Jorge Semprún se pregunta, en ese monumento contra el olvido que fue su obra La vida o la escritura, si existe forma humana de contar el horror y, a su vez, se responde que «únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad». El escritor e intelectual español pasó un año y medio en el campo de concentración de Buchenwald, tras ser capturado por los nazis cuando combatía entre los partisanos de la Resistencia francesa. Un destino similar estuvo a punto de sufrir Giorgio Bassani (Bolonia, 1916-Roma, 2000), uno de los creadores imprescindibles para interpretar la realidad italiana del pasado siglo. Además, como ocurre con autores como el citado Semprún o su compatriota Primo Levi, los textos de Bassani son un antídoto para preservar la memoria del periodo más oscuro de la contemporaneidad europea; para que el lector pueda imaginar lo inenarrable y que los recuerdos broten desde la ficción hacia la realidad. Para ello sitúa sus obras en Ferrara, el lugar de su infancia; bella y medieval ciudad italiana en la que creció y que se convierte en una protagonista más. Pero esta ciudad bien podría tomar la forma de cualquier otra en la que el pueblo judío fue perseguido hasta la saciedad. El tratamiento literario y narrativo de la soledad y el dolor existencial tras la instauración de las leyes raciales de Mussolini, de 1938, por medio de la memoria afectiva aleja su narración de cualquier sentimentalismo impostado y le otorga una bellísima sutileza. Pero Bassani no tiene en España la importancia y el reconocimiento —algo claramente injusto— que sí tienen otros autores italianos de su generación, con los que tuvo una enorme amistad y con los que participó en diversos proyectos, como Pier Paolo Pasolini, Italo Calvino o Michelangelo Antonioni, entre otros. Parece un buen momento para que su fresco narrativo se instale en las librerías.
Acantilado edita El jardín de los Finzi-Contini (Il giardino dei Finzi-Contini, en su lengua original), la gran obra del escritor boloñés y la tercera parte de su compendio de novelas sobre la ciudad en la que creció y que denominó como Il romanzo di Ferrara (La novela de Ferrara). Este incluye las originales Cinco historias ferraresas (1956), Los lentes de oro (1958), El jardín de los Finzi-Contini (1962), Detrás de la puerta (1964), La garza (1968) y El olor del heno (1972). Unos años más tarde, uno de los padres del neorrealismo, Vittorio de Sica, la llevaría al cine con el título homónimo. Resultó todo un éxito, pues cosechó el Óscar a mejor película de habla no inglesa en la edición de 1971. No obstante, el filme no gustó nada a Bassani que, pese a haber participado en el guion, pidió tras ver el resultado que lo borrasen de los créditos. Lo único que alabó de la cinta del director de Ladrón de bicicletas fueron los diez minutos finales, que definió como «una obra de arte» y que corresponden, precisamente, a lo que él no cuenta en su novela: la detención final de los Finzi-Contini y su envío a los campos de concentración. No es esto un spoiler, sino algo de lo aquí el escritor avisa en el prólogo de El jardín de los Finzi-Contini:
Y se me encogía el corazón más que nunca ante la idea de que en aquella tumba, edificada, al parecer, para garantizar el reposo perpetuo de quien la encargó —el suyo y el de su descendencia—, uno solo, de todos los Finzi-Contini que había conocido y amado yo, hubiera logrado reposar. En efecto, solo Alberto, el hijo mayor, muerto en 1942 de un linfogranuloma, fue enterrado en ella, mientras que Micòl, la hija segundogénita, y el padre, el profesor Ermanno, y la madre, la señora Olga, y la señora Regina, la ancianísima madre paralítica de la señora Olga, deportados todos a Alemania en otoño de 1942, quién sabe si encontrarían sepultura alguna.
