Despertarse un domingo para ver a Roger Federer en una final de Grand Slam es como despertarse el día de Reyes. Como un ritual en el que no sabes qué nos traerá este partido, qué regalo tendremos para contar a los demás.
En 2009, sentada en la mesa de la cocina, gritaba a Rafa Nadal hasta perder las fuerzas. 7-5, 3-6, 7-6, 3-6, 6-2. Cinco sets en los que, recuerdo, en ningún momento dejé de gritar. Con toda la fuerza y la energía que tiene alguien con dieciséis años. Rafa ganó, grité aún más y Roger Federer lloraba. Y yo me reía de él porque cómo iba alguien a no ser de Rafael Nadal y alegrarse de las derrotas de los demás.
Nos gusta Rafa Nadal igual que gusta el «You’ll Never Walk Alone» en un intento de hacer de la cultura del esfuerzo nuestra cultura. De transmitir lo de no rendirse, no cansarse y siempre poder dar un paso más. Nos gusta Rafa Nadal, también, porque es nuestro, porque lo vivimos a gritos, porque abrazas a cualquiera que encuentres cerca cuando él gana y estará de tu lado. Nos gusta igual que nos gusta cantar a gritos con nuestros amigos los últimos hits de moda. Pero con la edad aprendes a disfrutar de un vinilo de Pink Floyd en silencio. Y a Federer se le disfruta así, en silencio, queriendo quedarte a vivir. Como una noche de viernes escuchando «Shine On You Crazy Diamond» sin salir de fiesta.
Roger Federer tiene treinta y seis años y esta semana ganó su vigésimo Grand Slam. Hace cinco años que ya era demasiado mayor, decían. Hace cinco que para qué iba uno a seguir jugando después de haberlo conseguido casi todo. Fin de la era Federer. Es difícil no rendirse a los encantos de alguien más joven tras años con la misma pareja. La tentación de lo nuevo y la sensación de que lo que tenemos no nos hará feliz nunca más. Un Roger cansado, apagado, uno más entre todos y las dudas de por qué nos habremos fijado en él si aquello solo fue bueno el principio. Una relación entre Roger y el tenis que parecía ser una crisis insalvable de los que ya han cumplido todos los objetivos y no tienen ningún motivo para seguir luchando.
Pero al final uno siempre acaba volviendo a aquello que reconoce como seguro, a dar una nueva oportunidad. Y a quién no le gustan las reconciliaciones. La suya con el tenis parece haber llegado para jurarle amor eterno y para repetirle una y otra vez que, aunque se separen, no podrán olvidarse.
Una relación correspondida. La suya con el tenis. La de la bola y su raqueta. La bola de tenis quiere quedarse para siempre en la garganta de su raqueta. O en un revés a una mano que ya hace tiempo que muchos otros hacen (Gasquet o Wawrinka, por ejemplo) pero que ninguno, aún, hace como él. Un movimiento que no te levanta del sofá sino que te hunde más en él. No vitoreas sino maldices para preguntarte una y otra vez cómo y por qué. Y la bola de tenis, como tú o como yo, no quiere salir de allí donde mejor la tratan, de las manos del que sabe qué hace, cuándo lo hace y por qué lo hace. Del que lleva veinte años en el circuito profesional y sigue mimándolo como el primer día.
Roger Federer tiene treinta y seis años y cuatro hijos, de dos en dos. Una vida resuelta y, seguro, una casa con jardín. Allí es donde debería estar: descansando al sol, yendo a la nieve los domingos, disfrutando de los documentales de después de comer, de los puzles, de los juegos de quien tiene la vida resuelta antes de los cuarenta. Pero el sofá no es apto para los que fueron considerados genios.
Si Ali se levantó contra las injusticias en lugar de quedarse dormido en el sofá a la hora de la siesta, Federer se levanta para defender también en aquello en lo que siempre ha creído: el tenis. Si no hay nadie que defienda el deporte con el estilo y la clase que lo hace él, tendrá que hacerlo él. A los treinta y seis o a los treinta y siete, porque el suizo dice que disputará Australia el año que viene, para más frustración que reto de toda una generación de veinteañeros que no ve el momento de que llegue, por fin, su turno.
Y por qué va uno a renunciar a sus aficiones. Roger no tuvo tiempo de aprender a jugar al mus porque en esa edad en la que nos saltamos las clases para pasarlas en la cafetería. Él estaba ocupado en ganar Wimbledon a los veintiuno. A los veintidós, ganando Wimbledon, el Abierto de Australia o el de Estados Unidos. A los sesenta, cuando quiera retirarse (quizá más tarde, no sabemos) Salvio y los demás abuelos del parque le llevarán años de ventaja.
Roger Federer ha ganado su vigésimo Grand Slam y aún nos preguntamos, a veces, si es humano. «La explicación metafísica es que Roger Federer es uno de esos escasos atletas sobrenaturales que parecen estar exentos, por lo menos en parte, de ciertas leyes de la física», lo describe Foster Wallace. Sabemos que Roger Federer es humano porque esta semana levantó el trofeo de Australia Open llorando y haciéndonos llorar con él, dando las gracias y asegurando que «continúa este cuento de hadas».
Esta semana Roger Federer volvió a llorar en mi televisión. Pero, esta vez, yo lloré con él. Con la felicidad del que celebra y con la pena y la incertidumbre del que escribe una tarjeta de cumpleaños a su abuelo sin saber si será la última pero con la determinación de disfrutar de cada minuto y absorberlo todo. Algún día nos daremos cuenta de que los Reyes Magos son los padres, pero les agradeceremos que nos enseñasen a creer en algo.
Curioso artículo, tiene fragmentos realmente buenos como otros q caen en lo previsible, parece escrito por 2 manos diferentes. En todo caso lo de Federer es admirable y más admirable aún q Nadal fuese capaz de ganarle tantísimas veces en su plenitud, cuando nunca tuvo su calidad. Por suerte el deporte no es sólo talento, aunq Federer vaya sobrado de casi todo.
Bonito final aunque el artículo flojea un poco: hemos leído esto cientos de veces, la historia del nadalista que le causa simpatía Roger porque «es un caballero».