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Clare M. Gillis: «Estoy dispuesta a correr muchos riesgos para cubrir historias que me importan»

Fotografía: Eduard Bayer

Clare M. Gillis para JD 0

Sahafa significa prensa en árabe. Es la palabra que James Foley gritaba una y otra vez tumbado en el suelo del desierto, en algún lugar a las afueras de Brega, en la costa de Libia. Es el 5 de abril de 2011, un par de meses escasos después del inicio de la revolución contra Muamar el Gadafi, esa Primavera Árabe que se tornaría en guerra civil y terminaría en el Estado fallido actual. «¡Sahafa, Sahafa!». A su lado están el fotógrafo español Manu Brabo y el surafricano Anton Hammerl. También Clare Morgana Gillis, reportera de guerra. Es una mujer alta, corpulenta, de mandíbula masculina y ojos severos e irónicos. Si no fuera por la sonrisa, que es ancha e infantil, daría miedo.

Foley, Brabo y Gillis pasarán cuarenta y cuatro días detenidos por el régimen moribundo de Gadafi; les pegaron, les interrogaron y finalmente les liberaron. A Hammerl lo dejaron morir en la arena el 5 de abril. Ese día se habían aventurado más allá del frente sin darse cuenta subidos en la furgoneta de unos rebeldes. Gillis volvería a Libia poco después, y luego a Siria, Irak, el Kurdistán, Turquía y Egipto. Foley también, hasta que una oscura confederación de insurgentes islámicos le capturó en Siria, le retuvo un año y medio y le decapitó ante una cámara. Ese vídeo de YouTube fue la presentación mundial del Estado Islámico.

Los mejores textos sobre Foley son de Gillis. Tiene un doctorado en Historia con una tesis sobre sexo en la Edad Media y posee una prosa precisa, económica y llena de destellos. Durante el interrogatorio al que la sometieron los esbirros de Gadafi el militar al cargo le preguntó, con incredulidad, por qué una doctorada en Historia por Harvard, con trabajo de profesora asegurado, había decidido irse a Libia como freelance, en medio de un conflicto, cobrando una miseria. Ella respondió que prefería ser testigo de la historia que leer sobre ella. Cinco años después vive en Brattleboro, Vermont, en el nordeste deprimido, fronterizo con lo whitetrash, y da clases en Darmouth College y Marlborough College, universidades con contratos muy por debajo de sus posibilidades. Su casa es pequeña y austera. Parece provisional. Menos querer escribir, todo en ella lo parece.

Esa respuesta en la sala de interrogatorio, ¿sigue siendo cierta?

Absolutamente. Lo que he estado cubriendo este último año son historias de refugiados que han venido a los Estados Unidos En el periodismo de guerra ves el proceso que lleva a la destrucción de la vida; cuando empiezas a seguir a los refugiados ves lo que significa intentar reconstruirla en un contexto nuevo. También tuve un contrato con la agencia para los refugiados de la ONU, en El Cairo y Jordania. Es otro tipo de historia, algo que puedo seguir de forma agradable, mientras doy clases.

Seguir a refugiados en Vermont no es como meterse en la furgoneta de unos rebeldes libios e ir al frente. ¿Planea volver a la línea de fuego?

Honestamente, los frentes que veo interesantes en Oriente Medio son contra el EI y, simplemente, no estoy preparada para poner en riesgo mi vida. No vale la pena. En el periodismo de guerra se dice mucho que no hay ninguna historia por la que valga la pena morir, pero eso presupone que existe una manera de calcular con antelación que puedes morir por una historia y no por otra. La verdad es que no puedes escoger la historia que se te lleva, aunque sí puedes escoger lugares de donde no se te van a llevar. Esa es mi decisión.

Cuando decidió ir a Libia por primera vez, hace seis años, ¿su mentalidad era otra? ¿Lo que antes no le parecía peligroso, ahora sí? ¿O la diferencia es el EI?

No lo sé. También es una cuestión de estabilidad. La vida de un corresponsal de guerra freelance supone ir saltando de país en país, de conflicto en conflicto, y ya no es tan satisfactoria como era. No sé a qué atribuirlo, si al EI o al fracaso de las revueltas de la Primavera Árabe. Al principio era tremendamente excitante. Era un momento histórico de tales proporciones que no puedo imaginar ser testigo de otro tan poderoso. Era un cambio radical respecto a lo que habíamos visto hasta entonces. ¿Si ocurriera algo parecido? Quizá. Estoy dispuesta a correr muchos riesgos para cubrir las historias que me importan. Pero lo de ahora no me provoca ganas de ir y contarlo. No veo qué puedo aportar en ese contexto. Voy a tener que salir del país en algún momento, eso está claro. Y voy a seguir historias aquí y allá. Pero no tengo vocación de primera línea de fuego.

Hablando de freelance precarios. Fue así, juntando escasos recursos, como conoció a Manu Brabo y a James Foley. Parece ser una tendencia del periodismo de guerra: menos recursos en los medios y más periodistas jóvenes jugándose la vida por cuatro chavos.

Hubo un tiempo, al inicio de las Primaveras Árabes, en que siempre había un montón de freelance viviendo en El Cairo. Cuando la revuelta se extendió a Libia, todos cruzamos la frontera para contarlo. Además, a diferencia de Egipto, en Libia nunca hubo un servicio estable de periodistas internacionales: era territorio virgen. Y luego, de allí, todos a Siria. Entonces las cosas empezaron a volverse peligrosas de verdad. La captura de James Foley y John Cantlie fue la primera señal. No fue una señal de que las cosas se ponían feas, porque feas ya estaban, sino que marcó el momento en que los periodistas empezaron a preguntarse si valía la pena. Ahora muy pocos medios siguen enviando gente allí, muchos dependen de correveidiles locales, lo que puede acarrear problemas de credibilidad. Me da la impresión de que quien continúa trabajando allí ya no es freelance, porque sin estabilidad ya no se puede. No puedes ir a Irak sin una empresa que pague tus gastos. Con el presupuesto de un freelance es materialmente imposible.

¿Tiene esto un efecto sobre el modo en que se cubren las guerras?

