En la película recientemente estrenada El arte de la amistad (Final Portrait), con guion y dirección de Stanley Tucci, se reproduce de manera fiel el libro Retrato de Giacometti, escrito por James Lord, donde se da cuenta de los dieciocho días que el artista dedicó a pintar el retrato del autor, algo que en principio no debía ocuparle más que unas cuantas horas.
Tanto el libro entonces, cuando fue redactado en 1964, como ahora el film, presentan la feliz tragedia de la creación, la íntima contradicción de quien, mientras pinta —o escribe o esculpe o danza o compone—, se ve obligado a hacer declaraciones como las siguientes: «Hay que destruirlo todo. Tengo que volver a comenzar de cero», «No puedo reproducir lo que veo. Para ser capaz de hacerlo, tendría que morir», «Creo que debería abandonar la pintura definitivamente», «Un verdadero amigo me diría que debería dejar de pintar para siempre», «He estado perdiendo el tiempo durante treinta años», «Nunca encontraré la salida. Esto es un infierno».
La pulsión artística es contradictoria desde su mismo origen. El impulso de dar al mundo lo que parece faltarle —lo que le falta para cuadrar, para cerrar, para ser comprensible, para explicarnos— es un impulso que se sabe inútil ya desde su nacimiento. Podríamos decir que es esa imposibilidad la que de verdad conforma la esencia de la creación: ni su origen ni su resultado sino ese calvario, esa peregrinación cuya única voluntad o misión es existir, seguir existiendo.
Es por ello que difiere tanto de lo que podríamos llamar fabricación, justo lo que más abunda actualmente en el mercado de las distintas disciplinas que llamamos artísticas, ya sean las artes plásticas, el cine, la música o la literatura. Quien se entrega a la fabricación no lo hace para intentar ofrecer al mundo lo que al mundo le falta sino para que el mundo le ofrezca lo que le falta a él/ella. En la fabricación existe un objetivo que está más allá —o más acá— del arte en sí: dinero, fama, poder, reconocimiento. Justo por tal motivo, ahí la desesperación no proviene de no conseguir la obra sino de no conseguir los resultados que se quieren obtener mediante la misma. No se sufre en el proceso sino al descubrir que el medio —en la fabricación la obra es solo un medio— no sirve al fin planteado.
Giacometti no tiene interés alguno en la fama o el dinero. No concibe el arte como un medio sino como un fin en sí mismo. Dice en un momento dado, según narra James Lord: «A veces resulta muy tentador quedarse satisfecho con lo que es más fácil, sobre todo si la gente te dice que es bueno». En un instante del film recibe como pago un fajo de unos cuantos millones, extrae apenas un par de puñados de billetes, envuelve el resto y lo lanza desinteresado a un rincón del caótico estudio en el que, confiesa, hay tirados varios paquetes más de dinero, que desde hace tiempo no consigue localizar.
¿Qué tortura entonces al artista, cuando ya ha obtenido el reconocimiento y una de las formas de demostrarlo, es decir el dinero?
Giacometti se enfrenta a la sensación de no alcanzar jamás lo que busca. Afirma: «Si alguien pudiera pintar lo que yo veo sería maravilloso y yo podría dejar de pintar para siempre».
Si alguien pudiera crear la obra que imaginamos, aquello que vemos y necesitamos contar a los otros, nuestra misión estaría a salvo. La creación implica entregar al mundo lo que todavía no existe. Ni el propio artista sabe a qué se refiere mientras avanza a ciegas hacia su obra, pero reconoce, cada vez, que todavía no lo ha conseguido. Y sigue adelante, aun a sabiendas de que nunca va a alcanzar por completo su cometido, la obra que le permitiría descansar al fin de esa especie de deuda moral que es el arte, un acreedor que jamás se sacia.
Y esa incapacidad para conseguir lo que en el interior del artista se muestra con claridad, lo obliga a sentirse un impostor, a experimentar su dedicación como un auténtico engaño. Giacometti dice: «Es lo que merezco por treinta y cinco años de engaño (…) Todos estos años he expuesto cosas que no estaban acabadas y que nunca debí empezar».
El artista se sabe un innovador y, a la vez, se sabe dentro de una tradición que varía y pide en cada momento cosas distintas: «Es imposible pintar un retrato. Ingres podía hacerlo. Podía terminar un retrato. Era una forma de sustituir a la fotografía y tenía que hacerse a mano, pues no había otra manera de hacerlo. Pero ahora no tiene sentido. La fotografía existe y ya está. Lo mismo ocurre con la novela y la prensa. Novelas como la de Zola serían absurdas hoy en día, pues cualquier periódico está infinitamente más vivo».
¿Qué busca quien crea? A diferencia del que fabrica, que sí lo sabe, quien crea no tiene ni idea. Es la antítesis de la confortable burguesía. Es el caos. Es la ausencia de cálculo, de beneficio. No hay demanda de lo que no existe, ni siquiera de parte de quien lleva adelante esa búsqueda, esa exploración. Cada paso está más cerca, pero lo que persigue es tan efímero como un espejismo o tan lejano como un horizonte. Pero el arte, al fin, como decíamos, no está en el punto de partida ni en el de llegada, sino en el tránsito, en la fe, en la persistencia, en la tenacidad, en esa inquebrantable pero dolorosa voluntad —un bucle infinito— de darle al mundo lo que le falta, justo lo que le falta a cuanto existe y que quienes disfrutamos del arte tenemos la sensación de estar a punto de vislumbrar cuando nos encontramos frente a una gran obra —la misma sensación que experimenta quien de verdad crea y no fabrica—: que todo tiene sentido.
¡Genial último párrafo, Flavia!
Antonio Priante:
Muchísimas gracias.
Extraordinario artículo, lucido y sintético, acerca de algo como la creación de la que se habla mucho y se consigue expresar poco.
Gracias por la distinción entre creación y fabricación. Y gracias por la creación de Haru, directo al corazón!