Un decadente y, a la vez, enorme jardín —un postulado estético evidente del modernismo— es el testigo de las relaciones que establecen el joven judío narrador de la novela —sin duda, un alter ego del propio Bassani— y los hermanos Alberto y Micòl Finzi-Contini. Estos últimos vivían en una enorme casa a las afueras de Ferrara con sus padres Ermanno y Olga, y su imponente jardín era la envidia de todos los ciudadanos. Pero todo cambió con la aprobación de las leyes raciales de Mussolini, y la población judía tuvo que unirse y juntar fuerzas si quería salvarse, por lo que los muros de los Finzi-Contini se abrieron al exterior, y el joven protagonista ya fue bienvenido. Esta novela sobre el fin de una época y el inicio del mal resulta una pugna entre el amor platónico —pues el narrador se enamorará perdidamente de Micòl— y la muerte, representada en el cercano futuro amenazante que llegará con los hornos crematorios. El estilo narrativo de Bassani en esta obra puede resultar heredero del ritmo de Proust, como él mismo reconoce, o de Thomas Mann, que también avisó del fatídico destino al que se encaminó la sociedad alemana en su Doktor Faustus. Pero, especialmente, destaca por el exquisito trato que concede a las palabras. El lienzo que pinta el italiano es el de una sociedad transalpina que se desvanece y que se hunde por la pérdida de los valores humanos, lo que resulta en una lúcida reflexión de temas como la marginación, la avaricia o la soledad.
Su narrador es un personaje absolutamente melancólico, plenamente consciente del camino que espera a Europa en los próximos años. Bassani parece usar esta característica, la creciente nostalgia del protagonista, como crítica. Escribió el historiador de arte Erwin Panofsky que la melancolía tenía su causa en la incapacidad de la inteligencia burguesa para remediar de manera positiva la contradicción entre el reino de lo posible y la dura realidad histórica, lo que era un signo de su decadencia. Bassani no dudó en bosquejar una lectura similar en las líneas de El jardín de los Finzi-Contini, pese a que él había pertenecido a este estamento social. Lo cierto es que, como reconoció la hija del escritor, Paola Bassani, Ferrara contaba con una burguesía clasista, rica e, incluso, fascista. De este modo lo puso en evidencia Bassani en las páginas de su mejor obra:
Mussolini y sus compinches estaban acumulando contra los judíos italianos infamias y atropellos de todas clases; el tristemente famoso Manifiesto de la Raza del pasado julio, redactado por diez supuestos «estudiosos fascistas», no se sabía cómo considerarlo: si más vergonzoso que ridículo o al revés. Pero, una vez admitido eso, ¿podíamos decirle, nosotros, cuántos habían sido en Italia los «israelitas» antifascistas antes de 1938? Muy pocos, se temía él, una minoría exigua, si también en Ferrara, como Alberto le había dicho varias veces, el número de ellos afiliados al Fascio había sido siempre elevadísimo.
Pero ni esta última circunstancia le salvó del antisemitismo del fascismo italiano, primero, ni del nazismo posterior tras la llegada a Roma de las tropas alemanas. Por eso, en una de sus visitas a Madrid, en 1981, declaró que la novela fue «una toma de posesión contra el fascismo», según declaró a El País. La propia Paola Bassani, en un congreso que la Universidad Complutense de Madrid le dedicó a su padre en el centenario de su nacimiento, en abril del pasado año, recordó que Giorgio comenzó su movimiento antifascista apenas cumplir la mayoría de edad, y que militó en el Partido de Azione.
Es usual pensar, por tanto, que el protagonista anónimo de la novela es el joven Giorgio Bassani, que perfila su personaje en los límites de la autoficción: un relato de connotaciones autobiográficas que se presenta emparentado con elementos de ficción. El narrador es un joven de clase media que comparte colegio con Micòl y Alberto, aunque no establecerá contacto con ambos hasta años después, cuando las leyes raciales afecten a los tres. Ama los libros y estudiará Letras en la Università di Bologna, en la famosa y empedrada vía Zamboni de la ciudad, con sus bellísimos soportales, y realizará, cada día, el corto trayecto en tren que une Ferrara con Bolonia, al igual que hacía pocos años atrás Giorgio Bassani, que también estudió Letras en su Bolonia natal.