Después de la experiencia en Libia, la aparición del EI, la ejecución de Jim y mi propio contexto —me voy haciendo mayor y quiero más estabilidad— empecé a pensar en todos nosotros como un fenómeno histórico. La generación anterior a la nuestra fue la de la guerra de Irak. La gran mayoría de ese periodismo se hizo con reporteros incrustados en unidades del ejército, dentro de la maquinaria militar más poderosa de la historia. Y produjo un periodismo muy diferente, desde la trinchera, desde las mismas retinas, pero de ojos americanos, no iraquíes. Nuestra generación, en cambio, construyó su voz en las Primaveras Árabes y tuvimos en muchos sentidos la experiencia opuesta: muy cerca de la gente, pero sin ningún refuerzo o estructura militar detrás. Y eso produjo otro periodismo. También así comprendí que los beneficios de tener este estilo de vida no compensaban los costes del estrés, de vivir con lo puesto, de la precariedad. Además, acabé harta de Oriente Medio y del desierto. Sobre todo, del desierto. Quiero estar cerca de lo verde. Árboles. Agua. Vermont.

¿Es posible hacerlo?

¿El qué?

Manu Brabo, por ejemplo, en una entrevista, dice: «Estoy aquí —en España— editando fotografías. Luego voy a cenar con mis amigos y mi vida no tiene ningún sentido. Cuando estoy en el frente, mi vida es completa porque tengo una misión, hay trascendencia».

Sí, claro. En ese preciso momento, sí. Tienes trascendencia por unas horas, pero tienes el resto del día también. Hay una vida entera además de ese momento. Y se vuelve a casa, tarde o temprano, de todo.

La adicción que la adrenalina y el riesgo genera en los periodistas de guerra. La dificultad de adaptarse a una vida menos excitante. Pero usted parece contenta y tranquila con el cambio.

Hasta cierto punto. A mí, simplemente, me gusta una buena historia. Me gusta cuando hay algo excitante en el aire. Cuesta de explicar si todo lo que tienes en mente es el conflicto y la guerra. Este verano he asistido a las reuniones vecinales de la ciudad de Rutlan. Reuniones de cuatro horas, en salas sin asientos, gente gritándose, sin aire acondicionado. Un ambiente eléctrico. Gente reunida discutiendo sobre algo que les importa: si su ciudad debe o no debe recibir refugiados sirios. Hay quien tiene un fetiche con las situaciones de vida o muerte: «El tipo que tenía al lado recibió un tiro y yo no». A mí las experiencias cercanas a la muerte no me han llamado nunca. Lo que me gusta es la intensidad de la conversación.

En el documental en homenaje a James Foley usted habla de la competitividad típica de macho en el mundo de los corresponsales de guerra, que lleva a que unos empujen a otros a correr más y más riesgos. ¿Se trata de un ethos de la profesión?

Necesitas tener un grado antinatural de confianza en ti mismo para creer que vas a meterte en algunas de estas situaciones y vas a salir de ellas bien parado. Esa tensión existe dentro de todos nosotros. Tienes cierta dosis de confianza y cierta dosis de humildad (necesaria para poder acercarte a la gente y entablar conversación). Pero a quienes más he oído hablar de este fenómeno es a los fotógrafos: la obligación de estar lo más cerca posible de la acción, en parte porque eres freelance y en parte por la idea —que viene de Robert Capa— de que si no estás haciendo buenas fotos es porque no estás lo suficientemente cerca. He percibido esta agresividad sobre todo en fotógrafos hombres, si te soy sincera. Como escritora no siento la necesidad de estar encima de la cara de alguien mientras está disparando su arma. No lo necesito.

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Fotógrafos hombres. Es usted una mujer blanca que trabaja en una profesión dominada por hombres, en países árabes donde las libertades de las mujeres no son las de aquí. ¿Es difícil? ¿Tiene alguna ventaja?

Te da mucho más acceso. Puedes hablar con hombres, eso no es problema, puedes hablar también con las mujeres a solas y puedes entrar en la parte de las casas prohibida a los hombres de fuera de la familia.

Si es así, ¿por qué no hay más?

Sí las hay: Janine di Giovanni, Nicole Tung, Louisa Loveluck, Ruth Sherlock, Maria Abi-Habib, Leila Fadel, Lulu Garcia-Navarro, Liz Lay, y sigue, y sigue. No es una lista corta.

Ningún problema, pues.

A ver, algunas veces mis contactos o guías locales no han querido dejarme ir a algún sitio porque era demasiado peligroso «para una mujer». Pero no me he sentido acosada nunca.

Excepto por ese camello en Libia que, según cuenta en uno de sus reportajes, le ofreció hachís a cambio de acostarse con él.

Ese tipo era tronchante. Mal está decirlo, pero me encanta ese pasaje porque creo que es gracioso; debería hacerte reír al leerlo. Una de las cosas más difíciles de capturar sobre estos contextos es que la gente ríe en muchos momentos. No es tan serio como nos lo imaginamos. Es decir, claro que es serio, pero quizá por eso la otra cara de la moneda está tan llena de risas y humor negro. Los periodistas occidentales no consiguen enseñar ese humor en sus artículos; yo no lo he conseguido la mayoría de veces. Pero en esa ocasión lo conseguí.

¿Hay mucha droga en el periodismo de guerra?

Manu Brabo, citando a Leguineche, suele decir eso de que las tres D del periodismo de guerra son divorcio, drogas y depresión. Y sí, ves a mucha gente practicándolas. Literalmente. Manu está divorciado, yo estoy divorciada. Todos terminamos en una D u otra.

En un artículo en The American Scholar explica que, cuando intentó volver a Libia, algún medio que se había mostrado muy entusiasta reclamándola como «suya» mientras estaba cautiva, de repente no mostró tanto entusiasmo con ese regreso.

Me dijeron que no iban a aceptar mis piezas. Que no querían publicarme. Así que dejé de publicar con ellos y publiqué con otros.

¿Estaban los medios más interesados en usted como historia que como periodista?

Absolutamente. Esto te enseña que las decisiones editoriales se sustentan sobre todo en el número de clics. Si buscas lo que yo escribí sobre mi detención en Libia y sobre Jim, o las noticias sobre otros periodistas que han sido capturados, verás que las fotos y los textos aparecen en las portadas de los medios. Nosotros no queremos esto. Queremos hacer nuestro trabajo, y si acabas en las noticias es porque algo malo ha ocurrido. Pero los editores quieren publicarlo porque les da muchos clics.

