Hay un rectángulo de muchos metros, cubierto de arena. Solo que a veces no es exactamente un rectángulo, ni tiene, en realidad, arena, sino tierra pisada, pequeñas piedrecitas, una mezcla más homogénea en la parte central. Hay árboles alrededor, sombra, una leve brisa que se adormece por entre las hojas. Hay unos hombres dentro de ese espacio extraño, hay una frasca de barro apoyada en el suelo y unos vasos llenos de un líquido dorado, casi transparente. Hay unas cuantas bolas, perfecta esfericidad de talla robusta, posadas aquí y allá. Y están ellos. Sobre todo ellos. Nueve erguidos, alineados en filas de tres. Y otro más pequeño, que acaba en punta. De madera, seguramente abedul, por el sonido, que siempre es diferente, que llena el aire, el mundo. Ellos. Están allí. Los bolos.
De qué hablamos
Decía Gottfried Wilhelm von Leibniz (cuando uno tiene un nombre tan rotundo hay que decirlo completo) que quien meditase sobre los juegos hallaría en ellos materia para importantes consideraciones. Y debía saber de lo que hablaba, porque este filósofo alemán se montó toda una teoría ontológica en la que el mismísimo Dios jugaba al ajedrez. Así de trascendente era, para Leibniz, el tema lúdico.
El de los bolos es un juego. Uno que, de una forma u otra, se practica desde la más remota antigüedad en todos los lugares. Impulso primigenio, ese, por derribar a distancia algo que está erguido. Quizá, incluso, un punto deicida, sí, de belicismo humanista, valga el oxímoron. Eso son los bolos.
Solo que en Cantabria son algo más.
Hablamos, claro, del bolo palma. O bolo montañés, porque es la modalidad que se juega en la zona de Cantabria que se conoce como La Montaña. Paradójicamente, la que comprende fundamentalmente valles, porque aquí somos así de chistosos. Las antiguas Asturias de Santillana, para entendernos, un espacio geográfico que se extiende desde el mar hasta la Cordillera Cantábrica y desde Rivadedeva hasta la bahía de Santander. Ese lugar.
Aquí eso tan aparentemente simple de derribar bolos con una bola se ha ido complicando, regulando, hasta extremos absolutamente delirantes.
Bien, veamos. Cada jugador cuenta con tres bolas. La primera parte del proceso consiste en lanzarlas, una a una, desde el tiro, situado a una distancia de entre catorce y veinte metros de los bolos. Pero ojo, no es solo el asunto derribar los palos, porque debe hacerse de una determinada manera. La bola ha de ir por el aire, tocando el suelo apenas unos centímetros antes de los primeros bolos. Olvídense, pues, de esferas estilo Gran Lebowski, rodando mansamente por un parqué pulido. De hecho, si cae a una distancia inadecuada, la jugada no será válida y no se podrá birlar. Igual que si derriba el primer bolo de unas de las dos filas de fuera. O si lleva un efecto que no sea el previsto para cada momento (al pulgar o a la mano, dependiendo de si la bola se revoluciona, para el jugador diestro, hacia la derecha o hacia la izquierda, respectivamente). Además, el bolo que esté en el centro de la jugada vale, en caso de derribarse en solitario, doble.
Pero aún no hemos terminado, porque hay que devolver las bolas desde la zona contraria de la bolera o corro. Birlar, lo llaman, y es ahí donde se puede ver la diferencia entre un buen jugador y uno realmente excelente. Vean, vean algunos vídeos sobre esta suerte… bien ejecutada, hay pocas cosas más plásticas.
¿Les parece exagerada tanta historia para hacer que unos trozos de madera pasen de la posición vertical a la horizontal? A Martín Lutero ustedes seguramente le conozcan por el asunto ese de las noventa y cinco tesis, que sucedió hace medio milenio y que, en realidad, nadie sabe si pasó realmente o fue un precedente de lo que se ha dado en llamar posverdad. Ya me entienden. Pero, bueno, que tuvo su importancia, vaya. Con todo, Martín Lutero hizo más cosas, porque el ocio es cosa de católicos y corrompe el alma y va fatal para el cutis. Y entre esas se encuentran nada menos que las primeras reglas escritas que se conocen de un juego donde hay nueve bolos, se lanza una bola de madera y más tarde se devuelve. En esa misma época, y ya en la península ibérica, hizo lo propio aquel sabio renacentista que fue Luis Vives. Ya ven, materia de sesudos análisis.