Como el autor de El mundo de ayer, Stefan Zweig, Giorgio Bassani no se imaginaba la auténtica enfermedad que asolaría Europa en forma de guerra mundial y campos de exterminio. El escritor alemán huyó antes de ser apresado, pero, carente de esperanza alguna, se quitó la vida en su exilio brasileño. Bassani, por el contrario, fue detenido por su resistencia antifascista durante unos meses, y encarcelado hasta la caída de Mussolini en 1943. Por suerte, no fue enviado a ningún campo de concentración, a diferencia de Primo Levi o Jorge Semprún. Fue liberado tras la caída de Mussolini y no tardó en huir a Roma, donde vivió hasta el día de su muerte. La detención por la policía ferraresa marcó, como no podía ser de otro modo, al joven Bassani, que ejemplificará su relación de amor y odio hacia la ciudad en sus seis textos que conforman La novela de Ferrara y en su poemario Te lucis ante, publicado en 1947. El constante ataque a la alta burguesía judía, por su ignorancia y prepotencia, contrasta con los bellos párrafos en los que retrata a la gente honesta en su realidad cotidiana. Y también supo describir el silencio de la ciudad, aquel que tan presente está en su obra y que contrasta con el ruido que se genera al paso del fascismo. Así, en esta soledad, en este impertérrito silencio, las calles de Ferrara muestran más por sus ausencias que por lo que enseñan, como ocurre con los lienzos de Giorgio de Chirico. Pero la Ferrara de El jardín de los Finzi-Contini también podría ser una de las naturalezas muertas del boloñés Giorgio Morandi: tanto las palabras de Bassani como los vidrios del pintor se caracterizan por atravesar una emoción y una quietud intensa, como escribió Javier Aparicio. Morandi, al igual que su amigo Bassani, había nacido en Bolonia, y el escritor era un admirador confeso de la obra del pintor transalpino.
Esta quietud citada y la sutileza con la que Bassani denuncia la situación de incómodo silencio que parecía persistir en la sociedad italiana tras las injusticias cometidas durante el fascismo es uno de los grandes logros del escritor. No fueron muchos los que se atrevieron a levantar la voz. El neorrealismo cinematográfico ayudó a mostrar los desastres del periodo de Mussolini y de la posterior guerra, que tanta muerte y catástrofe había producido en Italia. Fue el caso de Roma, città aperta (1945), Paisà (1946) y Germania, Anno Zero (1948), el famoso trío de filmes con el que Roberto Rossellini retrató a una sociedad italiana absolutamente confundida y ciega, que parecía haberse puesto sobre sus caras un velo, como esos cuadros de René Magritte donde nadie hace nada con sentido y sus semblantes aparecen tapados, como Los amantes.
Pero no fue Rossellini el único en filmar la condición degradada de la vida cotidiana que padecieron los italianos en la transición de la guerra a la posguerra. No se puede olvidar La terra trema (1948), de Luchino Visconti, o la ya citada El ladrón de bicicletas (1948), de De Sica. El cine dejaba de ser solo entretenimiento para pasar a analizar el entorno social. Un análisis que retoma Giorgio Bassani en su literatura, pues la sobriedad de su relato busca justamente eso: justicia con la exquisitez de sus palabras. Es por esta razón que Bassani será guionista de algunas de las grandes películas de estos directores con el paso de los años. Véase el guion de la película Senso (1954), que el boloñés escribió para Visconti. Una generación neorrealista que también va a aparecer en la literatura italiana. Fue el caso de Elio Vittorini, que militó al inicio de la década de los treinta en el Partido Fascista Italiano y que, tras su expulsión, se pasó a la Resistenza. Destaca su novela Uomini e no (1945), en la que relata la experiencia de la lucha armada antifascista, y en la que hace dos divisiones: los hombres (antifascistas) y los no-hombres (fascistas). También se ha de citar a Cesare Pavese, uno de los grandes estandartes del cambio que experimentó la literatura italiana en la posguerra, pues dio voz a la realidad popular y campesina en sus textos. Militó en el Partido Comunista Italiano y de su producción literaria neorrealista destaca Il compagno (1946) o La casa in collina (1947).