A las audiencias occidentales les interesa lo que les ocurre a otros occidentales; nos importa más la gente que es parecida a nosotros, así que cuando hay prisioneros, o alguien ejecutado, o se pide un rescate, se convierte en la historia más vista. De largo. Los editores se han dado cuenta, claro, y eso alimenta su cálculo económico.

¿Cree que esto también condiciona el modo en que los periodistas informan?

La gente que tiene tendencia a hacer cosas así ya lo está haciendo. Ves a todos esos blogueros flipándose: «Estoy en el Kurdistán iraquí, ¡miradme!». ¿Viste ese periodista, no recuerdo el medio, que salía en las imágenes con un AK-47 colgado del hombro? Alguien le paga, pero no hace eso porque le pagan. Lo hace porque es rematadamente estúpido.

¿Qué margen hay para un periodismo lejos del show business?

La industria del periodismo es un mundo muy difícil para contar las historias que uno quiere contar. Pero hay desarrollos interesantes en periodismo de largo formato. The Guardian ha lanzado una sección de largo formato que a menudo es muy buena. Una de las rarezas estadísticas que parece clara hoy es que de hecho se lee mucho más formato largo de lo que se pensaba. Esto podría forzar cambios en el sector. Ahora bien, con la pérdida de voces sobre el terreno las cosas son difíciles. No sabemos lo que está pasando en Siria. ¿Debería ir alguien a los lugares donde está ocurriendo todo? No lo sé. En algunas zonas del Kurdistán sirio es posible operar, si logras obtener visados del régimen. Pero en la mayoría del país no sé. Da igual qué tipo de seguro tengas, qué tipo de acuerdo con tu empresa: estás en una situación peligrosa.

Quisiera hablar brevemente de James Foley. ¿Le desagrada haberse convertido en la persona que da voz a su vida, su historia, su ejecución?

Sí. Me siento como una hagiógrafa algunas veces. Pero Jim era un tipo tan bueno que nadie tiene malas palabras para él. Por mi parte, a pesar haber escrito ya todo lo que tenía que escribir sobre él, me parece importante dar voz a lo que muchos otros sintieron cuando le ejecutaron. Me lo agradecieron. Y fue útil para mí antes que para nadie. La manera que tengo de procesar lo que he visto es escribir sobre ello. Y una vez hecho lo puedo olvidar, como si lo hubiera sacado del disco duro. Flota allí por el mundo y otros pueden leerlo y quedárselo.

La decapitación de James Foley simbolizó la aparición en los medios de algo nuevo, llamado EI. ¿Qué efectos tuvo su muerte?

Lo de Jim fue el EI anunciándose al mundo de una manera muy poderosa. Es difícil pensar qué efectos concretos pudo tener, además de pintar las cosas de manera mucho más clara si cabe: este es un lugar peligroso. El discurso que se empezó a oír en América y que dura hasta hoy es: «Si algo resulta tan peligroso, ¿no debería importarnos un comino lo que allí ocurra? ¿No podríamos dejar a esta gente a su suerte? Salgamos de este lío». Por otro lado, el miedo. Tanto en EE. UU. como en Europa, con los atentados de los últimos tiempos, cualquier cosa relacionada con el EI se convierte en la principal amenaza a la seguridad.

Si sigues la campaña norteamericana parece que el EI es nuestra principal amenaza. Y no lo es. Parece que estemos peor que nunca. Y no lo estamos. ¡Si hasta sabíamos que Bin Laden quería atentar contra las Torres Gemelas porque lo intentó dos veces antes del 11S! No es nada nuevo. La manera en que los políticos lo manipulan, cómo se convierte en miedo público, eso, eso sí diría que es nuevo. Si el vídeo de la decapitación de Jim tuvo un efecto icónico fue precisamente para ese fin: el EI se convirtió en la peor gente del mundo.

¿Son la peor gente del mundo?

No, en absoluto. No son ni siquiera la peor gente en Siria. Lo son Asad y su Gobierno. El noventa y pico por ciento de las muertes en Siria son atribuibles a Asad y a sus aliados, no al EI. De hecho, lo que el EI hace es lo más parecido en el mundo de hoy a un ataque quirúrgico. Mataron a un solo hombre, James Foley, y obtuvieron el odio de toda América. Como acontecimiento histórico es de locos.

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Antes ha dicho que «de todo se vuelve a casa». Según cuenta, al volver, un día entró en un Walmart, vio un pasillo lleno de tupperwares y le embargó un sentimiento de absurdidad. ¿Podría desarrollar ese pensamiento?

La idea de la abundancia es extraordinaria. Resulta inevitable pensar en la gente que no tiene nada, esos refugiados que, por no tener, ya no tienen ni una bolsa. Abandonaron sus maletas en algún lugar del camino, quizá en la frontera turca o en la costa griega. No hay nada, todo ha desaparecido para ellos. A eso suma que todo es más o menos lo mismo: tuppers y más tuppers. Le doy muchas vueltas a este momento del tardocapitalismo. La idea de tener demasiado donde elegir y a la vez no tener en realidad nada que elegir. Y, en fin, la profunda absurdidad del tupper. Es algo tan doméstico. No tiene nada que ver con la vida y la muerte. Todo el mundo con quien he hablado que ha trabajado en zonas de conflicto tiene experiencias similares.

¿Usa papel de periódico para envolver la comida ahora, en lugar de tuppers?

¡No! ¡Uso los putos tuppers! ¡Soy una jodida americana, es mi derecho de cuna! [Carcajadas]

Cuando dice que no tenemos en realidad nada que elegir, ¿quiere decir que la libertad no existe, o que la ilusión de poder escoger nos hace menos libres?

