I
En el norte de Honduras, dos amigas llevan un restaurante pequeño, discreto, limpio y ordenado. Vacío. Que mira a una playa de palmeras, viento, aguas marrones y arenosas, ya revueltas incluso antes de la lluvia. Sonríen ante la llegada de clientes. Hablando quedito y con la segunda cerveza que, pese a los cortes de electricidad, está bien fría, ofrecen langosta. Es mayo, la veda no se ha abierto aún. No lo hará hasta julio. Que no está permitido venderla —porque son crías— lo explican ellas mismas. Su sonrisa es sincera, en paz con la ley y con su ausencia, la realidad. Es barata, aquí son diez dólares el plato. En Estados Unidos o Europa, en función de la elegancia del lugar, sube hasta treinta dólares por pieza. La cocinera dice que vienen de allá, de la Mosquitia. Se sirve «típica»: rodeada de tajadas, arroz con frijol y ensalada. «Se meten los misquitos al mar, bien abajo y tiran esa lanza que llevan».
Invitan a la cocina, que lo es de una casa, y muestran. Se saca del freezer, se pone en agua para que descongele y, al mismo tiempo, otra olla a calentar. Cuando el agua hierve —va haciendo mientras habla— se echa la langosta —un minuto o dos— y se saca para que el cascarón se ponga blandito. «Ponés una tabla y le pegás con una piedra, que no se vaya a romper», dice. «Que se vaya descascarando despacito, porque tiene puya. Hay que saber. En medida con el cuchillo, para que saque la tripa. Ahí ya le añadimos el ajo y los condimentos».
Está deliciosa. Pero el deleite dura poco. Dos hombres entran en el local. Piden cerveza. Se sientan en la esquina de la barra. Se instala la desconfianza. Trabajan en el mar. Uno, de esos rubios de ojos azules, origen estadounidense, gorra calada hasta los ojos, hondureño de Roatán con el inglés como lengua materna, malencarado y desconfiado, dice que fue capitán de bote langostero. Ya sabe lo que se pregunta, lo que se dice, sobre la langosta. Habla escueto, como si escupiera balas. El problema en Honduras es que no hay respeto, dice. No hay ley, dice. Mala industria, la de la pesca. Los buzos misquitos, sus accidentes, su culpa. No hacen caso. En vez de ganar dinero trabajando, en vez de permitir que el negocio avance, buscan sacar dinero de los barcos. Se drogan, beben, dice. Tienen accidentes y luego piden para curarse. Luego calla. Cae la noche.
Otro bar en el puerto. Otra vez han cortado la electricidad. A la luz de una vela, apenas se distinguen las sombras de dos buzos. Brazos de piedra, hombros anchos. Misquitos de español quebrado. Sin trabajo hasta que termine la veda, en julio. Hablan de profundidad en el mar, de la necesidad de ir cada vez más abajo para conseguir langostas, de los capitanes y la presión por llevar producto a los barcos. De las prisas, del tiempo de inmersión. De la subida veloz cuando se acaba el oxígeno y de los accidentes. Son pobres y hablan de ello. Piden dinero para comer, lo exigen, se ponen rudos, rodean, casi asaltan. Es La Ceiba, Honduras.
II
Llegar a Puerto Lempira supone sumergirse en un espacio hostil a la vida, con menos de tres habitantes por kilómetro cuadrado. La avioneta vuela desde occidente y hacia el sur. No hay carretera, el Estado nunca la ha considerado necesaria o no ha podido construirla. Hay que dejar atrás La Ceiba, la sierra presidida por el Pico Bonito, Trujillo, la Punta Caxinas y Puerto Castilla, sobrevolar la selva y pasar sobre los suampos, los pantanos planos e inundables que rodean el mar de la langosta. Después, la sabana, de un verde degradado por el marrón, neblinoso. El lugar, vacío, es inservible para la agricultura e improductivo desde que los ingleses se llevaron la caoba y los estadounidenses el banano. Cuando el mar lo inunda queda la sal, que mata la tierra. Por otro lado, muestra unas pocas señales de algo más: ha sido horadado en algunos puntos por los explosivos, que el Ejército de Honduras utiliza para inhabilitar las pistas de aterrizaje clandestinas de los narcotraficantes, cráteres de tres en tres y en línea recta. Por la Mosquitia pasa casi toda la cocaína que sale de Colombia y Venezuela en dirección a los Estados Unidos.
Puerto Lempira es abandono y soldados en cada calle, movimiento y gesto cansino. Son bicicletas y motocicletas. Alguna camioneta de cristales negros, muestra de poder. Es calor y polvo. De una lentitud pesada y mosquitos que a medida que cae la luz se meten en la boca y los ojos. Ferreterías de espíritu fronterizo, superávit de misioneros e iglesias evangélicas de madera —muchas— entre pacas con inmensos sacos de ropa usada a precio de saldo y junto a comedores de menú único —rice and beans, pollo, tajadas, cerveza templada que al abrirse se bebe o se calienta—, montones de basura que humean en las esquinas e inmensos cerdos negros en las zanjas de aguas negras que recorren cada calle de la ciudad, mujeres cocinando en hornos al aire libre, niños que juegan desnudos en un lodazal de charcos antes del diluvio de cada tarde.
Pero Puerto Lempira es, sobre todo, una coreografía cruel, dolorosa pero obviada, de buzos enfermos que se arrastran en equilibrios imposibles sobre muletas medio rotas o en sillas de madera para inválidos que avanzan con la cadencia, poca, que los brazos son capaces de transmitir a la cadena que mueve las ruedas. Y mendigan. Nadie, ya, los necesita. Uno de ellos se protege de la lluvia bajo el marco de la puerta de un restaurante. El hombre, de más de cincuenta años, quebrado el español, quebrados los ojos, quebrada la voz, cuenta que recicla latas, que necesita cien para comprar una libra de arroz. De aquí se ha llevado tres. Tres latas. Luego se va, pedaleando con los brazos, y su mujer camina a su lado, despacio, adaptándose al ritmo de la silla de ruedas.
