Se ha llamado Oslo en dos ocasiones, y también Cristiania y Kristianía, de ambas formas. Otras tantas veces se ha quemado, una vez tanto que la reconstruyeron, pero en otro lugar. Ha sido una ciudad eclipsada por otras dos (Bergen y Trondheim) en un país eclipsado por otros dos (Dinamarca y Suecia). Sus moradores la llaman Tigerstaden, la «ciudad de los tigres», o la «ciudad-tigre». Y no por algo bueno. Bjørnstjerne Bjørnson comparó la capital noruega con eso mismo, con un tigre, en uno de sus poemas más recordados. Era hosca, decía, implacable y fría. Y suele decirse que aquello no constituía una exageración entonces, en 1870, cuando su crecimiento descontrolado hizo de Oslo uno de los lugares más peligrosos de Europa. Escuche esto: de 1814 a 1900 pasó de ser un pueblito con diez mil almas a una urbe de doscientas treinta mil. Y en 1946 la población creció de golpe un 46 %, al anexionarse el municipio adyacente de Aker. Hoy los oslenses son seiscientos treinta mil, millón y medio si se cuenta el Gran Oslo, y uno de cada cuatro (repetimos: uno de cada cuatro) es extranjero. Una vez más, Oslo es una de las ciudades que más crece en Europa.
Y eso marca, vaya si lo hace. En el siglo XVII, durante uno de sus estirones, Oslo perdió la madera y los tejados de paja, entre otros materiales inflamables; en el XIX, durante su gran boom industrial, adquirió un bosque de chimeneas y un mar de ladrillo rojo de Grünerløkka, el antiguo barrio obrero; y durante su expansión en el siglo XXI el urbanismo de Oslo también está adquiriendo algo nuevo. Esta vez son superficies lisas, aristas sinuosas y los frecuentemente denominados «materiales poco convencionales». Silogismo: en nuestro tiempo nada viste la prosperidad como la arquitectura contemporánea, y Noruega es un país muy próspero. Cuando se completen algunos de los nuevos edificios previstos en el fiordo de Oslo y el centro de la ciudad, esto será una de las nuevas mecas arquitectónicas de Europa.
Eso sí: le recomendamos que no espere. Y por eso le proponemos un recorrido ahora, cuando aún faltan algunos de esos proyectos pero todavía pueden conocerse otros edificios que, pese a ser razonablemente modernos, seguramente no sobrevivan a la adolescencia arquitectónica de Oslo, a la que le quedan todavía tres o cuatro años, a lo sumo un lustro. Si tiene la suerte de visitar la ciudad antes, no se pierda estas cinco maravillas.
Su templo al sol
Es el principal museo de arte contemporáneo de Noruega, pero por su orientación exacta hacia el ocaso casi podría ser un templo inca. El complejo del Museo Astrup Fearnley, ubicado al final del paseo marítimo de Oslo, en la punta de Tjuvholmen, consta de dos edificios separados por un amplio canal de agua que se abre hacia el sur, hacia el mar. Este canal refleja generosamente los colores de la puesta de sol durante todo el año, pero es en invierno cuando el efecto constituye un espectáculo casi místico: el astro se asoma con precisión a través del hueco, se refleja con brillantez sobre el agua y proyecta un haz de luz amarillenta sobre el paseo marítimo.
Renzo Piano hizo un uso eficaz de la luz solar, eso no se puede negar, pero tenga presente esto: es también política. Y la prueba puede encontrarse en el stand de postales de cualquier tienda para turistas del país, empezando por la del propio museo. Si de algo están orgullosos los noruegos, además de su salmón, sus costas resquebrajadas y sus bosques de coníferas, es de su cielo extravagante. Y no es para menos. Noruega tiene auroras boreales, tiene sol de medianoche —en el archipiélago de Svalbard el astro no desaparece del cielo entre el 18 de abril y el 25 de agosto— y tiene los crepúsculos más prolongados del continente europeo. Y Oslo, en particular, con su amplio fiordo abierto hacia el sur, experimenta un resol hermoso y singular del que sus habitantes presumen mucho. Piano no lo pasó por alto cuando diseñó este edificio, inaugurado en 2012, y cuyo efecto replicó en el recientemente inaugurado Centro Botín de Santander (en otra bahía orientada hacia el sur, de las pocas que tiene la costa atlántica de España). Mención aparte merece la colección permanente del museo, con originales de Jeff Koons o Damien Hirst, entre otros.