Una raíz casi telúrica
Seguramente los bolos sean una de las distracciones más antiguas de la humanidad. Porque lo de abatir un palo erguido con tiro certero a cierta distancia es algo casi inherente a nuestro código como especie. Ensayo militar, puro ocio, reconocimiento del bolo como tótem, como menhir, como mojón que separa jurisdicciones y formas de ver el mundo. En prácticamente todas las culturas se ha venido jugando a los bolos. De mil formas distintas, más sencillas o más complicadas. Pero aquí, en Cantabria, ese juego ha llegado a una incardinación casi telúrica con el espíritu, con la misma forma de ser de una sociedad. También, como vimos, se han intrincado hasta extremos inimaginables las reglas…
Orígenes que se hunden, pues, en la oscuridad del tiempo. Unos hablan de simbología celta, otros de raíces romanas, griegas, árabes. No importa, es empeño común el derribar peones desde lejos, uno que encontró en este septentrión tierra fértil para prender con fuerza. Cántabros fueron los primeros europeos que jugaron a los bolos en América. Fue en Lima, año de 1535, según podemos leer en las Tradiciones peruanas. Aunque, viendo los apellidos de los allí presentes (Pedro de Limpias y Juan de Escalante, que compitieron con Pedro de Alvarado y el propio Pizarro), posiblemente adoptasen la modalidad de pasabolo trasmerano, o a ruedabrazo. Un siglo más tarde, Lorenzo Niño, párroco en el monasterio de El Escorial, se asombra de la afición que por este juego tienen los canteros llegados desde Trasmiera.
Con todo, era pasatiempo no bien visto por las clases altas de la sociedad. Demasiado arcaico, demasiado rústico, demasiado alejado de la pompa, la Corte, lo esnob (siempre han existido esnobs, claro). Los pisaverdes odiaban los bolos, vaya, seguramente porque les recordaban a cuando ellos aún tenían callos en las manos. O, peor aún, les mostraban con claridad la enorme cantidad de personas que no eran de su clase. Demasiadas, por supuesto. Una inmensa fuerza, un peligro potencial. Igual por eso la aún villa de Santander prohibió, con bando fechado en junio de 1627, jugar a los bolos en sus calles. La multa para quien incumpliese tal mandato era de doscientos maravedís. Por contextualizar, ese mismo año un pellejo de carnero se podía comprar por unos cincuenta maravedís, cinco kilos de endrinas costaban más o menos cien y un cántaro de vino, unos dieciséis litros, salía por esos doscientos de la multa. Ah, el jornal diario de un jornalero en estas tierras del norte era de unos ciento treinta maravedís.
Se ve que era, pues, amenaza severa. Que pendía, eso sí, solo sobre los hombres, ya que las mujeres tenían completamente prohibido jugar a los bolos. Ni en Santander ni en ningún sitio, que esto era cosa de varones, como lo de acudir al concejo o mamarse en la taberna. Hay varios pleitos documentados entre los siglos xviii y xix que relatan problemas derivados de hembras rebeldes que jugaban en los corros pese a estar ello, como bien sabido es, excluido de las cosas propias de su sexo. Pasa, por ejemplo, en Puente San Miguel, o en Quijas. A veces las muchachas, ya completamente metidas en su personaje contestatario, se lían a hostias con quienes intentan que no continúen en la bolera. Ramalazos de una sociedad que encerraba a las mujeres en cocinas de jilas y cuentos, y que duró más de lo que muchos quieren contarnos.
Ya a finales del siglo xix el tema de los bolos se empieza a regular más. Surgen los primeros desafíos entre localidades (siempre con Torrelavega y Santander a la cabeza, claro). Habrá en 1919 una Federación Bolística Montañesa (integrada casi en su totalidad por republicanos de esos que sufrirán futuro desgraciado años más tarde), un Campeonato de España y un Campeonato Regional (ambos en 1941, el segundo ganado por Rogelio González, el Zurdo de Bielva, personaje casi prototípico que es en sí mismo una novela) o una Liga de Peñas (1957). Más tarde llegarán las vacas gordas, las televisiones, los contratos que sorprenden a cualquiera fuera de Cantabria. Pero eso ya es otra cosa, diferente. Distinta. Que huele menos a niebla, a humedad, a musgo disfrazado de erizo. A bosque convertido en bolera.
Simbolismos: de madera y viento
Es un juego, pero es más que un juego, claro. Una forma de hacer las cosas, una cadencia dulce, pausada. No son frenéticos, precisamente, los bolos. Exigen concentración particular, un tiempo para pausar la respiración, un caminar moroso por el corro. Ritmo de pequeñas poblaciones, de ese que juguetea a ser metáfora de campañas agrícolas, de subidas del ganado hasta los puertos más altos. Donde el discurrir de los días, de los meses, va anticipando magras victorias sobre los envites de otro invierno más. Así, eso mismo, son los bolos en su lento rumorear.