III
Gabino Tetam tiene cincuenta y un años. Levanta una silla de plástico blanca con el esfuerzo y la lentitud de quien apenas camina. La coloca entre dos caracolas que extrajo del fondo del mar y que le sirven tanto de adorno como de memoria de otra época en la que vivía allí abajo, de lo que sacaba de allí abajo. Ahora trata de construir nasas con estructura de madera, una técnica importada de Jamaica.
Recuerda el accidente sentado frente a su casa en Kaukira, en la barra frente al mar que buceó desde los catorce. Fue en enero de 2010, tras treinta años sacando langosta del fondo del mar. «El tiempo estaba bien fresco, helado, había pasado el norte de Alaska. El profundímetro se me falló y me estaba marcando ochenta pies, pero no era verdad, al salir pregunté al muchacho del cayuco qué profundidad tenemos, y me dijo estamos como ciento y pico pies» (más de cincuenta metros). Entonces supo que «la parada de salida no la había hecho bien».
Y que el golpe siempre llega al salir a la superficie.
«Cuando estoy en el cayuco —continúa— me siento mareado y cuando estaba sentado y tomando mi pulso yo estaba sintiendo que no me estaba equilibrando y cuando me estoy acercando más al bote siento que el cuerpo se deja ir solo para el agua y me pongo acostado. Me desmayé». Ese es el golpe.
La primera medida para disminuir el golpe de la presión, como lo llaman, para equilibrar gases y fluidos dentro del cuerpo, es volver a bajar. «Fue como a las 11 de la mañana, todos los muchachos estaban almorzando y se alistaron a hacer parada de descompresión a la una y cuando nos tiramos al agua estaba lloviendo y yo con esa enfermedad no lo pude aguantar. Bajamos como treinta pies, pero el que me estaba acompañando se salió y, con eso de que estaba afectado, quedé más afectado». El mal tiempo impidió que la lancha de rescate alcanzase el bote langostero en el que Gabino esperaba, dolorido y casi inconsciente, para llegar al tratamiento en Puerto Lempira, único modo de evitar la parálisis. «En la cámara [hiperbárica] hay que estar antes de veinticuatro horas, pero yo lo hice a las cuarenta y ocho horas. Tuve mucho conflicto para llegar a tiempo».
No hay rencor en su relato. Cobró doscientos cincuenta dólares al mes durante seis meses del dueño del bote. Después de treinta años trabajando, quedó abandonado a su suerte. «Fracasar es como decir ahí me pegó la paralización del buceo. Ya no puedo trabajar más y me quedo así, como decir postrado, ya no soy hombre completo, soy lisiado».
Se levanta de la silla. Arrastra los pies, no tiene fuerza, parece que se va caer en cualquier momento. Pero no lo hace. Avanza, con dolor pero sin pausa, hacia la nasa que construye. Tiene que comer.
IV
El Departamento de Gracias a Dios, más conocido como la Mosquitia, fue el último territorio en incorporarse a Honduras en 1957. Con noventa y un mil habitantes, la gran mayoría misquitos, es el territorio más abandonado de un país duro. Donde el 66 % de su población es pobre y el 22 % extremadamente pobre. En la Mosquitia, el mismo 22 % es también analfabeto. Solo cuatro de cada diez personas pasan más de siete años en la escuela. La mayoría de los buzos, todos misquitos, tiene grandes dificultades para hablar español. La renta per cápita media de este departamento abandonado es de poco más de mil dólares al año. Alrededor de ocho veces menos que la de la capital, Tegucigalpa. Si Honduras compite solo con Haití por el último lugar en la lista de los países más pobres del continente, esta región es, de largo, la más hundida del país. Hundida y dependiente. El 26 % de las familias misquitas vive directamente de una sola industria, la que mantienen unos treinta barcos que extraen langosta por buceo para su exportación a los Estados Unidos.
Aquí hay diecinueve mil hombres entre los quince y los cincuenta años. De ellos, alrededor de dos mil son buzos ya incapacitados para el trabajo por el síndrome de descompresión. Al menos uno de cada diez hombres en edad de trabajar está paralizado por accidente laboral. Un estudio realizado en 2012 por el Centro de Ecología Marina, una institución hondureña, en colaboración con el Smithsonian Marine Station eleva esa cifra al 18 % de todos los varones en edad de trabajar. Cuando trató de levantar un censo, localizó a mil ciento ochenta buzos lisiados y unos dos mil quinientos buzos activos. En 2016 la Asociación de Buzos Lisiados localizó a mil ciento cincuenta buzos lisiados en la mitad de los municipios y no tuvo fondos para visitar toda la región. La doctora que lideró el conteo, Ana Paz, es quien estima que hay más de dos mil lisiados —una proyección estadística simple en un lugar donde nadie mide el dolor— y dice que pueden ser incluso más, que cada semana incorpora al menos dos expedientes nuevos a su archivo.
La cámara hiperbárica del hospital de Puerto Lempira, que trata a la mayoría de los accidentados, recibe ahora una media de cuarenta y cinco nuevos enfermos al año. El 37 % de los fallecimientos registrados en la región se debe a accidentes buceando. Entre cuatrocientos cincuenta y quinientos han muerto víctimas de ese accidente desde que se detectó el problema hace alrededor de una década. Cientos más han agonizado —agonizan— durante años hasta morir de enfermedades relacionadas con su inmovilidad.
La mitad de los accidentados no ha recibido ninguna indemnización. El 40 % nunca recibió tratamiento médico tras el accidente.
Todas las cifras son conservadoras. Nadie centraliza la información desde 2012, año en que se publicó un informe de varias organizaciones no gubernamentales locales del que salen estos datos. El ingreso mensual medio de cada buzo es de quinientos dólares, durante los ocho meses del año que se permite la pesca de langosta. Esa cifra se diluye hasta desaparecer en un sistema de intermediarios que contratan a partir de adelantos usureros y financiando un fuerte consumo de drogas y alcohol en el trabajo.
Ante una realidad tan cruel, nadie defiende la continuidad de esta industria. Pero no hay opción. El debate ya tuvo lugar. Y, como siempre, se quedó en debate con fondos de consultoría internacional. El Gobierno de Honduras, presionado por la comunidad internacional, decretó el fin de la pesca de langosta por buceo en 2011. Le puso fecha: 2013. Como tantas cosas en Honduras. El «fíjese que…», los matices y los peros han provocado que desde entonces se aprueben moratorias para permitir que la única actividad económica de la región continúe ante la ausencia de alternativas laborales para sus habitantes.
