Uno de mis pasatiempos favoritos la mañana en que abre ARCO es adivinar qué obras saldrán en los tres minutos que dedicará a la feria el telediario del mediodía. Este año todos sabíamos, un par de horas antes de llegar, que la elegida eran los retratos pixelados y retirados de Santiago Sierra, que habían protagonizado la anécdota bochornosa y viral de la mañana.
Supongo que esto fue un alivio para los periodistas encargados de cubrir la feria, porque todo el mundo sabe que el arte contemporáneo es una cosa que gravita entre el escándalo y la majadería: un episodio de censura y de torpeza de estas características cumplía todas las expectativas. Los medios generalistas realizan una labor encomiable año tras año, ofreciendo a sus espectadores nuevas excusas para la pereza intelectual. Dice Ortega que la comprensión del arte no es más difícil ahora que en tiempos de Velázquez, pero que la ruptura con la figuración y la introducción de nuevos lenguajes estéticos hizo más evidente el no enterarse de nada. O lo que es lo mismo: al ver a la infanta Margarita, a las meninas, al enano y al mastín tenemos un código comprensible (¡mira, una infanta!), aunque en realidad el cuadro no vaya de eso. El Cuadrado negro de Malévich no ofrece, de repente, un mensaje inteligible, unas figuras que se puedan reconocer, y el espectador puede sentirse insultado, porque no es capaz de captar todo el significado de una obra compleja a la primera. Como no hay nada más reconfortante que reafirmarse en un prejuicio, los telediarios cada año nos regalan dos o tres piezas histriónicas y caricaturescas, para que el «eso lo pinta mi hijo» o el «eso son gilipolleces que compran los ricos horteras» permitan a su distinguida audiencia sentar cátedra en su sofá.
ARCO (aquí se viene una obviedad) es muy distinto para los profesionales del sector que para el público en general, que puede comprar su derecho a ser espectador a cambio de cuarenta euritos de nada. ARCO es una feria, y como tal no es muy distinta a las otras que se celebran en el recinto de Ifema. En la cola para comprar algo de almuerzo estuve un rato oyendo a hablar a un tipo que venía de la SICUR, el salón internacional de la seguridad. Había visto un prototipo de un dron espía que lo tenía embelesado, y hablaba con un entusiasmo no muy distinto al de los coleccionistas de arte o el de los galeristas. Las ferias de arte son el mercado del arte, y nadie debería sorprenderse si funcionan estrictamente con la lógica este. Es un punto de encuentro para artistas, coleccionistas, críticos, comisarios y demás fauna del sector. ARCO no es una exposición, son dos pabellones llenos de estands de galerías, cada uno con lo suyo. Se va a vender y a comprar, a hacer negocios, pero también a descubrir a artistas nuevos, a saludar a conocidos que viajan con ocasión de la feria, a darle la mano a ese artista o a ese comisario cuyo trabajo llevas siguiendo algún tiempo, a ver obra nueva que se presenta aprovechando la ocasión, etc.
Reducir el arte contemporáneo al mercado del arte (a unos precios, a unas transacciones) es una simplificación estúpida, aunque es, hasta cierto punto, comprensible. Fuera de la prensa especializada es raro ver alguna reseña sobre alguna exposición que se esté realizando en alguna galería, que son el motor principal del sector. En la sección de cultura de cualquiera de sus periódicos habituales no le será difícil encontrar un comentario a las películas que se estrenan este fin de semana, a los libros que acaban de llegar a las mesas de novedades o incluso al último estreno en el teatro de la ópera, pero es muy raro ver notas a propósito de exposiciones más allá de los blockbusters de los museos. Quitando los suplementos especializados (pienso en El Cultural, en Babelia o en ABC Cultural), a los lectores (también a los espectadores) se les recuerda que aún existe algo llamado arte contemporáneo a golpe de sensacionalismo: algún cuadro que compra un jeque por una suma disparatada, aquel artista pop que resulta que tenía una negra que le pintaba los cuadros o este tipo que metió un guiñol de Franco en una nevera.
Que el arte contemporáneo quede, para el gran público, reducido a estas caricaturas explica la visión infantil que aún se tiene de él. La pieza de Sierra, que ha logrado eclipsar a toda la feria por la estupidez y la mezquindad de los gestores de ARCO, no me parece que tenga ningún interés. Una sucesión de rostros pixelados bajo el lema de «presos políticos»; para este viaje no necesitábamos estas alforjas. Pero resulta que de nuevo estamos hablando de otra cosa (la censura, un debate interesante) en vez de hablar de arte.
