Cuenta la historia que el gobernador de una región de Siberia se percató después de un zapoy de que había olvidado desearle al zar Alejandro III feliz cumpleaños, por lo que corrió a enviar un telegrama de felicitación hasta San Petersburgo que decía: «He estado bebiendo a la salud de Su Alteza Real durante tres días». El zar, probablemente en medio de su propio zapoy por la compasión de sus palabras, contestó: «Muchas gracias, pero ya es hora de que te detengas». Ya dijo Emmanuel Carrère en Limónov que el zapoy es cosa seria, «no una curda de una noche que se paga, como en mi país, con una resaca al día siguiente. Zapoy es pasar varios días borracho, vagar de un lugar a otro, subir en trenes sin saber adónde van, confiar los secretos más íntimos a desconocidos casuales, olvidar todo lo que has dicho y hecho: una especie de viaje».
El alcohol ha sido uno de los pocos elementos que en la Rusia zarista no distinguía entre clases. Nobles y ladrones, artistas y campesinos bebían como sistema para olvidar las dificultades de la jornada o de la vida. De cualquier modo, que un ruso pueda beber veinte litros de media de vodka al año no sorprende a nadie. Testigo de las victorias y los horrores del país, el símbolo de un sistema social, dolores de cabeza de los últimos jefes comunistas, moneda de cambio y figurante por tiempo indefinido en su afamada literatura. Resacas de escritores, artistas y políticos han pasado debidamente a la historia porque no son mucho menos alocadas que las de tus colegas, como aquella vez que el tunante de Yeltsin fue encontrado en ropa interior en medio de la avenida Pennsylvania parando un taxi para comprar pizza.
La afición de los rusos por el alcohol es más antigua que la Rus de Kiev (Estado ruso antiguo formado por una federación de tribus eslavas orientales). Cuentan algunas de las crónicas del siglo XII que, cuando el príncipe Vladímir estaba estudiando las posibles religiones a las que convertir a los paganos eslavos y averiguó que el islam prohibía el consumo de alcohol, rechazó la idea de que su pueblo sirviese a Alá. Pero para comprender el uso generalizado del alcohol en Rusia es necesario reflexionar sobre la naturaleza misma del país. Como bien es conocido, la tónica de los inicios de la Rus de Kiev fue de un clima gélido, hostil, y de un potencial agrícola subdesarrollado. Entonces, la única bebida con alcohol consistía en pequeñas cantidades de hidromiel originaria de los vikingos.
El siglo XVI fue testigo del estreno de los Románov en la persona de Iván III y los comienzos del sistema de servidumbre; ese mismo centenario hizo su aparición el vodka. En 1533 abrió sus puertas el primer kabak, una taberna donde se podían comprar y consumir distintas bebidas alcohólicas. Bajo la administración de Iván el Terrible estos lugares comenzaron a diseminarse y terminaron siendo frecuentados, mayormente, por la Guardia Imperial. Con apenas recursos suficientes para sobrevivir, el alcohol se convirtió en un bien tan deseado como inalcanzable para el grueso de la población, en su mayoría analfabeta y rural. Sin embargo, en las ciudades recientemente erigidas era más fácil acceder a los licores gracias a la aparición de las korchmas (instalaciones que servían comida y bebidas con bajo contenido de alcohol). Estos establecimientos constituyeron una fuente de oro para el Estado, tanto que en el siglo XVII tuvieron también lugar las revueltas kabak, protagonizadas por los supervisores de estas tabernas y el abuso de poder de sus administradores. La aparición de estas tascas y de esta agüita divina supuso para los rusos un acontecimiento que no solo se usó como embrión de mitos que llegan hasta nuestros días, sino que sentó las bases de toda una cultura en torno a este brebaje.
La brecha urbana-rural se acentuó por el alto precio del vodka. Como cuenta Igor Kurukin en Monarch kabak business, en el siglo XVII, un cubo de este licor (12,3 litros) llegó a ser dos veces más caro que una vaca. La segunda y más importante etapa en el crecimiento de la bebida en Rusia comenzó en 1716, ya con Pedro I el Grande y su decisión de eliminar temporalmente todas las restricciones sobre la destilación. En 1885 las kabaks llegaron a sumar ochenta mil, lo que equivalía a una por cada mil cuatrocientos habitantes, en parte gracias al crecimiento del 30 y 38% que experimentaron los ingresos públicos por la venta de alcohol a finales del siglo XVIII y XIX, con Catalina II y Alejandro II, respectivamente. La tercera etapa coincidió con la abolición de la servidumbre en 1861, cuando el precio del vodka disminuyó sustancialmente a medida que aumentaba el número de destilerías. Por primera vez, el elixir eslavo se hizo accesible al grueso del campesinado.