En la temporada que cerró en febrero de 2017, según la Secretaría de Agricultura y Pesca, Honduras exportó 1,7 millones de toneladas de langosta por valor de treinta y cuatro millones de dólares, con treinta barcos registrados. El 95 % de la langosta terminó en mesas de los Estados Unidos. En esa temporada, a la lista de los lisiados se sumaron cuarenta y cinco personas. Más de uno por barco, más de uno por cada millón de dólares de volumen de negocio.
V
Cristóbal Colón llegó a la costa norte de Honduras en su último viaje, durante un invierno tormentoso de 1502. Logró superar el cabo Gracias a Dios que hoy da nombre al departamento en el que se incluye la Mosquitia hondureña. Varios años después, en 1508, Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís escribieron la palabra Honduras para nombrar el territorio. Dicen algunos historiadores hondureños que quizás el lugar se llamaba Huntulha y de ahí la castellanización. La bruma de la historia envuelve todo lo referente a esta esquina del continente. Los españoles trataron de internarse en estas tierras desde el mar en varias ocasiones sin demasiado éxito ni interés. Los habitantes de la zona sabían lo que sucedía con los pueblos a los que llegaban los españoles y no ofrecieron ninguna colaboración. Hubo guerras y abandono. La costa de los mosquitos cayó progresivamente bajo control de bucaneros británicos sin que Castilla hiciese mucho por evitarlo.
En torno a 1630 se convirtió en un protectorado británico que duró algo más de dos siglos. Coronaron a un rey local al que dieron un sombrero, ron, algunas armas, y le enseñaron a hablar inglés para que se enfrentara a los españoles. En Nicaragua vive aún un heredero de aquel teatro colonial cuyo argumento siempre ha girado en torno a facilitar la extracción de los recursos naturales de la zona. En el parque central de Puerto Lempira y en protesta por el abandono de la Mosquitia ondea la bandera de aquel reino misquito —muy similar en sus rayas cruzadas azules y rojas a la del Reino Unido—, izada de nuevo, siglos después, en mayo de 2017, por el Consejo de Ancianos misquitos para llamar la atención hacia su realidad, como siempre con poco éxito.
No se sabe gran cosa de los habitantes originarios de la Mosquitia. Que hubo una civilización precolombina y que desapareció. Que abandonó una ciudad, la ciudad blanca, que hoy espera escondida en la selva. El origen de los misquitos —al menos una versión, ya que se trata un pueblo que no ha dejado ningún testimonio escrito de su pasado— está en los testimonios recopilados por los bucaneros ingleses. Alrededor de 1640 hubo un motín a bordo de un barco portugués que trasladaba esclavos de Guinea a Brasil. Quisieron regresar a África, pero no sabían manejar el barco y naufragaron frente a la Mosquitia, donde fueron esclavizados por los indios kukra-sumo, herederos de los chorotegas, a quienes supuestamente habría pertenecido aquella ciudad blanca. Los misquitos actuales serían producto de ese mestizaje entre negros e indígenas. Pero nadie sabe a ciencia cierta. Para protegerse, los caciques misquitos decidieron no dejar rastro escrito de su historia. Toda la costa del Caribe sigue hoy poblada por mestizos, zambos y negros descendientes de esclavos que, en su vida diaria, siguen llamando indios a todos los que viven en el interior.
VI
Los primeros misquitos en salir a formarse a Tegucigalpa lo hicieron en 1933 con becas de una junta militar. «Unos militares cayeron con un avión en un plano y se llevaron estudiantes becados», dice Jacinto Molina, un historiador local. Desde entonces, poco más que eso han logrado. Algunos maestros y muchos soldados. Algunas escuelas y centros de salud mal abastecidos. Si el Estado de Honduras decidió llegar a instalarse definitivamente a la Mosquitia en la década de los sesenta fue para afianzar su presencia y no caer derrotado en el litigio fronterizo que mantenía con Nicaragua sobre los lindes entre ambos países. Pocos años después, también desde aquí, Estados Unidos influyó, armó, entrenó y envió hombres y armamento para luchar contra la revolución sandinista.
Molina habla, como todos los misquitos, de abandono, olvido, desprecio cultural y rapiña extractiva de los recursos naturales. Ya no queda banano, ya no queda caoba, se está acabando con la langosta y, en esa pelea por seguir produciendo y exportando, se está yendo la salud de los hombres que pueden trabajar.
De la cultura misquita, que fue animista, adoradora del sol, la luna o el trueno, pocos restos quedan. Apenas la percepción de que es necesario proteger los recursos de los que viven. «Todos los seres vivos, llámense plantas, llámense animales, tienen dueño. Si un misquito va a ir a cortar un árbol de caoba tiene que poner al pie del árbol algo como pago antes de cortar. Ese árbol tiene dueño y, si no lo hace, ese dueño lo puede castigar». Y esa es la misma creencia que muchos aquí aplican con la langosta. «Los misquitos bajan a sacar y a cambio no dejan nada y el castigo cruel que envía la sirena es enfermarse y morir».
Fueron los misioneros cristianos de la Iglesia morava quienes terminaron en el siglo xix con esa religión misquita, con su cosmovisión. Quienes mediaban entre los espíritus de la naturaleza que castigaban por robo de madera o pescado y la población eran los sukias. Expertos en botánica, fueron considerados brujos y equiparados con el demonio por los cristianos. Hoy solo sobreviven algunos ancianos, marginados, estigmatizados y en comunidades remotas que recuerden todo eso. El dolor, en cambio, continúa.
Los misquitos identifican sus males con una sirena, Liwa Mairin, que muchos hombres ven en el fondo del mar antes del accidente que les deja inválidos. Liwa Mairin es el ser que les castiga por robar lo que tiene dueño, por terminar con la tierra y los recursos del mar. También cuentan la leyenda del espíritu que llega en las noches a extraerles el corazón y los pulmones. Que termina con ellos porque ellos terminan consigo mismos, dirigidos por la avaricia de los capitanes y dueños de barcos langosteros, que fueron antes las empresas de madera y banano. Que termina con ellos por dejarse llevar por la ansiedad que genera el falso maná del narcotráfico, en medio del desinterés de los Gobiernos de Honduras y Estados Unidos, consumidores finales de todo lo que por allí pasa.