En este caso, lo digo en el sentido más literal. La maquinaria del tardocapitalismo y su economía neoliberal se aprecian en cosas como un comentario que escuché el otro día en la radio. Hablaban de si las compañías aéreas pondrían más asientos de lujo en los aviones, y un tipo dijo: «No, lo que la gente quiere es lo más barato». Si las compañías vendieran billetes a diez dólares para volar de pie o incluso encorvados, los venderían. Llenarían un avión abarrotado de Nueva York a Tokio. Que así sea no significa que esté bien para la gente. Hay muchas fuerzas tomando decisiones por nosotros en contra de nuestros intereses. He aquí un eslogan de Bernie Sanders: «alguien se está haciendo rico, y no somos nosotros».

¿Qué ha aprendido de la guerra?

La única verdad sobre la guerra, y nunca me cansaré de repetirlo, es que, una vez has entrado, ya no hay salida. Si eres corresponsal, sí, puedes salir. Pero como país, una vez te comprometes a entrar, no puedes salir. Y como individuo, estés donde estés, especialmente si estás luchando, no puedes terminarla, no puedes irte, no puedes simplemente parar. Piensa en la decisión de Obama de salir de Irak porque ahora resulta que los norteamericanos ya han tenido suficiente. A ver si adivinas quién ha tenido suficiente también. Los malditos iraquíes. Ellos se hartaron hace tiempo. No estoy diciendo que continuar con la ocupación americana habría sido una gran idea, pero es radicalmente contrario a toda ética destruir un sistema, un orden, para luego marcharse y dejar el país a su suerte. Los EE. UU. pusieron en marcha algo de lo que los iraquíes no se pueden deshacer, les metieron en el estado de guerra, que es irresoluble, especialmente en su contexto.

¿Qué otra opción hubiera sido más ética?

¿Además de no ir, en 2003?

Sí, una vez allí.

Mira las cosas que han tenido éxito: en 2006 y 2007 conseguimos que los insurgentes suníes que luego formarían el EI no nos atacaran y no atacaran instalaciones gubernamentales. ¿Cómo? Dándoles dinero. ¿Es una buena solución? No. Pero no estoy segura de encontrar algo mejor, honestamente. Algo que siempre he dicho sobre ser periodista: mi trabajo es registrar lo que ocurre, no decir lo que debería pasar. Ahora bien, todo el mundo que tenía cerebro en 2003 sabía que sería un desastre. Lo que no se sabía es que sería este desastre absoluto.

Su respuesta sobre lo aprendido en la guerra es muy sistémica. ¿Qué hay de lo que ha aprendido sobre nuestra naturaleza?

Siguiendo mi primera observación, hay un momento en que cruzas ciertas fronteras —no digo ideológicas, sino personales— y ya no puedes volver atrás. Tus vecinos se vuelven tus enemigos. Una vez has cruzado esa línea no hay manera de volver atrás.

Ha sido testigo del surgimiento y la caída de las llamadas Primaveras Árabes. ¿Ve razones comunes a los distintos países que expliquen tanto el surgimiento como la caída?

Por supuesto. Fundamentalmente, lo que hubo es un montón de gente en contra de dictadores autoritarios. Algunos de los insurgentes eran islamistas, otros seculares; algunos militares, otros civiles; e incluso hubo indiferentes que se dejaron llevar por el estado de ánimo reinante. Solo les unía la oposición al dictador. Cuando derrocaron a esos Gobiernos y llegó el momento de construir un nuevo régimen, no existía un camino claro por el que avanzar. En parte, porque en estos países no hay una tradición fuerte de política de oposición; la oposición está toda en la cárcel. Los islamistas, en cambio, sí tenían una muy buena estructura y una base fuerte. En Egipto especialmente, los Hermanos Musulmanes es una organización con ochenta años de historia, con mucha fuerza e influencia en comunidades por todo el país, con dinero y poder.

A la falta de cohesión dentro de las fuerzas de oposición y a la preeminencia de los islamistas hay que sumarle cosas como… los EE. UU. Por ejemplo: hubo una revuelta en Baréin. Mis estudiantes me decían: «¿Cómo que hubo una revuelta en Baréin? Nunca hemos oído hablar de ella». Hay muy buenas razones para ello. Los saudíes la reprimieron con nuestra tácita —ni siquiera tácita— aprobación porque Baréin es donde tenemos la 5.ª Flota de la US Navy y debemos mantener la estabilidad. Cuando ves cosas así te preguntas cuál es el poder real de la gente en la calle contra una maquinaria tan increíble.

Por otro lado, tampoco hay fuerza suficiente para imponer la estabilidad. En países como Irak, Libia, o incluso donde hay un ejército profesional y bien organizado, como el ejército sirio, a las fuerzas armadas no les ha ido nada bien. En Siria deberían haber ganado hace mucho tiempo. Que no lo consigan y hayan tenido que traerse a los rusos y a los iraníes —quienes, por supuesto, están encantados de participar en el jaleo— demuestra qué débiles eran desde el principio esos sistemas. Pero son lo suficientemente fuertes para mantener vivo el caos.

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Es muy crítica con el papel de los EE. UU. ¿Se siente culpable?

Siempre siento que me estoy disculpando. Cuando hablo con iraquíes, por ejemplo, siempre les digo que estuve en contra de esa guerra, que me manifesté contra esa guerra, que pensaba que era una idea horrible y que no creo que lo que ahora vemos, la total apoteosis de esa guerra, la aparición del EI, sea más horrible que la guerra misma. Por este motivo siento la necesidad de estar allí y escuchar a la gente, especialmente como norteamericana. La gente de Oriente Medio está muy acostumbrada a ver a norteamericanos entrando en tromba en su país para perpetrar asesinatos encubiertos o prestar apoyo a dictadores, o directamente marchando para ocuparlo militarmente. Así que siento que lo mejor que puedo hacer es simplemente hablar con alguien, como individuo, para que tengan una idea de quién soy, como persona, como estadounidense que está en desacuerdo con su Gobierno. En cierto sentido, en un sentido profundo, sí me siento responsable. Es un desastre. Tanto de lo que hemos hecho es un desastre.

La explicación clásica para el Oriente Medio es: secularistas vs. islamistas. Los secularistas son autoritarios, apoyados por el ejército y por los poderes occidentales. Y los islamistas tienen poder electoral, ganan a menudo si hay elecciones, y cuando lo hacen son sectarios e intolerantes. Las Primaveras Árabes fueron leídas como la esperanza de una tercera opción, quizás como nuestras revoluciones liberales del siglo xix. ¿Existía esa posibilidad? ¿Existe todavía la posibilidad de una tercera opción?