Como muchos otros «profesionales del sector» (¡qué retintín tan gracioso tiene este sintagma!) voy a ARCO (a las ferias) a muchas cosas: a conocer a gente, a ver el trabajo de los amigos, a hacer contactos y, por supuesto, a ver qué se cuece. Llevo un cuadernito donde anoto lo que me va interesando (carezco del talento para juzgar la calidad de una feria, que para mí son una masa informe donde hay más o menos cosas que me gustan). Si no nos hubiésemos encasquillado en la polémica de turno, quizás estaríamos hablando de los artistas nacionales que han logrado colocar su obra en los estands de la feria. O de las galerías españolas que, poco a poco, se han ido ganando un espacio. Quizás estarían corriendo ríos de tinta a propósito de la destartalada «sección del futuro» (cada año hay un país invitado y esta vez se han puesto creativos y han dado un estand al porvenir), que es una cuesta arriba verde croma con uno de los montajes más desconcertantes que se han visto en el occidente cristiano. En esta edición he visto cosas que me han interesado mucho, como los cuadros de Humberto Poblete-Bustamante y las esculturas de Lars Worm que llevaba Galería Alegría, las piezas de Fernández-Pello en García Galería, el papel de Kiko Pérez, los cuadros de Günther Förg, la instalación de Gonçalo Sena y un Helmut Dorner en Heinrich Ehrhardt, la escultura de Rodríguez-Méndez en Formato Cómodo, las piezas de Elena Alonso, Alfredo Rodríguez, Jorge Diezma o Luis Vasallo en Espacio Valverde, los cuadros de Secundino Hernández (que podían verse en varias galerías), una montaña de Herbert Brandl, la pared de cuadros de Ferrán García Sevilla, las piezas de Nacho Martín Silva, unas esculturas y un dibujo de John Castles, los dos cuadros de Antonio Ballester Moreno en Maisterravalbuena, unas piezas de Beatriz Olano, la pintura de José Díaz en The Goma, los dibujos sobre cartón de Rafa Munárriz, unas obras de Carmen Calvo…
No voy a seguir por no cansar, pero me quedan varias páginas más de cuaderno. Había más cosas interesantes en ARCO que unos retratos retirados. También había otras propuestas el año en que un vaso de agua medio vacío llenó toda la prensa nacional. Quizás sea la hora de que la prensa cultural y los medios de información hagan honor a su nombre. Con un poco de suerte iremos quitando algunos clichés de en medio, porque es complicado que a alguien se le despierte la curiosidad por algo que no sabe que existe.
La excusa elitista que utiliza el texto para justificar que el emperador está desnudo, aludiendo a una supuesta falta de entendederas del vulgo para apreciar lo que puede verse en Arco, es tan perezosa como el proceso de «creación» de artefactos como el que el propio autor tiene a bien traernos a través de la fotografía incluída en su hagiografía.
Duchamp es una tabla de salvación demasiado tentadora, supongo.
Es que el arte contemporáneo NO está pensado para que lo disfrute el vulgo, ni siquiera el vulgo ilustrado (este es el peor porque se hace preguntas y sabe cosas). Y mucho menos para que lo entienda (si es que hay algo que entender). El arte contemporáneo está pensado por y para especialistas o expertos. Estos expertos proceden de museos, fundaciones, consejerías de cultura o centros de arte contemporáneo. ¿Y cómo se consigue ser un experto en arte contemporáneo? Por cooptación entre los que se han leído dos libros (los especialistas) o más (los expertos). Y son estos especialistas o expertos los que dicen lo que hay que exponer. ¿Y quién compra (perdón, adquiere) ese arte? Los museos, fundaciones, consejerías de cultura, centros de arte contemporáneo y, last AND least, coleccionistas. De esta manera se puede prescindir del público, o sea, de la gente, ese elemento tan molesto y, sobre todo, tan antiguo. De hecho, estoy esperando con impaciencia el momento en que puedan prescindir de los artistas y se conviertan en aquel monstruo de la película de los Beatles, Yellow Submarine, que se lo tragaba todo y acababa desapareciendo porque se tragaba a sí mismo. Ese día brindaré con lo que tenga a mano.
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