No porque queden pocos sukias o las tradiciones desaparezcan muchos de los buzos dejarán de pensar que lo que les sucede es un castigo maligno en represalia por su comportamiento con la naturaleza y no un accidente laboral por no seguir las reglas del buceo, por la necesidad del destajo a cincuenta metros de profundidad para malvivir.
VII
Aparece silencioso, en una esquina. Las piernas le cuelgan inermes. En dos movimientos precisos, fuertes, ágiles, lanza una muleta hacia delante dentro de una zanja, hace pértiga y la cruza de un salto. Se llama Edgardo Bence. De piel morena, barbilampiño. Dulce, tímido, sonriente. Casi no se le oye. Casi no se le entiende. No sabe leer ni escribir. «Cuando yo estoy sentando así me molesta mucho porque el sangre no está bailando, así que yo soy caminante». Saca un papel que alguien le ha escrito y con el que pide algo para comer. «Buceaba manguera, tanque, pulmón, pipa, máscara, valía. Los buzos misquitos tienen valor para morir». Sigue hablando en el español de los misquitos: «Yo saqué un huevo, saqué el corazón, cuando buceando, al agua salada agarró como así en el pulmón», y se levanta la camiseta para mostrar una cicatriz en el lado izquierdo de su pecho, justo debajo del corazón. Cree, en realidad lo cree, tras bucear durante veinte años, que un espíritu llegó de noche para castigarle y le extrajo el corazón y el pulmón.
En realidad tuvo dos accidentes de buceo. Uno en el año 2000 y otro a principios de 2017. Muchos hombres regresan al mar tras el primer accidente, no tienen opción. El segundo siempre es peor. Algunos, como Edgardo, con la rehabilitación, pueden recuperar fuerza en las piernas. Pura fantasía, solo sirve, muchas veces, para forzarse hasta el tercer accidente. La alternativa es el hambre. Recuerda que estaba a ciento sesenta pies. «El agua es muy sucio. Así que yo pensé era un poco seco pero yo bajando y bajando y no encuentro tierra y nosotros tenemos valor y lo miro en el reloj y ciento sesenta pies y cuando yo quiero salir, ya muy hondo, pero veo una loma, una piedra, bastante langosta caminando. Pas, pas, pas, yo lo recogí y salí, y en el cayuco, pom, mareado en mi cabeza, loco, me duele mi cabeza, me duele, le digo al cayuquero vámonos, yo ya estoy muerto».
A medida que aumentan la profundidad y el tiempo bajo el agua, la presión modifica los efectos que genera en el cuerpo la combinación de nitrógeno y oxígeno. Los pulmones se comprimen, los alvéolos dejan de funcionar correctamente y cambian las proporciones entre los gases que circulan por el cuerpo. Es entonces cuando el nitrógeno se impone sobre el oxígeno, ciertas células del tejido nervioso dejan de funcionar correctamente y la transmisión de información entre neuronas comienza a fallar. La narcosis es un proceso gradual que deteriora el razonamiento, se altera la capacidad de toma de decisiones, se impone la confusión, llega el estupor, se pierde la memoria, cambian la visión y el oído o la percepción del tiempo y llegan las alucinaciones, las sirenas, ya inducidas culturalmente, antes de perder totalmente el conocimiento.
Edgardo dice que tiempo después del accidente llegó a donde vivía quien le había embarcado y le amenazó con prenderle fuego a la casa. Se fue con veinte mil lempiras de indemnización, unos ochocientos cincuenta dólares, más o menos cincuenta dólares por año trabajado. Ahora ofrece costurar ropa y zapatos por Puerto Lempira para mantenerse mientras intenta rehabilitarse. Y también, claro, mendiga.
VIII
Tras el accidente, ya lo hemos visto, los buzos suelen realizar una inmersión con la que tratan de compensar de nuevo los niveles de dióxido de carbono y nitrógeno en su sangre. Rara vez funciona. Los compresores instalados en los barcos langosteros que alimentan el aire de las bombonas con las que bucean los misquitos introducen eso, aire, y no oxígeno, en los pulmones de los pescadores de langosta. Aire sucio que, mezclado demasiadas veces con el humo de los motores, alimenta su delirio. Además, para que esta medida funcione, existen tablas precisas que manejan el tiempo y la profundidad a la que hacerla. Con oxígeno puro. Cosas, ambas, que los buzos misquitos no conocen.
Cedrack Waldan tiene treinta y cinco años y es uno de los pocos misquitos con barba que uno puede cruzarse. Es el fisioterapeuta, alto, fuerte, vehemente, articulado, que maneja la cámara hiperbárica del hospital de Puerto Lempira. Por sus manos han pasado casi ciento cincuenta hombres accidentados. Los ha escuchado a todos. «Hemos salvado vidas, hemos mejorado la vida del buzo». Cuando uno pasa, renqueando, frente a la puerta, baja la voz, compungido. «No lo hemos puesto en la condición que él quiere, pero por lo menos logramos que sea algo independiente». La cámara hiperbárica es un objeto de un blanco impoluto pero viejo. Ovalado, claustrofóbico, similar a uno de los primeros submarinos. Dentro, una camilla y varias claraboyas para permitir el contacto visual con quienes están fuera durante las horas, a veces hasta cuatro y media diarias durante dos semanas. Por la necesidad, en el interior se hacinan hasta cinco personas a la vez.
No es fácil aguantar dentro. «Cuando uno entra —dice Waldan— lo primero es que empieza a sudar, la voz se vuelve más fina por la propia presión, uno se siente liviano y, si no se ventila, uno puede deshidratarse ahí porque la calor es tremenda». Conectados a una bolsa de suero y a una sonda, los buzos tienen problemas para orinar y defecar, llegan a la última hora de cada uno de sus encierros sanadores con demasiado monóxido de carbono en la sangre y dependen para respirar del oxígeno externo a la cámara.