En Egipto hemos visto un crecimiento importante de la sociedad civil. O al menos están intentando crecer en medio de un contexto de destrucción del tejido de ONG, y bajo un Gobierno que parece ser aún más autoritario de lo que era Mubarak. Pero ves jóvenes universitarios, de mentalidad secular, esforzándose por algún tipo de progreso político. Las organizaciones de la sociedad civil se dedican a reunirse con otros egipcios y les enseñan qué es la ciudadanía, qué es una Constitución, qué significa la democracia. Estas cosas son esperanzadoras a nivel micro. En el contexto general, la descripción que has hecho es todavía muy precisa.

En Egipto precisamente, en 2013, el militar Abdelfatah al Sisi echó al islamista Morsi, después de que Morsi y los islamistas ganaran las elecciones posteriores a la defenestración de Mubarak. La Primavera Árabe vino y fracasó, y hoy el Gobierno es más represivo incluso que el de Mubarak. Usted vivió en El Cairo en 2014. ¿Va a continuar todo igual?

Por lo que sé, la oposición está callada, reagrupándose. Saldrán a la calle otra vez. Hay una gran tradición de protesta callejera en Egipto, mucho más que en otros países. Lo más desastroso de 2013 fue que el ejército consiguió que el ala popular de los jóvenes educados y seculares aceptara la idea de que el ejército tenía como prioridad el bienestar de Egipto. Así que formaron una alianza contra Morsi y sus seguidores. Dije esto desde el principio, cuando echaron a Mubarak: no puedes tener al ejército, que es la única institución fuerte del país, diciendo que representa la voluntad del pueblo. Ante esto debes ser suspicaz. El ejército no tiene voluntad. Es simplemente un brazo armado. ¿Quién lo dirige? Hoy el Gobierno es más duro que nunca reprimiendo a la oposición. Las sentencias por violar leyes antiprotesta son tremendamente estrictas. Si tres personas se reúnen, quizás están protestando: esa es una ofensa punible con cárcel.

¿Podemos establecer un contraste entre el modo más sectario de comportarse de Morsi en Egipto, que llevó al restablecimiento del autoritarismo, y el caso de Túnez, con la democratización del partido Ennahda y el liderazgo moderado de Ghanuchi, donde el escenario pos Primavera Árabe es estable y exitoso en comparación?

Es evidente que lo que hizo Morsi en Egipto no funcionó. Túnez es un país con el que no estoy tan familiarizada, pero siempre se señala como el gran éxito de la Primavera Árabe, como la excepción. Es sin duda el mejor caso. Votaron, un partido ganó y obtuvo el poder. Y lo mantiene. No hay protestas violentas. Es estable. Pero si miras al aparato de seguridad, que es, en parte, a lo que se referían las revueltas cuando decían querer el fin del régimen, verás que ese aparato de seguridad sigue intacto. Las instituciones, la policía, el ejército: todo es exactamente lo mismo. Tienen un nuevo amo. Supongo que era suficiente para ellos.

Turquía pareció la excepción durante mucho tiempo. Se nos decía que existía un equilibrio entre el secularismo controlado por el ejército, la democracia y la religión como parte de la cultura popular. Pero, ahora, Erdogan se ha revelado como un autoritario y un islamista sectario a la vez. ¿Cómo ve a Turquía?

Es muy difícil de decir. Desde el principio de la guerra de Siria han servido como base para el ejército y para el liderazgo político de la oposición. O sea, se han posicionado contra Asad y son nuestros aliados, en teoría, porque son miembros de la OTAN. Cuando iniciaron su incursión en Siria este verano entraron en conflicto directo con los kurdos, que reciben apoyo de los EE. UU. Por cierto, este choque pone de relieve la locura absoluta que yace bajo el principio «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». Hay tantos enemigos y amigos entrando en contacto en esta guerra subsidiaria que resulta imposible introducir lógica alguna.

¿Guerra subsidiaria de quién?

Irán y Rusia están en un lado, mientras los saudíes y los estados del Golfo apoyan a muchos de los rebeldes, entre otros actores.  En este contexto, no puedes confiar en Erdogan. Piensa por ejemplo en cuántos académicos y profesores han terminado en la cárcel bajo sospecha de estar involucrados en ese supuesto golpe de Estado. Suena como algo que Erdogan orquestó para ser el héroe, culpar a la oposición y purgar a todo el que estaba en su contra. Si vives en Oriente Medio durante un tiempo acabas creyendo en teorías de la conspiración. Hay veinte mil profesores en la cárcel. El Gobierno emitió una orden para que los académicos turcos que trabajasen en el extranjero volvieran a casa. Cualquier estudiante o profesor turco en nuestras universidades ahora mismo debe vivir en una auténtica paranoia.

Libia. ¿Estado fallido?

Sí, claro. Se podría argumentar que nunca fue un Estado, sino una amalgama laxa de ciudades-estado alrededor del culto a la personalidad de Gadafi. Gadafi era tan impredecible y Libia tan pequeña que fue capaz de mantener a la gente a raya enfrentando a distintas partes de la sociedad contra otras. En una zona financiaba a tribus de piel más oscura, más africanos, para luchar contra los árabes. Y hacía exactamente lo contrario en otras zonas. Supo mantener a todo el mundo a punto de perder el equilibrio y, a la vez, lo suficientemente alineados con sus propios intereses dictatoriales. Nunca fue un Estado y hoy es un Estado visiblemente fallido. El Gobierno que hay ahora en el este recibió un avión lleno de billetes impresos en Rusia: son unos billetes que no puedes usar en ningún otro lugar de Libia. Esa es prácticamente la definición de Estado fallido. No pueden imponer ningún tipo de uniformidad dentro de sus propias fronteras.

Escribió una pieza para Foreign Policy en la que habla del intento del Gobierno de transición de sustituir el «Libro Verde» de Gadafi, con el que se adoctrinaba en las escuelas, por un manual que recupere la historia olvidada de Libia. ¿Ve posible la aparición de un consenso?

