimentación, depresiones. Es esencial mostrar la belleza de las mujeres naturales. ¡Eso curaría a la sociedad!».

Tras volver a repasar cada punto de la escaleta con los técnicos, Juliette vuela hasta el cuarto piso. Tiene muy poco tiempo para acabar de maquillarse y vestirse, pero su cara no refleja ni un mínimo gesto de estrés. Es más: cuando termina de subir todas las escaleras —el ascensor no funciona— aún saca tiempo para preguntar a cada chica cómo se encuentra y asegurarse de que todas han comido antes de salir a actuar.

Juliette se da los últimos retoques. Vestido de flecos. Peluca tipo flapper: media melena lisa de color azabache. Collar de calaveras, como las que siempre lleva en sus anillos. El punk no se doblega ante el burlesque.

En la planta baja todo está listo. Se abren las puertas y el público llena la sala. Las luces se apagan. El humo invade el escenario. La música empieza a sonar.

¡Bienvenidas, bienvenidos al Cabaret des Filles de Joie!

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  1. Pingback: Red Corsaria #7: John Berger, mujeres punk y periodistas

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