Más de medio siglo después, Ian Hamilton lo recordaría así: «Cuando fuerzas con una palanqueta la puerta lateral de la abadía de Westminster, empiezas a hacerte a la idea de que ya no hay vuelta atrás». Era el día de Navidad de 1950. Hamilton y sus inexpertos compinches acababan de colarse chapuceramente en el corazón mismo del imperio. Y pensaban desmontar la pieza de mobiliario más antigua de cuantas albergaba. Algunos utilizaron el término robo para describir el suceso. Otros, incluidos ellos mismos, prefirieron hablar de recuperación.
Los escoceses tienen dos nombres para referirse a la piedra. Los ingleses, uno. Según cuenta la leyenda, Jacob reposó la cabeza sobre ella antes de soñar su bíblica escalera y, a través de Egipto, España e Irlanda, llegó a la abadía de Scone, una pequeña localidad cercana a Perth. Cuesta creerlo. No obstante, su indudable importancia histórica reside en que ya desde la Edad Media fue utilizada para la coronación de todos los reyes de Escocia, y hasta fue bendecida por el patrón irlandés, san Patricio. Se dice que dictaba sentencia sobre la valía de un monarca para el puesto. Por eso, a la Piedra de Scone también se la conoce como la Piedra del Destino.
Se trata de una pieza de arenisca con dos argollas. Por sus medidas, casi podría pasar como equipaje de mano en una aerolínea flexible, de no ser porque pesa ciento cincuenta kilos. Aunque eso no fue óbice para que Eduardo I la tomara como botín de guerra tras la batalla de Dunbar, ante la atónita mirada de los monjes que la custodiaban. Fue en 1296, y la transportaron a Westminster. Allí mandó construir el rey una fastuosa silla de madera, donde la piedra encajase y sirviera de base. A partir de entonces, los monarcas ingleses primero, y más tarde los británicos, jurarían su cargo sobre ella. Por eso, en Inglaterra se la conoce como la Piedra de la Coronación.
Era 1328 la primera vez que los ingleses prometieron devolverla. Desde entonces, fue convertida en emblema por la resistencia escocesa, que siempre soñó con su regreso. Nada más lejos de la realidad, porque no se movería de su nueva ubicación durante siglos. Solo abandonaría el Trono de Eduardo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los bombardeos alemanes hicieron temer por la integridad de Westminster. Con tanto mimo resguardaban la piedra que fue enterrada bajo la abadía, y enviaron un mapa con su localización exacta al primer ministro canadiense. Por si acaso.
Con el fin de la guerra, la piedra retornó a su silla. Por esas fechas nació la Scottish Covenant Association, una organización con reminiscencias históricas que anhelaba la independencia. Como tantos otros, Ian Hamilton se afilió mientras estudiaba en la Universidad de Glasgow. Participó en charlas y debates, y se sumergió de lleno en el activismo político. A la luz de la poca repercusión obtenida hasta entonces, llegó a una conclusión: era necesario un gesto que pusiera el foco sobre sus reivindicaciones. Y se le ocurrió el plan perfecto: traer de vuelta, por fin, la Piedra del Destino. El pequeño problema es que no tenía ni idea de cómo. Por no hablar del tremendo riesgo que entrañaba. Si su plan fracasaba, tiraría por la borda la carrera de Derecho que estaba a punto de concluir, esa que le permitía saber cuántos años pasaría en la cárcel si le cogían.
Para preparar el golpe, Hamilton leyó cada libro que cayó en sus manos sobre la abadía de Westminster. Historia, arquitectura, curiosidades. Cualquier detalle podía ser importante. Incluso viajó a Londres para reconocer el terreno, y regresó con el franco convencimiento de que era posible. Eso sí, necesitaba ayuda. Entre sus conocidos no encontró a nadie tan temerario como para aceptar el envite. Pero tras revelar su plan a John MacCormick, político fundador de la asociación nacionalista, este decidió sufragar la misión (cincuenta libras de presupuesto) y poner en contacto a Hamilton con otros miembros de su confianza. Así se uniría a la expedición la joven Kay Matheson, y más tarde Gavin Vernon y Alan Stuart. Hamilton, como mucho, los conocía de vista, de cruzárselos en alguna reunión o en los pasillos de la universidad.