Por cierto: tan pronto como en 2020 está prevista la inauguración de la nueva sede del Museo Nacional, con diseño de Kleihues + Schuwerk Gesellschaft von Architekten, en este mismo paseo. Y la nueva (y controvertida) sede del Museo Munch, de Juan Herreros, también cercana al Astrup Fearnley. Si la colección de arte moderno de Oslo se reseña frecuentemente como una de las más completas de Escandinavia, su complejo de pinacotecas pronto será uno de los más ambiciosos del mundo.
Su zigurat de hielo
Si en alguna ocasión se ha podido justificar el recubrimiento de un edificio con mármol de Carrara, tuvo que ser en esta. Su blancura excepcional y su veteado tan sutil obran la ilusión perfecta, particularmente en invierno, cuando la bahía de Bjørvika queda helada y adquiere el mismo color y la misma textura que el edificio que emerge de ella. La Operahuset, por su nombre en noruego, parece un gigantesco iceberg encallado en el fiordo, empotrado contra el barrio portuario de la capital. La mala noticia es esta: costó quinientos veintiocho millones de euros al contribuyente noruego, un contribuyente tradicionalmente quisquilloso con esta clase de detalles. A cambio, eso sí, obtuvo un edificio hermoso, ultramoderno, público y literalmente accesible desde cualquiera de sus esquinas. Tan decididamente noruego que casi constituye una metáfora nacional.
Con frecuencia, los edificios ingeniosos y practicables no son hermosos, y los edificios hermosos lo son a expensas del concepto funcional. La Ópera de Oslo, que granjeó al estudio Snøhetta el premio Mies van der Rohe en el año de su inauguración, 2008, constituye una feliz violación de este principio. A este edificio no solamente se entra, también se sube. Y no por escaleras, no; por sus fachadas inclinadísimas, o quizá corresponda decir que por sus cubiertas descendentes. O rampas, porque eso tiene en lugar de una cosa o la otra, al menos si se tienen que definir por su función. Oslo no perdió con su Ópera ni un solo centímetro de suelo practicable, al contrario: hoy no hay paseo por la ciudad que no discurra por la cima de este zigurat con aspecto ártico, que goza de una de las mejores vistas de la capital. Y hasta sus aseos (accesibles para cualquiera por su titularidad pública) se han convertido en una pequeña atracción turística. Detalle tonto: se suele decir que son los baños públicos más lujosos del mundo. Si no lo son, andan cerca.
Incluso si no acude a ningún espectáculo en la Ópera, le recomendamos encarecidamente la visita guiada. Las hay todos los días, en noruego y en inglés, por cien coronas (unos diez euros), y van desde los auditorios y la famosa lámpara de araña de ocho toneladas a los estudios de ensayo o el departamento de carpintería. Lo más interesante, sin embargo, es conocer de viva voz el propio funcionamiento de esta institución pública, que en un país como Noruega es información tan relevante como la procedencia de la madera de roble. Un anticipo: los propios guías de estas visitas son, con frecuencia, artistas de cierta edad, que después de su retiro siguen trabajando en la Ópera. También lo hacen como instructores, tramoyistas, acomodadores e incluso personal administrativo o en los departamentos de producción. Con esta política de reciclaje profesional la institución garantiza un futuro a los artistas que antes se retiran (en particular bailarines y músicos) en el tramo de edad que llega hasta su jubilación efectiva, fomentando entre los oslenses la vocación por las disciplinas interpretativas. Olvide los museos: si hay algo parecido a una visita guiada por la forma noruega de hacer las cosas, tiene lugar todos los días a mediodía en la Ópera de Oslo.
Su ciudadela de hormigón
«Distrito gubernamental», «Edificios del Estado», «Complejo estatal»… Traducciones tiene muchas, todas imperfectas, pero seguro que lo entiende: el Regjeringskvartalet aglutina varios edificios del Gobierno noruego, incluyendo la oficina del primer ministro y los ministerios principales. O lo hacía, dicho con más precisión, hasta el 22 de julio de 2011, fecha en la que la mayoría se trasladaron oficialmente por causas de fuerza mayor. El nombre del responsable le sonará, lamentablemente: Anders Behring Breivik.