Lo veo muy improbable en este momento. Ni siquiera sé exactamente qué órganos están funcionando en el país, ni qué tipo de comunicación hay entre este y oeste, entre Misurata, Trípoli y Bengasi. Es muy difícil de imaginar porque la identificación con la ciudad es mucho más fuerte que la identificación nacional. Hay una variedad de identidades más fuertes que la nacional: tribus, familias, barrios. Además, mucha gente se ha ido, sobre todo jóvenes que tenían alguna esperanza en el futuro y que ya han visto que era un desastre. Prefieren formar una familia en algún lugar en paz como refugiados políticos.

El proceso que va de la tribu al Estado, ¿consiste en ampliar lealtades o se consigue a la fuerza, cuando una mayoría se impone a una minoría?

Siempre habrá minorías sobre las que se va a ejercer la imposición. Pero es necesario algún tipo de equilibrio que permita a la gente identificarse con una bandera o un líder, y decida dejar las armas y terminar la lucha. Esto no ha ocurrido en Libia, y no hay ningún signo de que vaya a suceder.

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Ha contado que hubo un momento en Siria en que los periodistas dejaron de ser bienvenidos. Al principio la gente les veía como aliados. Y luego, de repente, lo contrario. ¿Qué pasó?

Ocurrió que mucha gente, incluso los periodistas sirios, se fijaba en el ejemplo de Libia. Recuerda que cuando los periodistas cubrieron la inestabilidad y la inminencia de masacres en Libia, la OTAN se movilizó y empezó a dar apoyo aéreo a los rebeldes. Esperaban lo mismo. Que los periodistas enseñarían lo mal que estaban las cosas y la OTAN intervendría muy rápido para dar apoyo y echar a Asad. Pero no ocurrió nada parecido. Ibas allí y te decían: «Os he contado la misma historia muchas veces. Soy un estudiante de Veterinaria y llevo año y medio operando a gente herida por bombardeos del Gobierno. Es la misma situación exactamente, solo que peor». Por otro lado, en cualquier guerra las cosas se van recrudeciendo, pero Siria, además, pertenece a una región que lleva mucho tiempo en conflicto, y existe una clase de criminales que han echado raíces en el caos. Sirios que fueron a Irak a luchar con la insurgencia, e iraquíes que entraron en Siria a sumarse a la guerra. En este contexto, cada vez se daban más situaciones donde te pedían el pasaporte y te preguntaban qué hacías allí. Recuerdo un amigo fotógrafo que tenía unas fotos de los rebeldes a los que cubría: estaban ejecutando a un prisionero. Te conviertes en testigo de un crimen de guerra y todo se vuelve muy delicado: ¿van a dejarte salir? A estas alturas todo el mundo sabe que nadie se hace responsable de nada en Siria, en ningún bando. Y nosotros dependíamos de esa gente para movernos con seguridad. Toda la relación se fue viciando, sin salida. Dejamos de ser bienvenidos.

En uno de sus reportajes sobre Siria, da razón de la antigua coexistencia que allí había entre chiitas, suníes, kurdos, cristianos… y de cómo esa coexistencia se ha roto. ¿Hasta qué punto esa coexistencia era real o más bien un grupo dominando a los otros?

Hay una diferencia fundamental entre la ciudad y el campo. En el campo, claramente podías decir qué pueblo era suní, o alauita, o cristiano. En la ciudad, aunque también tenías el barrio armenio, el barrio judío —sí, había un barrio judío en Damasco, totalmente vacío ahora, por supuesto—, la gente se rozaba, estaba en contacto. Son las ciudades las que han sufrido el desgarro de la guerra. Damasco es un poco más segura, pero Homs está destruida y era una ciudad considerablemente diversa. Cuando alguien huye de situaciones dramáticas va a refugiarse con quien se siente seguro, con quien tiene su misma identidad. Y, aunque es cierto que hasta cierto punto el cosmopolitismo sirio era una ficción, si te fijas en la historia de Oriente Medio, sus ciudades han sido crisoles de culturas desde el principio de los tiempos.

¿Podemos relacionar directamente el escenario actual con el momento de la descolonización, cuando británicos y franceses dibujaron las líneas de los mapas y crearon mayorías y minorías dentro de cada país?

Sí. El verdadero rol que jugaron fue favorecer a ciertos grupos sobre otros. Los franceses, por ejemplo, favorecieron a los alauitas, y eso enfureció a los suníes. Pero también es importante recordar que todas las fronteras son artificiales, en el sentido de que han sido creadas por nosotros. En EE. UU. tenemos este mito, esta fantasía de que empezamos en un océano y fuimos hasta el otro como si fuera natural hacerlo, pero en realidad eso fue el producto de una filosofía muy específica del siglo xix, el «destino manifiesto», según la cual esta tierra simplemente nos pertenece. Y lo hicieron realidad, obviamente, aniquilando a toda clase de grupos étnicos durante el proceso. Lo hicimos de una manera tan concienzuda que no existe un pequeño barrio alauita para alzarse contra nosotros. Si quieres indios, corre, ve a buscarlos a las reservas: 90 % de paro.

Autores como Shadi Hamid o Tarek Osman dicen que puede existir una forma específicamente islámica de ser democrático, y que deberíamos dejar de repetir que el islam debe reformarse según nuestros parámetros.

Esta idea es interesante. Lo que podemos afirmar con cierta seguridad es que los poderes occidentales llevan interviniendo más o menos en Oriente Medio durante siglos y lo han dejado en el estado actual (no sin la colaboración de los locales, claro). Pero debes preguntarte cuánto margen han tenido para desarrollar ciertos tipos de sociedad, después de que los franceses y los británicos dividieran su imperio colonial en distintos países y pusieran a sus reyes-marioneta para controlarlos. En cierta medida, hoy siguen orquestando la función tras las bambalinas. El caso es que la mayoría de la población era agrícola y no necesariamente alfabetizada. En las capitales existía —y existe— una clase educada e influyente, muy pequeña, que tenía su destino y su fortuna atados al del dictador o la marioneta de turno o lo que sea. Cuando nos preguntamos si el islam necesita una reforma, alguien podría responder, hipotéticamente, que lo que el islam necesita es que todos los demás se callen la puta boca y les dejen tranquilos. Que hablen ellos. ¿Por qué seguimos interfiriendo y diciéndoles lo que deben hacer? Interferimos porque es lo que nosotros necesitamos. Sentirnos mejores. Sentir que no nos odian. Sentir que se están convirtiendo en algo más parecido a nosotros. Lo hacemos por nosotros, no por ellos.