Y el espacio, la pequeña bolera rodeada de árboles, diminuto claro entre las montañas, dirá Cossío. Jugar en el bosque y con el bosque, con elementos tallados directamente en madera, nueve troncos que pueden caer, pero jamás todos juntos, que dejó escrito Pick. Hace años la Universidad de Cantabria hizo un estudio donde se demostraba la imposibilidad física de derribar todos los bolos de una sola tirada. Siempre quedará pinado, al menos, uno. Enhiesto. Como la propia foresta. Refugio llano de corro, pues, sin cuestas, sin pendientes, escajos o soplaos. Lugar de ritos de paso, donde los niños llegan a ser mozos cuando les dejan jugar con los mayores, tornan en hombres al mejorar su técnica. Amable, sí, opuesto pero no enfrentado a la religiosidad. Tradicionalmente las boleras estaban situadas a pocos metros de los templos católicos, como si fueran dos construcciones análogas, las dos caras de ese Jano que tanta toponimia ha dejado en Cantabria. La misma tierra donde, en pleno siglo xvii, los jesuitas se quejaban de que en algunos pueblos los fieles aún obligaban al sacerdote a decir la misa fuera de la iglesia, bajo un roble o un tejo. Paganismo adoctrinado por el tiempo, eso son también los bolos.
Simbolismo ligado, igualmente, a la superstición, a ese intento de influir en los poderes ultraterrenos a través de amuletos, de interactuaciones con el mismo entorno. La creencia de que la jugada será mala si el viento tira los bolos. La maldición lanzada a otro jugador esparciéndole ceniza por la espalda o dándole la mano con el pulgar recogido. Y al revés. La búsqueda de la suerte, el sortilegio que garantiza la victoria. Llevar un ojo de murciélago en la mano derecha. O, sacrilegio supremo, jugar con bolos hechos de madera proveniente de un cadalso. Tallarlos poco a poco, con mimo, y después dejarlos dormir una noche bajo el altar mayor de una iglesia, escondidos por el mantel. Palos mágicos con los que no se falla nunca. Nadie sabe si alguna vez se llegó a hacer esto. Pero la idea, la certeza, está ahí.
O, más aún, los bolos como representaciones de lo telúrico y lo celeste, de lo divino y lo humano. Para Jacob Grimm los bolos son ídolos paganos que al derribarse representan el triunfo de la sacrosanta religión cristiana sobre los antiguos cultos. Claro que, como esto lo decía mientras rescataba (de aquella manera) relatos casi olvidados llenos de simbolismo silvestre, pues su afirmación parece que tiene un punto irónico. O cínico, al menos.
Y, en fin, el cielo. En algunos sitios a la Osa Mayor se la conoce como «la resma de bolos» o «la caída de bolos». La tierra y el firmamento, así arriba como abajo. Esas cosas que igual no significan nada, pero que importan. Vaya si importan.
Hablando un lenguaje propio
Y, sobre todo, el lenguaje. Porque nombrar algo es rasgar para siempre el tejido de la realidad. ¿Por qué así y no de otra forma? Y, como por arte de magia, a lo que antes fue anónimo ahora se le pone aspecto de su nueva denominación. Y es el mundo un lugar diferente, uno donde han aparecido alquimias nuevas, taumaturgias antiguas que llevaban eones latentes.
Así, de esa forma, ocurre. Quienes juegan al mismo tipo de bolos, dirá José María de Cossío, hablan igual. Un lenguaje propio, ajeno a cualquier otra manifestación de la realidad. Riquísimo, abundante y musical como son siempre las palabras que se les caen del alma a los pueblos. Un lenguaje que se derrama, borboteante, como el retinglar de los propios palos cuando entrechocan los unos con los otros para regalar una buena jugada. Ese sonido, ese en concreto. Si lo ha escuchado alguna vez, seguro que lo recuerda.
Empezando por el tiro y el birle, los lanzamientos a la mano o al pulgar (y los jugadores manistas o pulgaristas, dependiendo de su especialidad). Si la bola no llega hasta la mínima distancia requerida desde el tiro, será corta de fleje o morra, sumará cero y no se birlará. Ese fleje es una banda de metal dispuesta unos centímetros por delante de la caja, el lugar donde están pinados (o armados, o plantados) los nueve bolos. Si el bolo que cae antes es el primero de las dos filas exteriores, habrá un caballo, si no derriba ninguno, la bola será blanca. Si esa jugada fatídica, ese rodar entre calles sin premio alguno, ocurre desde el birle, se llamará conejo.