El problema de los buzos en su trabajo es que bucean demasiado tiempo. Cedrack sabe explicarlo. Bucean demasiados minutos a demasiada profundidad y salen demasiado rápido, presionados por la falta de un aire que agotan hasta el final, para apurar el tiempo de búsqueda de langosta, sin hacer las paradas de seguridad obligatorias. Ahí llega el golpe. A más de cincuenta metros de profundidad aumentan los niveles de dióxido de carbono y nitrógeno en el cuerpo y se forma una burbuja en el torrente sanguíneo. Cuando el tanque que están usando se termina, ya sea por apurar hasta el último segundo de trabajo posible o porque se pierde la noción del tiempo debido a la narcosis que provoca la mezcla entre la profundidad y la mala calidad del aire, la burbuja se va formando y, mientras salen a la superficie, avanza cual guillotina en dirección a los nervios de su médula espinal y asciende hacia la cabeza.
Se trata de una mala práctica profesional, por supuesto. Pero no es tan fácil como decir que no bucean bien y, por tanto, los accidentes son su responsabilidad.
En salidas al mar de incluso quince días seguidos, se imponen, les imponen, una jornada laboral de hasta ocho horas, mucho más larga que la que aceptaría un buzo bien formado y con salario, y suben a la superficie solo para cambiar de bombona y dejar matates cargados de langosta en su cayuco. Trabajan a destajo. A setenta lempiras, unos dos dólares y medio por libra de langosta. A poco más de un dólar la langosta que vale diez en un restaurante de Honduras o treinta en el primer mundo. Cuanto más saquen en el tiempo limitado de que disponen, más ganan. Y es el único trabajo que tienen en todo el año. El círculo del descenso a la precariedad se cierra porque cuanta más langosta se extrae del fondo del mar, menos langosta queda. Y la que queda se refugia a mayor profundidad. Por eso cada vez es más peligroso bucear.
Cuando ha llegado el golpe, y el buzo se desvanece, mareado entre intensos dolores musculares y de articulaciones, la única manera de salvarse es llegar a la cámara y hacerlo rápido. No siempre sucede. Sobre todo si están buceando a cientos de millas de la costa. O si no hay lancha rápida, o si la lancha rápida no tiene combustible, o si no está el piloto. O si el capitán decide que el estado del buzo no es tan grave como para perder dinero o tiempo de pesca.
«Vienen con sufrimiento, la vejiga inflada. Enema y enema y enema. Se sienten mal. Sufre el paciente y sufrimos nosotros», sentencia Cedrack. «Conmueve».
IX
El óxido, el calor y los aparatos estropeados contribuyen a la imagen de derrota. Un hombre joven está totalmente paralizado en una cama mientras alguien le mueve los pies. Otro, que aparenta estar entrando en la primera vejez, trata de caminar sobre dos barras de madera con la ayuda de su hijo, que le carga con desgana cada vez que llega al final de su corto recorrido. Cada vuelta es un dolor. Verlo es un dolor. Su cara es un rictus de dolor.
Otro está de pie, apoyado sobre una tabla. Tiene un cinturón de cuero a la altura del pecho y otros dos en las piernas, por encima de cada rodilla. Está atado. Por eso no se cae al suelo. Su cara transmite una inmensa tristeza. Tiene cuarenta y cuatro años, comenzó a bucear a los catorce y fracasó después de veintisiete años trabajando. Habla de su accidente, no recibió indemnización alguna. Quiere ir a Tegucigalpa para demandar a la empresa, no tiene cómo. Me pide que le lleve. «Si me da algo el dueño del bote yo te doy para fresco», promete, serio. Vive en Kaukira, a cinco dólares de lancha —muchísimo dinero para quien no tiene nada—, y habla de lo que se le complica quedarse en Puerto Lempira una semana, por la necesidad de encontrar cuarto y comida para asistir a las sesiones de rehabilitación y fisioterapia.
Su depresión es profunda. «Estoy triste, hermano, cuando yo acuesto en mi cama muchas cosas vienen en mi mente. Hice cosas que Dios no quería, compré veneno que dicen matarratas, iba a hacer fresco, tomar para morirme, pero mi hija me quitó el vaso y lo botó. Saqué pistola con veintidós tiros y quería poner en mi cabeza, mis hijos me quitó pistola y lo vendió y con eso me dio comida». Al menos, por ver algo de luz, cuenta más animado que le han quitado la sonda, que le molestaba mucho. Se abre el pantalón y muestra el pañal, verde, que, para él, en su situación significa que algunas cosas pueden mejorar algo. Y si aquí hay algo de luz es por apoyo mutuo. El fisioterapeuta que les ayuda, Teófilo Vence, es una sonrisa que camina con dificultad, pero camina. Fue buzo, está lisiado. Y mientras un doctor voluntario lo rehabilitó a él, aprendió a rehabilitar a otros. Dice muchas veces que, si él pudo, ellos pueden. Y le creen. Por eso vienen.
X
En el hospital hay un solo psicólogo que es, de hecho, el único psicólogo en todo el departamento. Al menos habla misquito y puede comunicarse con sus pacientes. Se llama Dexter Allen y tiene veinticinco años. Dice que la depresión es colectiva, regional, cultural, de pueblo. Que el individuo sufre crisis ansiosas recurrentes provocadas por el paso de ser independientes y llevar el sustento a su mujer e hijos a ser totalmente dependientes del cuidado de sus familiares, cuando los tienen y estos aceptan hacerse cargo, lo que no siempre sucede. Dice que, más que tratar una enfermedad, su trabajo es educar para convencerles de que tienen una enfermedad. Que ellos no lo aceptan, no se adaptan a su nueva vida y que muchos no acceden al tratamiento de cámara hiperbárica porque achacan el síndrome de descompresión al castigo de un ser sobrenatural y no están preparados para entender que el problema es físico.
XI
En 2003 la Asociación Misquita de Buzos Lisiados presentó una demanda colectiva contra el Estado de Honduras. Llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Firmaron la demanda cuarenta y nueve hombres. Veinticinco ya han muerto. Por ahora, lo único que han conseguido es una pequeña clínica en la que una doctora, Nuria Paz, de veintinueve años, un enfermero y una enfermera atienden a los buzos con poco más que el cuadro básico de medicamentos, sin equipos de rehabilitación y trabajando aunque a veces sus sueldos tarden meses en llegar. Y también aquella lancha que debería transportar a los buzos a la cámara y que cuando tiene piloto no tiene gasolina y cuando tiene gasolina no tiene piloto.