La revista Foreign Affairs dedicó su tema central al futuro del ejército de los EE. UU., y se pregunta cuánto más debe crecer y si hay un tope.

Es una circunstancia profundamente extraña y genuinamente americana. Justo estaba leyendo hoy un reportaje sobre suicidios en el ejército de los EE. UU. y sobre el caos y la disfunción de los hospitales de veteranos. Muchos de los veteranos no están recibiendo el tratamiento que necesitan y, mientras, el presupuesto de Defensa es como el PIB de África —África, un continente—. Es incomprensible. Norteamérica es incomprensible, como idea. O se vuelve incomprensible cuando ves cosas así ante tus ojos. No sé si alguna vez has estado en un hospital de veteranos, pero es la cosa más sórdida y jodida que hayas visto, como un lavabo en una estación de autobuses: cutre. Y, a la vez, ahí están las pegatinas amarillas de las furgonetas: «Apoyamos a nuestras tropas». Mira, no. No las apoyamos. En absoluto.

Uno pensaría que en un país donde el ejército es tan importante, el sistema garantizaría una buena vida para los veteranos, para incentivar el enrolamiento.

Es difícil saber por qué la gente sigue alistándose. Algunos creen que es su mejor opción para prosperar. También hay quien vive de la idea de que a los hombres les gusta ir a la guerra: eso siempre ha estado ahí. Es abominable. Incomprensible.

Estas son unas elecciones presidenciales muy centradas en Oriente Medio. En primer lugar, por la insistencia de Trump en poner el mundo musulmán bajo el foco…

Sí, y por no permitir la entrada a musulmanes, o realizarles test ideológicos antes de entrar.

… pero también por Clinton, que fue secretaria de Estado durante los acontecimientos de los que hemos hablado, y que es conocida por ser una «halcona» del ala dura en política exterior. ¿Qué valoración haces de ambos?

Si quieres ser de la línea dura, volviendo a lo que te decía antes —que una vez has empezado una guerra ya no puedes volver atrás—, creo que tienes que comprometerte. Estos halcones hablan ahora de enviar apoyo aéreo y prometen no poner soldados sobre el terreno, pero si quieres tener un efecto real en los acontecimientos, probablemente tengas que mandar tropas. O te olvidas o intervienes del todo. Pero ordenar un par de bombardeos no es una manera de darle la vuelta a la situación. Puedes matar a unos cuantos líderes del EI, y, de hecho, según las estadísticas, parece que han matado a diez mil combatientes, lo que es muy significativo teniendo en cuenta que tampoco es que haya tantos. Pero, de nuevo, con esto no consigues nada si se trata de controlar el territorio. En cambio, ahí tienes al ejército iraquí, al que hemos intentado entrenar durante años sin éxito, no sé si porque estuvo mal planeado o mal ejecutado o qué. Cuando te comprometes a usar la fuerza debes comprometerte al peor escenario posible. ¿Hay alguien dispuesto a ese compromiso? No. ¿Sería positivo para los afectados en cuestión? Me cuesta mucho imaginar qué podría ser peor en Siria ahora mismo. Y, sin embargo, sigue empeorando.

Clare M. Gillis para JD 4

El Gobierno norteamericano, Obama en particular, quizás contra la opinión de Clinton, tomó la decisión de no intervenir en Siria. Fue una novedad, considerando lo que había ocurrido en Afganistán, Irak y hasta Libia.

No te olvides de que dijeron «esto es una línea roja, si Asad la cruza, intervendremos». Esa línea se cruzó y no pasó nada.

¿Cree que su no intervención está también en la raíz de lo que ha ocurrido en Siria?

Exacto, eso mismo dice Hamid en muchos de sus textos: no hacer nada es también hacer algo. En este caso, por ejemplo, envalentonar a Rusia e Irán. ¿Cuál es el uso apropiado de la fuerza? Ojalá lo supiera. Es fácil para mí decir cuán desastroso ha sido todo a toro pasado, y trato de pensar cómo mejorarlo. Pero no tengo ninguna idea clara. Si hubiéramos bombardeado a Asad en 2013 por cruzar las líneas rojas, creo —creo— que probablemente —probablemente— hubiera ido mejor. Dios, no lo sé. ¿Sería más estable o menos estable? En cualquier caso, el gran desastre es haber permitido que Rusia e Irán se hicieran más fuertes. Habida cuenta de que estamos ante una guerra subsidiaria, solo se va a solucionar militarmente sobre el terreno o con diplomacia. Pero si renuncias a presionar militarmente, no obtienes nada por la vía diplomática. Si ni siquiera consigues que dejen de bombardear durante un alto el fuego —nada más básico— significa que no tienes ningún poder. Y esto podría tener su origen en aquella renuncia a intervenir una vez se cruzaron nuestras «líneas rojas». En cambio, Obama ha lanzado ataques contra objetivos concretos del régimen; ¿qué efecto sustancial ha tenido? Es solo otra pluma en el sombrero de los antiimperialistas. «Oh, América está en todos lados, ¡largaos, largaos!». Tiene que haber una respuesta mejor. Tiene que existir.

En estas primarias hemos visto la aparición de Bernie Sanders. ¿Es esta nueva izquierda también el resultado de la última década de guerras y de la manera en que los EE. UU. quieren verse a sí mismos en la arena internacional?

Me encanta todo lo que Bernie ha dicho sobre política interior. No concibo ningún modo de costear todo lo que propone, pero me gusta. Ahora bien, sus ideas en política exterior son inexistentes. Esta no es manera de funcionar para un país como el nuestro.

Trump. ¿Cómo explicamos su éxito?