Hay más, cómo no. Al palo del medio le dicen la panoja (que es como se conoce aquí a las mazorcas de maíz). La diagonal de los bolos se llama castro, la fila se denomina, también, calle. El jugador que deja las bolas cerca de la caja será chuchero, y se cuenta que «tira del cordel», o que arregla bien para que el birle quede al socuello de la madera, cómodo y calentito. Cada tiempo en los que se divide una partida por equipos es un chico, y cada conjunto, compuesto de cuatro jugadores, es una cuadrilla. Existen bolas quedas, que son aquellas que no superan una determinada raya, marcada por uno de los contendientes (el otro manda en el tiro, decide desde qué metros habrá de lanzarse). El tema de las rayas es complicadísimo, con mil y una reglas más cercanas a un Ciprianillo que a lo que podría parecer sencillo entretenimiento rural. Hoy es el día en que algunos aficionados de los viejos, de los de toda la vida, aún se sorprenden cuando ven en las boleras poner ciertas rayas extrañas o poco habituales…
Y, claro, la jugada suprema. El emboque. Pregunten en Cantabria, paseen por sus calles. La palabrita aparece aquí y allá. La bola que vuela, que viene en el aire girando sobre sí misma. Que tira el primer bolo de la fila de en medio, haciendo un estacazo, y desde allí se encrespa, se vuelve loca y, con nervios de ardilla, escuadra hacia la derecha o la izquierda (la mano o el pulgar) en dirección al bolo diminuto, al décimo, al más adornado, al que tiene la más particular forma. Rodando veloz sobre el cutío bien arreglado con badillo y paciencia. Y lo derriba, derriba al pequeñajo. Emboque. Puntuación superior, de diez, de veinte, de cuarenta. Y, sobre todo, la sensación de haber visto magia por un breve instante. La carambola más complicada, la más asombrosa. Esa que, desde fuera, parece imposible de lograr, matemáticamente inaceptable, geométricamente caprichosa. El jugador que emboca es, siempre, el querido, el deseado. Por imprevisible, por, sí, genial. El fogonazo que deslumbra y deja pequeños fosfenos amarillentos en las pupilas aun después de cerrar los párpados. Eso, y no otra cosa, es el emboque.
¿Quieren una última vuelta de tuerca surrealista, un toque más de realismo mágico, de unión entre lo tradicional y lo moderno? Ese bolo pequeñito, el cantarín que hace emboque, se llama cachi. Y también son cachis en Cantabria los vasos grandes de plástico, casi un litro de veneno verbenero, que se consumen llenos de bebidas alcohólicas en fiestas y derrumbes. Se suelen trasegar de vino malo y Coca-Cola. Calimocho, vaya. Minis, creo que los llaman por ahí fuera. Pero aquí no. Aquí son cachis.
Porque los fonemas resultan, solo, juguetes infantiles en los labios de quien los va engarzando. Y quedan, así, retinglando por entre las paredes del silencio. Con sabor a bebidas de madrugada cubiertas con estremecer de luna y temblor de bosque. Con sonido de madera que choca entre sí. Y el grito sordo, el mirar admirado.
Emboque, dice alguien.
Precioso artículo. El sonido de los bolos al caer, así como el del picar el dalle, son los sonidos de la felicidad.
Genial! Espero que el autor se anime con esa novela sobre el Zurdo de Bielva. Los bolos están pidiendo a gritos nueva literatura…
Tú da tiempo…jajaja
Gracias a todos por leer…este tema tiene algo de personal para mí…
Bonito artículo.
Hay más clases de bolos. Creo que la más `peculiar sería los bolos de Tineo o Celtas. Resumiendo mucho… La bola es de piedra, y se lanza mientras el jugador salta desde un poyo hacia un agujero en el suelo. Los bolos son 20, pequeños, en hilera. Y la mejor jugada es conseguir que alguno de los bolos salte un muro de 6 metros de alto, a 30 metros de distancia…
Ni te imaginas cómo me gustaría ver eso en directo. Y sí, hay tantas clases de bolos como pueblos, casi. Decía Cossío que «quienes juegan a los bolos igual hablan el mismo lenguaje», mezclando distintos elementos etnográficos. Yo tengo estudiadas cosas sobre eso en relación a viejos caminos históricos…
Ah, gracias por leer
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