La doctora Paz habla de largo plazo, de una enfermedad progresiva. «En el momento se trata de revertir un poco los daños y se logra». Cuando llegan a la cámara hiperbárica a tiempo y siguen un proceso de rehabilitación. «Salió inconsciente y con descontrol de esfínter y mejora». Así es como ven a los pacientes quienes los ven por primera vez. «Pero luego vuelven atrás», explica. «Si no están activos, pierden fuerza, sensibilidad, regresan los calambres, se sienten duros, rígidos, y vuelven a la situación original». Lo peor les pasa a los encamados. Y hay cientos. Solo hay que caminar por cualquier aldea de la Mosquitia y preguntar. Están ahí, tirados en el suelo de sus casas. «Llegan las úlceras por decúbito y a eso súmele que no tienen buena irrigación sanguínea, súmele que pasan orinados, defecados, infectados con bacterias… un todo que va haciendo de ellos… hasta el shock séptico, hasta el momento en que mueren».
Se olvidó de una cosa. «Súmele la desnutrición. Muchos acaban desnutridos».
XII
En los países empobrecidos vive gente en los basureros. Los pepenadores viven de lo que la gente arroja. En Guatemala, en Honduras, en Nicaragua, hay comunidades enteras que viven sobre los restos, exprimiéndolos como un recurso más. En la Mosquitia están los sacabuzos. Los dueños de esos cuarenta barcos langosteros, como sus capitanes, como los de las plantaciones de azúcar en Guatemala, por no ir lejos, no se mezclan, no bajan, no reclutan, no atienden. Siempre, desde la época colonial, desde el inicio de todo esto, ha existido la figura del capataz, del intermediario, del encomendero, como se llamaba en tiempos de la Corona de Castilla. Los sistemas de explotación no son fáciles de explicar. Nadie quiere reconocerse en ellos.
Sentado a una mesa en Puerto Lempira, Gustavo Martínez, un sacabuzos de cincuenta y cuatro años, habla en general, sin relacionar lo que dice consigo mismo, insistiendo varias veces en eximirse de lo que va a contar, que, paso a paso, coincide con la misma historia repetida por varias personas en varios lugares. La primera idea es, siempre, la culpa de la víctima. «La mayoría de los buzos son viciosos. Se han arruinado con la droga, con eso que han fumado. La marihuana y el crack».
Como resumen, el trabajo del sacabuzos, el sistema, es este: es el hombre de confianza del dueño del bote. A él se le gira el dinero. El sacabuzos da adelantos. Para comida, primero, y también para droga. «Si no hay adelanto, no vienen», espeta como suerte de justificación. Pero a veces ese adelanto equivale a la mitad de todo lo que pueden llegar a ganar en un embarque de dos semanas, que nunca superará los quinientos dólares. Cuando el barco va a zarpar, se junta a los hombres, unos setenta de media en cada bote langostero y se sale al mar en una lancha para embarcar. Durante esos días en el mar, gran parte del dinero se va en bebida, en droga —hay que aguantar ahí metido quince días de inmersión— y, como varios relatos detallan, hasta en lanchas con mujeres que salen de Kaukira hacia los cayos alrededor de los que fondean los barcos. El sacabuzos espera a bordo mientras los buzos sacan langosta. Apunta las capturas de cada hombre, lleva cuentas, organiza, provee, aumenta la cuenta. Y días después, una vez en tierra, cuando se ha vendido la mercancía al exportador, recibe una transferencia del propietario del bote. Con esa transferencia convoca a los buzos y, previo descuento de los adelantos para comida —y droga y bebida y mujeres—, incluido el interés —nadie presta dinero gratis—, les paga lo que les quede en la cuenta. Si es que queda algo. Este sistema de trabajo tiene siglos de antigüedad y ha recibido varios nombres a lo largo de la historia. Ninguno de connotación positiva.
XIII
Uno de los mejores textos sobre la Mosquitia fue publicado en 1940 en la revista de la American Geographical Society. Su autor, Wolfgang von Hagen, viajó por el territorio durante cinco meses patrocinado por quienes exportaban madera.
Ya entonces explicó que aquí todo sucede contra el tiempo y los misquitos. Auguraba que llegaría el fin de la explotación de la madera y la del banano, en las que la población originaria trabajó sin salarios durante décadas, para otros, y que, cuando en la tierra ya no quedara nada de lo que apropiarse y sus habitantes hubieran perdido su cultura y con ella su capacidad de relacionarse con su entorno, comenzaría una regresión social que terminaría con ellos.
Pero Von Hagen se equivocó en algo. Tras madera y banano, el extractivismo no terminaría. Se renovó y transformó para continuar depredando con voracidad. Esa regresión social anunciada por Von Hagen —la desaparición del pueblo misquito— está sucediendo: es una mezcla de aculturación, pobreza, droga, alcohol, nitrógeno, presión, alucinaciones, explotación laboral y un intenso y sordo sufrimiento colectivo contra los que el Estado no ha querido o no ha podido actuar. En la Mosquitia, la historia es recurrente, violenta y sigue impuesta desde fuera, para mayor abandono de la población, que no es ya, que no ha sido nunca, más que otro recurso que explotar.
Von Hagen no predijo que en 1970 llegarían los barcos langosteros a la costa misquita. Y unos años después, a esa misma costa, las avionetas y las lanchas rápidas del narco, para alimentar una nueva —otra más— utilización de los misquitos. Y que con ella, contra su cultura, ya casi desvanecida, irrumpirían en este pueblo visiones delirantes de una modernidad deletérea. Mitos de los que la Mosquitia nunca ha estado exenta y que parte de la población cree a pies juntillas. Mitos como el que extienden desde los púlpitos evangélicos de sus pequeñas iglesias de madera algunos pastores, bien pagados por los traficantes, para que sus fieles crean que la cocaína es el maná que Dios envía por mar y cielo para alimentar a una población necesitada de todo.