Tristemente, y con tan solo cuarenta y dos años de edad, Pavese se suicidó en 1950. Previamente llegó a decir: «Todo esto es un asco. No hay palabras. Un gesto. No voy a escribir nunca más». Y, por supuesto, se ha de citar a Primo Levi. Autor de relatos, poemas o memorias, de su creación sobresale su Trilogía de Auschwitz, obra en la que el turinés incluye tres grandes textos que relatan los diez fatídicos meses que estuvo preso en el campo de concentración polaco, y adonde fue llevado en febrero de 1944, tras ser apresado meses antes por la milicia fascista italiana y entregado a los nazis. Liberado por el Ejército Rojo, fue uno de los veinte afortunados que sobrevivió al exterminio, de un total de setecientas personas que habían llegado con él. Al igual que Pavese, Levi se suicidó en 1987. Pero no es una teoría del todo confirmada. El hecho de que no dejase nota de suicidio y que su entorno cercano no previera tal desenlace ha provocado que numerosos historiadores crean que la causa de su muerte no fue voluntaria, sino un desgraciado accidente.
De este modo, como bien supo entender y poner en práctica Pier Paolo Pasolini en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, la cultura se convirtió en una gran aliada para despertar del letargo y silencio en el que había caído la sociedad italiana tras los desmanes acaecidos desde el ascenso de Mussolini al poder hasta el final del fascismo. Giorgio Bassani, sin duda, fue uno de los más importantes, y El jardín de los Finzi-Contini la obra que mejor lo evidencia. Pero no conviene olvidar su producción literaria restante, pues el tema de la realidad de su país estuvo presente en la mayor parte. En Los lentes de oro ya había tratado la homosexualidad como motivo de discriminación en la Italia fascista previa a la contienda bélica, personificada, además, en un judío burgués que otrora era muy respetado en Ferrara. Además, en su cuento Una noche del 43 retrata la verídica matanza que las fuerzas fascistas hicieron de once ilustres ferrareses tras haber detenido a un total de setenta y cuatro, todos ellos el 14 de noviembre de ese fatídico año. Una desgracia de la que se libró Bassani, según relató su hija Paola, por haber huido de forma previa. Y, por citar otro ejemplo emblemático y realmente simbólico, el caso del breve cuento Una lápida en vía Mazzini, en la que Geo Josz, tras haber estado en un campo de concentración nazi, regresa a Ferrara de forma esquelética, como si se hubiese transformado en una de las características esculturas de Alberto Giacometti, y es repudiado por la población, que prefiere no hacer caso al que antes había sido uno de sus ciudadanos. Josz, por tanto, es un muerto en vida. En este relato se demuestra cómo Bassani supo airear la hipocresía que germinó en buena parte de la ciudadanía en la época de la posguerra. Su voraz pluma fue un gran remedio para combatir ese silencio hostil.