En Un calendario de sabiduría: pensamientos diarios para nutrir el alma, escritos y seleccionados de los textos más sagrados, León Tolstói incluye un ensayo titulado «¿Por qué los hombres nos estupidizamos?». En él, el autor taladra las capas psicológicas más profundas de los excesos e intenta llegar al epicentro de las adicciones. «¿Cuál es la explicación del hecho de que la gente usa sustancias para embrutecerse: vodka, vino, cerveza, hachís, opio, tabaco y otras cosas menos comunes: éter, morfina, etcétera? ¿Por qué se ha extendido tan rápidamente, y por qué se sigue extendiendo entre toda clase de personas, salvajes y civilizadas?», se preguntó. No es asunto baladí. Pero antes de caer en respuestas anodinas, que el tiempo posiblemente hubiese canonizado en la misma medida que a su autor, este continúa limando las capas del ser, en pro de una respuesta más pragmática a lo que ya se empezaba a considerar un problema social. Y sí, una adicción que actualmente se cobra la vida del 30% de la población masculina no puede tener su raíz tan solo en mitos manidos. Para Tolstói, es en la dualidad del ser humano, «el uno ciego y físico» y el otro que «ve y es espiritual» donde reside el quid de la cuestión. Esa división cuerpo/alma atormentará a Tolstói y a sus contemporáneos durante la mayor parte de su vida. Para el escritor, existen por un lado aquellas actividades que nos mantienen en armonía con la conciencia y, por otro, aquellas que nos esconden a nosotros mismos las indicaciones de esta con el fin de ser capaces de seguir viviendo como hasta el momento.
Esta conciencia dificulta la vida, y con el fin de ser capaz de seguir viviendo como antes la gente recurre al método interno infalible y confiable, que es el de oscurecer la conciencia misma envenenando el cerebro con sustancias estupefacientes (…) detenemos la actividad del órgano a través del cual la conciencia se manifiesta, como un hombre cubriendo sus ojos se esconde de sí mismo lo que no quiere ver.
¿Quién no ha sentido vergüenza o arrepentimiento después de una borrachera? Antes de su fase abstemia, Tolstói conocía bien los usos y costumbres del embrutecimiento del alma, de esa autoprivación de la conciencia a través del alcohol, y encuentra en ella una respuesta filosófica, psicológica y social a la necesidad del hombre «de esconderse a sí mismo las exigencias de la conciencia». Esta misma penetración psicológica está presente en la vida, obra y personajes de Fiódor Dostoyevski. Recordemos que Dostoyevski y Tolstói, ambos abanderados de la novela social rusa del siglo XIX, fueron coetáneos de Marx y de Engels, lo que les hizo ser testigos de la caída del ya decadente zarismo y la gestación del comunismo. En este contexto de convulsión, sus personajes luchan por no caer en los vientos del egoísmo y la libre voluntad individual que soplaban desde Occidente. La prostituta, el criminal, el jugador vicioso o el alcohólico protagonizan una lucha con profundos e idénticos problemas morales que la burguesía, acompañados, en ambos casos, de vino, vodka o champagne. Al fin y al cabo, «lo que necesita Rusia es más Rusia, no más Occidente», como sentenció el de San Petersburgo. La cuestión de fondo es la misma y, además de escritores, fueron otros como Piotr Ilich Chaikovski o Modest Músorgski los que también intentaron dar voz al «alma rusa», conducidos por las vicisitudes del alcohol, el pesimismo político y una sensación de desesperación que se ha ido quedando grabada en el espíritu del país.