Hamilton tenía prisa; se había convencido de que no existía fecha más propicia que las cercanas fiestas navideñas. Salieron rumbo a Londres en dos Ford Anglia. Veinte horas por carretera con el inclemente invierno de las islas envolviendo el paso de los coches sin calefacción. Llegaron tiritando a la capital inglesa, y entraron en un pub para que la cerveza les calentase el cuerpo y el espíritu. Quizás demasiado, porque se vinieron arriba. Decidieron no pasar en suelo vecino más tiempo del estrictamente necesario, y adelantaron la incursión a esa misma noche. Como niños desobedientes incapaces de esperar para abrir sus regalos bajo el árbol.
El plan era sencillo. Hamilton, tal y como había visualizado en su inspección previa, entraría en la abadía de Westminster poco antes del cierre. Esperaría a que los visitantes se marchasen. Y permanecería allí, oculto detrás de un carrito, hasta que en mitad de la noche sintiera la confianza suficiente como para salir de su escondite y abrirle la puerta al resto de la expedición. Así pasó las horas, envuelto en la inmensa oscuridad de uno de los edificios más famosos del mundo. Eso sí, no contaba con el buen desempeño del vigilante nocturno, que lo sorprendió en posición fetal. Afortunadamente para él, a ojos del guardia parecía un borracho sin sitio para pasar la noche, así que no solo dejó que se marchara, sino que le dio una moneda y hasta lo despidió con un «Merry Christmas». Hamilton reconocería que, de toda aquella aventura londinense, únicamente se arrepiente de haber aceptado el dinero del trabajador, pero tuvo que salir de allí tan rápido como fuera posible para no tentar más a la suerte.
Fue un golpe duro. Vale, el plan no era el más sólido del mundo, pero era el único que tenían. Sin embargo, no se rindieron. Vernon y Stuart y sus aún desconocidos rostros regresaron al día siguiente, la mañana del 24 de diciembre. Allí descubrieron la peculiaridad de una de las puertas laterales del edificio, la de Poet’s Corner. Sus escoceses ojos brillaron con cada palabra. A diferencia del resto, hechas de dura madera de roble, aquella era de pino. ¿El motivo? Las bombas nazis dañaron la original, y la solución temporal (1950, recordemos) fue colocar una puerta de otro material.
Así que el nuevo método de acceso sería aún más rudimentario. Confiaron en el horario reducido del vigilante, que para algo era Christmas Eve. Aparcaron los dos coches en Westminster. Matheson aguardaba en uno de ellos; ella vigilaría y transportaría la piedra. Mientras, los demás forzaban la puerta de pino con una palanca. Hamilton ya conocía el camino mejor que el pasillo de su casa. Tomaron aire ante la Silla de la Coronación, se agacharon y tiraron con fuerza de la argolla.
El problema es que, rebosantes de ímpetu y adrenalina, jalaron más de la cuenta. La parte inferior de la silla se rompió, aunque eso entraba en lo esperable. Lo que les pilló desprevenidos fue que el bloque de arenisca se despedazara. Se cruzaron tres miradas amedrentadas. Habían roto en dos la Piedra del Destino. Hamilton reaccionó, cogió el pequeño trozo resultante y corrió hacia el coche. Mejor un pedazo que nada. La desconcertada Matheson no sabía qué sucedía cuando lo vio llegar. Él, sin demasiado tiempo para preguntas, dejó el fragmento y le dijo que se marchara.