No en vano, si de la historia misquita queda algo, es poco más que la idea de un castigo, siempre mutante en los detalles pero siempre el mismo: el de atacar y extenuar a la naturaleza, terminar con la tierra y sus recursos. El de usarla, aunque solo sea como lugar de paso, como geografía maldita.
XIV
La laguna de Caratasca es el centro neurálgico de la Mosquitia. Une —o separa, en función del acceso a transporte que se tenga— la capital, Puerto Lempira, con las aldeas de la barra, las de las playas larguísimas y abiertas, las que dan a esta parte del Caribe, al mar de la langosta, también de la cocaína.
La laguna se pasa a golpes de una lancha que cae como piedra sobre olas que la elevan de nuevo para dejarla caer otra vez. Lo hace como si en cada golpe fuera a partirse en dos, bajo lluvia y viento efímeros, que refrescan lo que tarda en secarse la ropa, no mucho, antes de volver a la humedad pegajosa sobre la que crece el paisaje de palmeras y caballos que corren libres y vegetación y pájaros exóticos.
Si en Kaukira los caballos corren libres, es quizás en homenaje a lo que significa en misquito. Kaukiro es ese ser mitad caballo, mitad hombre, que habitaba en los bosques de la región. Ahora, al llegar a Kaukira, de acuerdo con los tiempos, quien recibe es una mujer, pequeña pero fuerte, enérgica, con una sonrisa ancha como la barra que habita y que no se mueve a caballo sino a lomos de una moto de cross. Se llama Glennys, tiene veintisiete años, lleva una camiseta de la selección hondureña de fútbol, chapas de identificación militar al cuello y es comerciante de lo que haya, sobre todo medusa. Ofrece comida y cama a los viajeros. De padres indios, es decir, hondureños del interior, nació y creció en el lugar, habla el idioma, comprende. Nos acompaña por Kaukira. Su relato es desolador. No en vano repite que su abuelo llamaba a los misquitos «los abortos de la tierra».
Mirando al mar, desde una cabaña de madera, se cuenta la historia del lugar, hoy. Las lanchas rápidas que llegan de Colombia, Venezuela o Panamá se descubren perseguidas por la fuerza naval hondureña. Por aquí ha llegado a pasar hasta el 87 % de la cocaína que sale del sur y llega a Estados Unidos por Honduras, Guatemala y México. Al ver a la autoridad, las lanchas pican motores y aceleran. Tiran la droga, que flota, al mar. Pocos días después, los fardos llegan a la playa. O a los cayos cercanos, a los fondeaderos en los que los buzos extraen langosta. Está la langosta que se come y la «langosta blanca», que se esnifa. Pasa en toda la costa, no solo aquí, dice Glennys. «¿Esa gente que camina por la playa?», pregunta, y se responde: «Así se pasan todo el día y la noche, caminando y esperando encontrarse un fardo de cocaína. Hasta los niños dejan de ir a la escuela. Los jóvenes no buscan trabajo. Es mejor perder tiempo buscando droga, aunque sea como encontrar una aguja en un pajar, que buscando empleo, que no hay». Dice que es cuestión de suerte. «Tengo un tío que tiene años de caminar la playa y no se ha encontrado ni un paquete, y estos años ha habido personas que han hallado muchas veces, y una dice: ¡Coño, que suerte la de este hombre! Como que viene firmada para él». Esa suerte, pocos la esconden. Caminar por Kaukira supone descubrir sin esfuerzo ni dedos que señalen cómo, entre casuchas de madera e iglesia evangélica, emergen casas nuevas, relucientes, recién construidas, con cuatrimotos y picop a la puerta. Y el relato de quienes allí viven, con jacuzzi y aire acondicionado, sobre todo el aire, que aquí, sin energía eléctrica constante, marca la diferencia, el poder de mantener en funcionamiento un generador que no falla. Un paseo por Kaukira supone, también, ser testigo de cómo todos se saludan. Se conocen, saben. Todos. Es pequeño el pueblo. Cuando llegan esos fardos, hay que tener cuidado. Dice Glennys que, en el trayecto de la playa a la casa, para esconderlo, ya se ha dado que a uno lo maten, lo linchen para quitárselo. Que, cuando un barco langostero ha encontrado uno, ha tenido que repartirse entre todos. La amenaza de la delación es real. Y lo peor no es la delación ante el ejército o la policía, sino ante los compradores. Lo deja claro. «Hay personas civilizadas que dicen: te vi que agarraste y dame mi parte o nos morimos o nos morimos».
Una, dos, tres semanas después de que caiga el fardo, algo que sucede al menos una vez al mes, llega el comprador, con dinero en efectivo, a por su mercancía. Ese día cierran el pueblo y reparten. Vuelan los billetes de quinientas lempiras. Sonríe; a fin de cuentas, es comerciante. «Eso ha afectado el valor de las cosas aquí, que son dos o tres veces más caras que en la ciudad. Si un articulo cuesta cien lempiras y les pides trescientas, te las dan porque es un dinero fácil que han agarrado. Y como lo tienen y tienen mucho lo hacen». Pero no se equivoca. La mayoría de la gente ni casa se ha hecho. Cierra uno una cantina y se bebe y consume el dinero hasta que se le acaba. Y vuelta a empezar. Glennys habla y, a su lado, dos jóvenes fuman crack. Otros se meten coca pura. De la de fardo. Porque todo eso, claro, si pasa, también se queda. Y engancha. A los buzos. Que, si no tenían suficiente con la narcosis del nitrógeno, el aire sucio y el tiempo excesivo a demasiada profundidad, descubrieron que el crack y el perico les quitaban el miedo y les ayudaban a aguantar las largas horas de angustia, agotamiento y oscuridad a cien pies de profundidad.
En el idioma de Glennys, «el perico, la mota y el chupe ha hecho a mi pueblo haragán y el dinero mal habido no construye hospitales, al final cuando uno tiene que morirse, ni para llegar a Puerto Lempira le queda y en casa sin médico se muere». Glennys gestiona también esas lanchas que salen con suministros desde Kaukira a los barcos langosteros. Por eso sabe lo que ganan y consumen los buzos. Habla de los sacabuzos. «Mala gente», dice, pero trabaja con ellos. Cuando quiere cobrar lo que envía a los barcos, no se lo reclama a los buzos sino a los sacabuzos. No tiene dudas, hay buzos que salen de sus embarques de la langosta sin un solo lempira. Se lo han consumido todo mientras trabajaban.