A toda su obra novelística y poética se han de añadir numerosas escrituras más, lo que lo convierte en uno de los más dúctiles autores de todo el siglo XX en Italia, a la altura de Ennio Flaiano. Redactó guiones de importantes películas: no solo la ya citada Senso, de Visconti, sino que también colaboró en la escritura del guion de I vinti (1953), de Michelangelo Antonioni, o de La mano dello straniero (1954), de Mario Soldati, entre otros. Asimismo, como se dijo, colaboró en el guion de Il giardino dei Finzi-Contini (1970), de De Sica, pero pidió no aparecer en los créditos. No ha sido su único trabajo escrito llevado al cine. La matanza de Ferrara del 14 de noviembre de 1943 la convirtió en cinta, con el título de La lunga notte del ‘43, el director Florestano Vancini y, en 1987, Giuliano Montaldo dirigió la adaptación de Los lentes de oro con el título en la cartelera española de El hombre de las gafas de oro. Pese a las reticencias de Bassani, la obra de De Sica es, con diferencia, la de mayor calidad cinematográfica de todos sus textos llevados a la gran pantalla. Además de esta gran faceta cinematográfica, Bassani fue vicepresidente de la RAI, docente de Historia del Teatro en la Academia Nacional de Arte Dramático de Roma y presidente honorífico de Italia Nostra, una asociación que vela por el patrimonio histórico y artístico del país mediterráneo.
Giorgio Bassani falleció en el año 2000 aquejado de demencia senil. Veinte años antes, en su última visita a Madrid, paseó por el Museo del Prado y comparó su escritura con la obra de Francisco de Goya, pues con él compartía, en palabras del boloñés, «la poesía, la inspiración y la verdad». Resulta un bello ejercicio imaginarse el deambular de Bassani por el museo y su reflexión al ver el cuadro Perro semihundido. Este can, que en el óleo del zaragozano parece querer escapar del montón de arena que lo mantiene atrapado, podría ser cualquiera de los personajes que describió en su obra: aquellos que luchan por preservar la memoria afectiva, por escapar de la opresión de la Italia del fascismo. Trágicamente, la memoria por la que tanto había luchado le jugó una mala pasada en los últimos años de su vida.
En un irónico oxímoron, y por suerte para él, esta enfermedad le privó de presenciar con plenitud la lastimosa disputa en la que se vio envuelta su última mujer, la americana Portia Prebys, con la que fuera su primera esposa, Valeria Sinigallia, y sus hijos, Paola y Enrico, por diferentes cuestiones legales y económicas. Pero, por desgracia, olvidó la ternura de Dominique Sanda, a sus veinte años, interpretando a «su» Micòl Finzi-Contini en los paseos en bicicleta con impoluto uniforme blanco en el filme de De Sica. Y también olvidó la alegría enorme que sintió el narrador cuando cruzó por primera vez los muros de la mansión de los Finzi-Contini, o los grandes partidos de tenis que se jugaron en ese espacio de felicidad y verdor espléndido. Y, claro, tampoco pudo recordar sus interesantes charlas con sus amigos Giorgio Morandi, Roberto Longhi o Pier Paolo Pasolini. Todo ello se perdió de su mente, pero quedará en la memoria colectiva. Una memoria que él ayudó a cultivar y conservar en El jardín de los Finzi-Contini y en buena parte de su obra. Será una buena opción la de volver a leer al genio de Ferrara. Para no olvidarlo, para disfrutar de su literatura. Como concluye su gran obra:
Y como esas, lo sé, no eran sino palabras, las habituales palabras engañadas y desesperadas que solo un verdadero beso habría podido impedirle proferir, sean ellas, precisamente, y no otras, las que sellen aquí lo poco que el corazón ha sabido recordar.
Estoy mirando el estante con libros de escritores italianos que leí hace mucho: Bassani, Levi, Manganelli…Tanta magnífica literatura. Hoy, gracias a este artículo, volveré a leer alguno.
Enhorabuena.
El tema de la Shoah es como un río. Aún no hemos comprendido por qué, lo que conocemos es tan solo la superficie del gran mal. Me interesa y me afecta. Me duele.
Una corrección: Auschwitz no era un campo de concentración polaco. Era una campo de concentración nazi en el territorio de Polonia ocupada.
Muy interesante y excelentemente escrito. Me ha gustado sobre todo como el autor va relacionando el texto con otros autores insignes, además del hecho de darme a conocer a un autor que, tal y como se dice en el texto, desconocía plenamente. Sí me encanta esta revista es por artículos como éste.
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¡Gracias!