El comunismo entró tímidamente en Rusia en la década de 1860 calando rápidamente en la acomodada intelligentsia. De alguna manera su discurso reemplazó al sacro ortodoxo, convirtiéndose en religión para jóvenes que, como Lenin, Trotski o Stalin, construyeron el comunismo que volvió a apelar al alma rusa. Dos guerras mundiales, una guerra civil y el terror estalinista sumados a unas leyes semisecas entre 1914 y 1918 fueron suficientes para moderar el consumo de alcohol, que no volvió a manifestar un crecimiento precipitado hasta 1950. Tres años más tarde, un atormentado Dmitri Shostakóvich estrenaba con la Filarmónica de Leningrado su décima sinfonía, ya curtido en zapoys. Podría decirse que razones no le faltaban; el vodka puede apagar la consciencia cuando tienes que dormir bajo amenaza de arresto, y ayuda a oscurecer la conciencia cuando te obligan a criticar a tu ídolo en público. «Me pareció un hombre atrapado. Su único deseo: que le dejaran solo, con la paz de su arte y su trágico destino, al que estaba obligado a resignarse», dijo Vladimir Nabokov sobre el compositor. Trágico o no, el destino de los sovoks (nacidos en la URSS con una ideología promovida por Gobiernos socialistas del bloque del Este) era el «socialismo con rostro humano».
Por entonces, el socialismo tenía cara de Vénichka, personaje al que los ángeles alentaban a empinar el codo y a coger un tren dirección Petushkí, una miserable ciudad que a él se le antojaba un oasis. Durante su viaje de tres días y preso de un zapoy, el protagonista creado por Venedikt Eroféiev viaja entre alucinaciones, conversaciones y dilemas donde lo divino y el alcohol vuelven a compartir protagonismo. «Tenía razón: Moscú-Petushkí es el gran poema de los zapoy, esa interminable curda rusa a la que la vida tendía a asemejarse bajo el régimen de Brézhnev. La odisea mugrienta, catastrófica, del borrachín Vénichka entre la estación de Kursk, en Moscú, y el villorrio de Petushkí, en las lejanas afueras». Eroféiev no fue mucho más suertudo que el personaje al que dio vida. Sin apenas escribir más en los treinta años posteriores, el escritor murió en 1990 de cáncer de garganta y con el hígado destrozado por el alcohol.
Pero, a diferencia del hombre ruso definido por Vénichka como ese ser poco apreciado a este lado o al otro, se encontraba uno que por el contrario sí era amado en el exterior, pero odiado en su propio país. En 1986, Mijaíl Gorbachov lanzó una ambiciosa campaña antialcohol que, con una serie de herramientas administrativas, económicas, judiciales y sanitarias, disminuyó rápidamente la producción y el consumo. Entre 1985 y 1987 se consiguió que las ventas de alcohol oficialmente registradas cayeran a la mitad, bajando entre el 25 y el 30% los niveles de ingesta, en contraposición a un crecimiento masivo de la destilación hogareña. Se instauró la Sociedad Nacional de Lucha por la Sobriedad donde debían ingresar los altos mandos, y apareció la revista Sobriedad y cultura. A partir de entonces, el alcohol comenzaría a desaparecer de todas las escenas y escenarios, de cines y de teatros.
El pueblo inició una guerrilla contra un empeñado y abstemio Gorbachov, los taxistas vendían vodka a precios escandalosos y surgían nuevas recetas para destilar alcohol casero, lo que dio como resultado un aumento del número de toxicómanos e intoxicaciones masivas. Svetlana Aleksiévich comentó en una rueda de prensa que en los años noventa, «la época del romanticismo», los rusos pensaban que «se marcharían los comunistas y vendría la libertad […] Pero se venció al monstruo del comunismo y ahora debemos de vivir con las ratas que salieron de nuestra propia alma». El porqué lo explica Aleksiévich en El fin del Homo sovieticus, porque «solo un soviético puede llegar a comprender a otro soviético» en el rumor de la calle y las conversaciones de cocina; una generación perdida, «la que tuvo una infancia soviética y una vida capitalista». La obra de la Nobel bielorrusa claudica con los «comentarios de una mujer ordinaria», cuyo marido muere a causa del alcohol.
La naturaleza del consumo volvió a entrar en fase de cambio en cuanto a cantidad y calidad, y este comenzó a extenderse hasta jóvenes y mujeres, entre quienes antes había sido objeto de desaprobación social. En diciembre de 2016, más de setenta personas murieron intoxicadas en la ciudad siberiana de Irkutsk a causa de una loción de baño concentrada a base de alcohol metílico y flores de majuelo. Esta se podía adquirir en cualquier farmacia, y por supuesto era más barata que una botella de vodka. El Servicio Federal para la Regulación del Mercado del Alcohol asegura que cada año se consumen entre ciento setenta y doscientos cincuenta millones de litros de este tipo de lociones, y estima un crecimiento de la demanda de estos productos en un 20% al año. La crisis económica, bien atizada por la caída de los precios del petróleo, y el consecuente aumento del precio del vodka y otras bebidas alcohólicas han causado estragos en la vida de los rusos. En 2010, el entonces primer ministro ruso, Vladímir Putin, aprobó un programa antialcohol con el objetivo de reducir a la mitad el consumo del país en los diez años siguientes y terminar de una vez por todas con el mercado negro de licores.