El problema con Donald Trump… no sé por dónde empezar. Supongo que de eso se trata exactamente. Cualquier cosa que digas sobre él en última instancia le fortalece. El hecho de que yo esté hablando de él ahora mismo le da más fuerza. Incluso siento que no debería. Cuando veo artículos sobre él en internet, no quiero clicarlos. No quiero dar razones a los editores para continuar produciendo ese material. Trump habla al mínimo común denominador de la gente. A sus seguidores les encanta que no le guste ser políticamente correcto y que no le guste cuando los demás son políticamente correctos. Son un grupo de gente acostumbrada a tener el control, y no les gusta, por ejemplo, tener que tratar a las mujeres con respeto y no con el sexismo de 1950. Les molesta tener que hablar con respeto a los que son distintos. Les cabrea. No es algo que me cause simpatía, por supuesto.

¿Y su política exterior?

En lo tocante a Oriente Medio, Donald Trump es el mejor reclutador para el EI que existe. Pone en el centro la idea de que América odia a los musulmanes y que te van a tratar como un terrorista, lo seas o no. Es más fácil imaginar o cometer actos de violencia contra alguien como Trump. Es un desastre.

¿Qué debemos hacer los periodistas con alguien así? ¿Cómo le cubrimos? Ha habido mucha polémica porque se acusa a los medios de no comprobar con suficiente precisión sus afirmaciones y no denunciar con más intensidad sus mentiras. Pero no es cierto. La razón para comprobar si un político dice la verdad es avergonzarle si no lo hace. Pero para avergonzarle, a él y a sus seguidores les tiene que importar la verdad. Y no es el caso. Así que no funciona. Si el periodismo no sirve para decir que un hecho es o no es verdad, ¿para qué sirve?

¿La cuestión no es más bien que los medios que le contradicen no tienen ninguna credibilidad para el votante de Trump?

Cierto. Y se dice mucho también que no existe eso que llamamos la verdad. Popular Mechanics que es, obviamente, una revista científica, desactivó su sección de comentarios después de hacer un estudio que demostró que había gente que entraba en la sección con una comprensión firme de ciertos conceptos científicos y, después de participar en los comentarios, terminaban con una comprensión menos firme de conocimientos que eran correctos. Concluyeron que la sección de comentarios volvía más tontos a sus lectores. Existe una desconfianza hacia los hechos mismos. Todo les parece un invento, probablemente de alguien en Nueva York con algún tipo de propósito político.

Antes me ha dicho que está trabajando en el seguimiento de los refugiados sirios en Vermont. ¿En qué consiste el proyecto?

Hay un plan, en Rutland, Vermont, para reubicar a cien refugiados sirios. El acalde desarrolló el plan con el director del programa de acogida de refugiados del estado de Vermont, que es uno de los nueve centros neurálgicos de reasentamiento de refugiados en el país. Es una ciudad pequeña. Antes era una de las más grandes de Vermont, pero ahora apenas tiene dieciséis mil habitantes. En los viejos tiempos, había canteras de mármol. Ahora tiene una central de General Electric. Está en el epicentro del declive posindustrial de todo el nordeste —y de otras partes— de EE. UU. Gente que solía tener trabajos en fábricas, y ahora todo es una mierda. Adictos a los opiáceos, muchos sintecho, y ninguna oportunidad para los niños. Quien crece allí, a la que termina el instituto, bum, se pira.

Así que el alcalde decidió traer sangre fresca a la ciudad y convertirla en un lugar diverso que fuera atractivo. Habló con empresarios locales, las agencias estatales, y, cuando anunció el plan, parte de la población reaccionó positivamente, «esto es ilusionante, queremos una comunidad más diversa, América va de esto, blablablá». Otro grupo reaccionó negativamente: «no, tenemos veteranos sin techo, los refugiados van a traer tuberculosis, van a querer aplicar la sharía, vamos a tener que construir una mezquita». Este conflicto se ha ido desarrollando a lo largo del verano. Se celebran larguísimas reuniones en el Ayuntamiento, en la biblioteca pública, con discusiones a gritos.

Entrevistarles no es fácil. Hay gente que está sinceramente preocupada por si un sirio va a violar a su hija. Se reduce todo a una asunción sobre otra cultura que se basa en el miedo.

Lo más interesante es que se trata de la batalla por el alma de América, una batalla que está sacudiendo todo el país. Es el tema de esta campaña electoral: ¿Qué tipo de gente somos? ¿Somos un atajo de xenófobos con tanto miedo como para no asumir ninguna responsabilidad en una crisis que ayudamos a crear? Incluso si no lo hubiéramos hecho, basta con mirarlo matemáticamente. Hay un grupo de personas que no tienen nada, que vienen de la guerra y el caos, y en el otro lado estamos nosotros, el país más rico del planeta, con un montón de espacio libre. Es justo, es una forma de justicia que lo compartamos, en lugar de dejar que Alemania se quede sola con su millón de refugiados.

¿Qué piensa de la reacción de Europa ante la crisis de los refugiados?

La acogida de un millón de refugiados por parte de Alemania responde a un bello sentimiento, pero está poniendo su sistema de asistencia al límite y dando argumentos a la extrema derecha en toda Europa. Eso también hay que introducirlo en la ecuación. Si miras el éxito de Trump ves que la gente se siente realmente amenazada. Este año llegarán a EE. UU. menos de ocho mil refugiados sirios, todo un éxito considerando que son muchos más que el año pasado, o si piensas en los que fallecen en el Mediterráneo. Pero sigue siendo un número de refugiados muy bajo. Mientras tanto, Alemania ha acogido a un millón, y su sistema parece estar resquebrajándose. Están sufriendo un impacto cultural, económico, ¡incluso físico! ¿Dónde metes a tanta gente? Pero deben poder ir a algún lado. Al final, ¿no está el fracaso de Occidente, de la diplomacia occidental, en la raíz del problema?

Clare M. Gillis para JD 6

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2 Comments

  1. Lúcida, interesante, maravillosa entrevista.

  2. Elpeondelbien

    Me devoré esta entrevista…LLegué apenas un par de años después de escrita, pero qué fascinante!

    No conozco una revista que tenga el nivel de JOTDOWN. Y sobre todo la diversidad de temas que publican, pero toditos con un nivel y profesionalismo fantástico. Debería ser de lectura obligatoria para los estudiantes de periodismo.

    Me gustaría colaborar en la remada («no os oigo remar») pero desde mi tierra, con un Euro comemos todo el mes!

    Saludos desde Argentina!

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