El edificio del Gobierno, entonces presidido por el laborista Jens Stoltenberg, fue el objeto del primer ataque que perpetró en aquella fecha, donde una bomba mató a siete personas, hirió a más de doscientas y dañó severamente la estructura de varios edificios; poco después, en la isla de Utøya, Breivik asesinó a tiros a sesenta y ocho personas más e hirió a ciento diez, principalmente miembros de la división juvenil del Partido Laborista. La mayoría de sedes oficiales que abandonaron entonces el complejo del Regjeringskvartalet no han regresado, y seguramente no lo harán. En una encuesta pública celebrada en 2013, el 40 % de los vecinos se mostró a favor de demoler íntegramente los edificios, frente al 34 % que apostaba por repararlos y conservarlos. El problema es prosaico: son feos. O se lo resultan a muchos. Demasiado hormigón para este siglo, demasiada influencia soviética para una de las democracias ejemplares del mundo. Y el Regjeringskvartalet, para colmo, se ubica en uno de los nudos más abarrotados de la ciudad, asediado por viaductos desangelados, espacios impracticables y túneles que discurren peligrosamente cerca del complejo, expuesto sin remedio a ataques terroristas como los del 22 de julio.
El Regjeringskvartalet, eso sí, tiene a su favor a muchos urbanistas y arquitectos, que lo consideran justamente un conjunto principal del modernismo noruego de los sesenta y setenta y el fruto de toda una era cultural, amén de la magna obra de Erling Viksjø. Y tiene también un aliado sorprendente, cuando menos: Pablo Picasso. El Bloque H y el Bloque Y, denominados así por la forma de su planta, contienen cinco de los murales más grandes del artista malagueño, también los primeros que hizo en hormigón. Y estos murales, con mucho lo más valioso del complejo, se han convertido en el auténtico objeto de controversia. Se ha decretado ya oficialmente su retirada de ambos bloques y su traslado a otra ubicación, pero si no se ha ejecutado aún es porque la maniobra entraña grandes dificultades logísticas. El de mayor tamaño, El pescador, que ocupa una de las fachadas exteriores del Bloque Y, figura desde 2015 en la lista de patrimonio cultural amenazado que elabora la organización Europa Nostra.
Antigualla o no, feo o no, el Regjeringskvartalet es toda una rareza. No se la deje si tiene ocasión de visitar Oslo pronto; seguramente sea la última ocasión que tenga.
Su catedral de la paz
Otro edificio moderno, que no contemporáneo. Pero no sufra: este no corre ningún peligro. Aunque solamente sea porque aquí es donde se entrega cada año el Premio Nobel de la Paz. Y no, no hay excusa para llevarse sorpresa. De esto se lamentan mucho los oslenses: ciento veinte años de galardones y fuera de Escandinavia todavía no ha calado la noción de que Suecia reparte todos menos uno, el de la Paz, que entrega Noruega. La razón: en tiempos de Alfred Nobel, y hasta 1905, ambos países formaban una unión personal (una fórmula política en virtud de la cual dos naciones comparten un único jefe de Estado, en este caso, el monarca sueco). Y fue un deseo expreso de Nobel que el premio a la paz, a diferencia de los demás, fuera resuelto por el Storting, el parlamento noruego. Las razones específicas se las llevó a la tumba.