La implantación de responsabilidades en el Código Penal por reiteradas violaciones en materia de producción y comercialización, los nuevos criterios en la formación de precios o la última y más sonada iniciativa, que propone prohibir la venta de alcohol los fines de semana, son algunas de las medidas mencionadas por el Kremlin. Las últimas estadísticas se muestran algo más favorables y presentan un cambio en los hábitos de consumo en los últimos tiempos, la preferencia de los rusos por el vodka ha caído casi a la mitad, al tiempo que han aumentado las ventas de otras bebidas con menor graduación como la cerveza o el vino. No obstante, fuentes institucionales advierten de que todavía el 30% de los hombres y el 15% de las mujeres mueren por causas derivadas del consumo de bebidas espirituosas. Al final va a ser que, como dijo Antón Chéjov, el alma rusa no existe, y que «lo único tangible es el alcohol, la nostalgia y el gusto por las carreras de caballos».
Interesante artículo para comprender un poco a Rusia y sus movimientos tanto políticos como militares.
Iván III pertenecía a la casa de Rurik (al igual que su famoso nieto, Iván IV Grozny o Terrible), y reinó en Moscovia (Rusia aún no existía como tal) de 1440 a 1505. El siglo XVI le coge de trasquilón.
El primer Romanov en el trono imperial es Mijail I, que es elegido por el zemskiy sobor (La Asamblea de la Tierra, formada por nobles boyardos y terratenientes) en 1613. Inicios del siglo XVII, vamos.
Así, ni acertamos en monarca, ni acertamos en siglo.
El artículo está muy bien si bien en la foto aparecen dos soldados con uniforme alemán sobre un tanque igual de alemán.
Podría servir para ilustrar aquello de «allá donde fueres…» pero en cualquier caso el pie de foto es incorrecto.
Hola,
El pie de esa foto en Cordon Press dice literalmente: «WORLD WAR II: UKRAINE. Red Army soldiers rest on top of a tank near Kirovograd, Ukraine. Photographed January 1944». A menos que se hayan equivocado en Cordon Press, y hasta donde yo se, «Red Army» no se traduce por «Wehrmacht».
Un saludo.
Llevan una parka alemana (Wenderjake reversible, para más señas), no una vatnika o telogreika propia del Ejército Rojo. El uniforme bajo ésta es de color negro, propio de las unidades panzer alemanas. El cinturón que lleva el soldado de la derecha es el de la Wehrmacht. … Así, sí, Cordon Press la ha cagado.
WORLD WAR II: UKRAINE. Soldiers, most likely German, on top of a tank near Kirovograd, Ukraine. Photograph by Vorpahl, 25 January 1944.
Las correcciones históricas no ofuscan para nada el meollo de la cuestión, pero agradezco tal clarificación. Morir envenenados por el alcohol,a diferencia de otras muertes por terceros, es todavía más dramático, ya que el actor principal es el sujeto y su espíritu, expuestos a vivencias horrendas, sean estas climáticas, históricas o sociales que ningún pueblo se merecería. También habría que hablar del tabaco. Recuerdo aún los documentales de reuniones políticas de aquellos años. Todos, sin excepción, fumando, una humareda increíble. Excelente artículo.
¡Qué pueblo mas raro el ruso! El alcohol, vale; la nostalgia, pase, ¿pero qué interés tendrán las carreras de caballos?
Toda una catarata de propaganda ha acompañado a los soviéticos y a los rusos en su lucha contra el alcohol. Carteles, películas y charlas acompañaron durante el siglo XX la lucha contra el consumo de alcohol y parece como si las campañas en contra y la voluntad de beber hubiesen avanzado por caminos paralelos sin llegar a interferirse.
Muchas gracias Marta Valverde por su soberbio artículo. Profundo, documentado y mirando a los ojos «al para que tenemos esta existencia». La respuesta la podemos encontrar experimentando que hay mas allá del sentir. Seguimos caminando, todos juntos. Solo hay uno :-)
Dan miedo estos eslavos, tan gélidos, tan ortodoxos, tan borrachos.
La desesperanza es para mí la característica más evidente del alma eslava. ¿Qué otra cosa para equilibrar el nihilismo? Una botella de водка