XV
Por todo eso, ante una casa de madera ya de tan vieja ladeada, inestable sobre pivotes alzados sobre el suelo en espera de la inundación y que ejerce de centro cultural misquito, se reúne semanalmente el Consejo de Ancianos del pueblo misquito. Sentados en círculo, reverenciales, jerárquicos, obedientes, alrededor del más anciano. Y tienen un plan. Con respeto y parsimonia muestran dos fotos ploteadas, impresas a definición mediocre sobre plástico. Son las de los antiguos reyes misquitos. Se advierte en ellos el rasgo barbilampiño, oscuro, de nariz entonces más ancha que ahora, menos mestiza, el pelo rizado y los uniformes hechos a mano. Fueron reino. Es la prueba. Protegidos por Gran Bretaña. Quieren volver a serlo. Porque Honduras no les ha dado nada más que invasión extranjera, ejército. Y, sí, algunos maestros.
Cecilio Tatallón es el presidente, ceremonioso, anciano. Le cuesta expresarse sin traducción. Pero, a su lado, Félix Espinosa, robótico y sintético, resume, ante el asentimiento colectivo. «Aquí antes no había barcos pesqueros, se pescaba con arpones anzuelos para el uso racional de la familia de cada uno. Desde que han venido los barcos en 1971 hay muchas consecuencias. Nuestros ancestros han venido enseñándonos que el mar tiene dueño, los bosques tienen dueño. A los jóvenes antes les aconsejaban. Si uno pesca demasiado es llevado por Liwa Mairin, el espíritu que vive en el mar. Ella —la sirena— castiga a esa persona que explota exageradamente los recursos. Pero llega la plaga de lo extranjero, de su ejército y de su religión, que dice que nuestras costumbres son satánicas y el resultado es la desaparición de nuestro pueblo». Ha dicho. Dan por levantada la reunión. Caminan al Parque Central e izan, ceremoniosamente, la bandera del pueblo misquito. Son apenas una docena. Dignos, solos. A su alrededor, la vida sigue.
Epílogo
A pocos metros de la Asociación de Buzos está la base de la Fuerza de Tareas del Ejército de Honduras que lucha contra el narcotráfico en la región. El coronel al mando, reacio y desconfiado, recio y atlético, de gafas sin montura y raya, perfecta, al lado, nos da paso, en ropa de deporte —le hemos interrumpido antes de su carrera diaria— a un despacho que, de entrada, lo dice todo. Ni grabadora ni libreta, pide, y revisa que se queden lejos ambas.
El espacio, frío, funcional, de militar que trabaja sobre un iPad y un iPhone, no lo preside Juan Orlando Hernández, jefe del Estado, tampoco el jefe del Estado Mayor, sino un retrato kitsch del general Policarpo Paz, uno de los primeros militares hondureños que llegó a la Mosquitia. Un general que lideró una junta militar de gobierno a finales de los años setenta. Como todo militar, político, además ha colgado alguna escena bucólica de indígena ante puesta de sol y, en algún momento de una conversación insustancial, responde como militar entrenado, citando artículos de la Constitución de la República que lee en la voz alta trabada de quien no está acostumbrado a leer. Habla, también, de inteligencia emocional y aquel best seller de los noventa. Muchos militares necesitan citar libros, mostrarse, justificarse, antes de que emerja su auténtico yo.
Su trabajo es contra la droga. La culpa es de los misquitos, que les ayudan. A los narcotraficantes. «Haraganes» es la palabra más suave para referirse a los habitantes del lugar. Hoy ya no se trabaja con archivos en papel. Ni siquiera sobre computadora, sino con ese gesto de pasada rápida sobre las fotos del teléfono. Comienza mostrando imágenes protocolarias de pistas de aterrizaje reventadas con explosivos en línea, las mismas que se ven desde al avión, y se viene arriba. «Esta, por ejemplo, la tenemos controlada y vamos a esperar a que les llegue la avioneta para caerles encima», dice. Después, un vídeo en blanco y negro tomado desde un helicóptero en el que se ve lo que Glennys contaba, las lanchas tirando los fardos al agua, decenas de personas recogiéndolos. Ahí se crece, duda. Revisa, pasa por encima sus fotos de vida diaria, en casa, deportista, en bicicleta de montaña, y llega al final, al premio. Se ha crecido. Hinchado el pecho, muestra la imagen de una explosión, fuego. Y, luego, una avioneta derribada. De bandera panameña, va cargada de fardos. Algunos no se han quemado. Llevan una esvástica roja dibujada. La marca del propietario, explica. Y dos cadáveres. Los pilotos. Quemados.
Es un sádico. Pasa una y otra vez sobre los cuerpos carbonizados. Amplía la imagen con ese movimiento de dedos que se juntan sobre el punto de la foto a expandir y se retiran deslizándose para que se vea mejor, ya en grande. Se cree muy macho. Porque uno de los cuerpos carbonizados ha estallado y su bajo vientre, que emerge sobre la carne quemada, destila algo de color rosa. Está orgulloso de mostrar los testículos intactos del piloto. «Se creen muy valientes», dice. «Pero nosotros siempre ganamos».
No es verdad. No ganan. La cocaína sigue pasando. Y, además, sus métodos son turbios. Dice que la avioneta se estrelló. Ya. Por eso llegaron a tiempo de grabar la explosión. Por eso lo muestra. No porque se muestre orgulloso de un accidente. Hace años Estados Unidos, que colaboraba con Honduras facilitando la información de sus radares, le dijo a Honduras que es ilegal derribar avionetas en vuelo. Los hondureños prefirieron perder la información de los radares antes que cumplir la ley, y hacen lo que saben, lo que siempre han hecho, disparar y derribar. Desde entonces, por más presión que las fuerzas armadas pongan en el lugar, ya sin radar, las lanchas y avionetas del narcotráfico son agujas en un pajar.
¿Los misquitos izando su bandera?
«Sí —dice—, mandé a sacar fotos».
Este trabajo ha sido realizado gracias al apoyo de ArtsEverywhere, un proyecto de la Fundación Musagetes (www.artseverywhere.ca)