El ayuntamiento de Oslo, ubicado frente al mar en Pipervika, uno de los barrios históricos del Sentrum oslense, acoge la ceremonia de entrega desde 1990, y los noruegos consultados a este efecto coinciden: pese a sus hechuras toscas, el protagonismo del ayuntamiento en el acontecimiento más relevante que celebra el país no debe extrañar. Este edificio es uno de los más apreciados por los vecinos, aunque las razones no sean evidentes para los foráneos. Contexto: en la década de los setenta Noruega descubrió inmensas bolsas de petróleo bajo su jurisdicción territorial en el mar del Norte, y desde entonces experimenta un meteórico crecimiento económico que ha venido acompañado de bienestar, riqueza y, sí, arquitectura puntera. Pero el ayuntamiento de Oslo se proyectó en 1933, cuando Noruega era todavía el primo pobre de Escandinavia y algo tan prosaico como el vino y las verduras eran productos de importación inasequibles para una gran mayoría. Digámoslo así: para muchos noruegos, este edificio, ultramoderno para su época pero de acabados austeros y revestido con un material tan modesto como el ladrillo, es la demostración efectiva de que la vocación progresista y moderna de la nación se remonta a antes del petróleo. Y su construcción, además, se vio interrumpida por la invasión alemana durante la II Guerra Mundial, de modo que el ayuntamiento, inaugurado finalmente en 1950, acabó convirtiéndose también en símbolo de la resistencia.
Por fuera impresiona, pero no conquista: es una mole cuadrangular con dos torres de sesenta y cinco metros, poco más cabe reseñar. Es dentro donde brilla por sus inmensos espacios diáfanos y, sobre todo, sus grandes murales, firmados por Henrik Sørensen y Alf Rolfsen, que representan desde reyes y santos hasta escenas del movimiento obrero y a los héroes de la resistencia. La entrada, gratuita, incluye un recorrido por el majestuoso salón principal y otros espacios adyacentes, como el salón de banquetes. Si solo puede ver un edificio en Oslo, háganos caso: que sea este.
Su distrito del futuro
Más que otra cosa, el Barcode (del inglés «código de barras») fue un proyecto para dotar de skyline a una ciudad a la que, según muchos, ni siquiera le corresponde. En Oslo los edificios son bajos, como en toda Escandinavia, y no solo por tradición: también porque conservan mejor el calor y no obstaculizan el paso del sol. A su favor se arguyó que los bosques que lindan con la ciudad (dos terceras partes del municipio, protegidos por leyes que impiden la edificación) están verdaderamente a salvo solo si Oslo empieza a considerar el crecimiento hacia arriba, particularmente en el centro. Es un debate antiguo que por una vez en este país ganaron los verticalistas, y no solo por razones arquitectónicas. Estos doce pequeños rascacielos forman parte del plan Fjordbyen (ciudad Fiordo, en noruego), el ambicioso proyecto urbanístico y cívico que articula la transformación de la fachada marítima de la ciudad y que comprende, además de edificios ya inaugurados, como el de la Ópera, los nuevos museos Nacional y Munch y la nueva Biblioteca Deichman. Todos públicos, todos de proporciones titánicas. El Barcode es la única porción consagrada a las superficies comerciales y de oficinas.
Tradición aparte, el Barcode suele considerarse un éxito y constituye una visita recomendable para el turista. Los doce edificios diseñados por MVRDV Rotterdam y los estudios noruegos DARK Arkitekter y A-lab, de diferentes alturas y anchos, consiguen conservar la homogeneidad y constituirse en un pequeño distrito de aspecto futurista; además, se ordenan en una sucesión que alterna calles amplias (de ahí su comparación con un código de barras) previstas para garantizar la luminosidad. Si pasa algunos días en Oslo, es probable que lo acabe visitando sí o sí, aunque sea de noche. Pese a que el Sentrum todavía retiene a los clubs y bares más visitados de la ciudad, en el Barcode se pueden encontrar algunos de los restaurantes más recomendables (muchos de ellos, más asequibles que los del paseo marítimo).
Y si prefiere una visita alternativa, ahí está el Akrobaten (el acróbata). Se trata de un viaducto peatonal de doscientos seis metros tendido entre las zonas de Grønland y Bjørvika que lleva de la estación de trenes central a los mismos pies de la Ópera atravesando las vías y el propio Barcode, que así puede conocerse desde las alturas. Es uno de los puentes más famosos de Oslo, uno de los pocos que tiene. Y aunque su aspecto se ponga en cuestión frecuentemente, no puede decirse que desentone; si se va a atravesar uno de los barrios más ultramodernos de Europa, qué menos que hacerlo con seiscientas cincuenta toneladas de acero. Las vistas, eso sí, son magníficas, en particular al desembocar en el fiordo. Y en 2018 conviene ya hacerse a la idea: aunque no fuese así en el pasado, a Oslo, ahora, también se va por las vistas.