El joven enfilaba el camino de regreso, pero se percató de que un policía patrullaba la zona. Desanduvo sus pasos y entró en el coche. Cuando el agente se aproximó al vehículo, Ian no tuvo más remedio que tornarse cliché cinematográfico y besar apasionadamente a Kay. Pero la autoridad, ya se sabe, no entiende de morreos en la madrugada. Se libraron del interrogatorio improvisando ser una pareja de tortolitos que no encontraron ningún bed & breakfast libre. Finalmente, el policía les dijo que se marchasen de allí. Arrancaron y lo perdieron de vista. Hamilton volvió a la abadía y Matheson huyó cargando en su maletero un trozo de la historia de Escocia tapado con una manta.
Hamilton encontró el trozo grande, pero no a sus compañeros. Vernon y Stuart atisbaron el intercambio de pareceres con el agente, y súbitamente se escabulleron hasta el otro coche. Al llegar y descubrirse sin llaves, buscaron refugio. Así que allí estaba Hamilton, solo una vez más en la abadía de Westminster. Fuera, el sol amenazaba con salir. Lejos de amilanarse, echó al suelo su abrigo y concentró toda la fuerza de su cuerpo en colocar la piedra encima. Luego tiró y tiró. La cosa funcionaba, pero el coche estaba lejísimos. Deslomado, pero llegó. Tarea aparte fue conseguir introducirla en el vehículo. Pero es que, llegados a ese punto, flaquear no era una opción. Con el coche cargado, arrancó sin mirar atrás. Afortunadamente, sí que miró hacia delante, porque poco tiempo después se cruzaron en su camino Vernon y Stuart. No podían creer que lo hubiera conseguido él solo. Aunque no había tiempo que perder, tuvieron que volver a parar. El Ford Anglia no tiraba con tanto peso. Alguien sobraba, y claramente no eran ni Hamilton ni la piedra. Vernon, el más pesado de la expedición, se ofreció voluntario para regresar a casa en tren.
No fue necesario ningún Sherlock Holmes para descubrir que algo iba mal aquella mañana de Navidad, porque ni siquiera se habían deshecho del arma. Sí, dejaron la palanqueta junto a la puerta forzada. La policía, en cuanto recibió el aviso, organizó controles en todas las salidas de Londres y cerró las fronteras con Gales y Escocia. Matheson contaba con ventaja, tanto por la partida prematura como por su perfil, ya que nadie la imaginaría sospechosa. Llegó a las Midlands, y una amiga escondió su parte. Luego, también cogió un tren a Glasgow. Hamilton y Stuart, por su parte, sabían que se la jugaban. Condujeron en dirección contraria hasta las afueras de Kent, a cincuenta kilómetros de la capital. Allí vieron un lugar propicio y se detuvieron. Dejaron la Piedra del Destino en mitad del campo. Eso sí, dibujaron un mapa para retornar cuando los ánimos se enfriaran. Aunque dos días después, The Guardian ya hablaba de robo por parte de nacionalistas escoceses. El motivo, claro, no era otro que su indisimulable acento.
El revuelo no decayó. Todo lo contrario, y hasta unos tipos tan poco profesionales comprendieron que era inviable dejar la piedra abandonada mucho más tiempo. Eso sí, de regreso a Kent se toparon con una sorpresa. Resulta que en aquel terreno solitario ahora había gente. Mucha. Tanta como cabe en un campamento de gitanos irlandeses que decidieron instalarse allí, sin sospechar, ni lejanamente, la que había formada con una de las piedras de su nuevo hogar. Tocaba negociar, pero fue más sencillo de lo esperado. Pronto entendieron que nada une más a escoceses e irlandeses que su odio a la Corona inglesa, así que los gitanos les permitieron recuperarla. En cuanto pusieron un pie en Escocia, como ceremonia de bienvenida, abrieron una botella de whisky. Con el líquido dorado regaron dos cosas: sus gargantas y el trozo mayor de la Piedra de Scone.
La incesante búsqueda continuaba. No se hablaba de otra cosa en toda la isla. Mientras, Hamilton contactó con un cantero de Glasgow, que en secreto reparó la piedra. Más tarde, las autoridades estrecharon el cerco. Comenzaron los interrogatorios a todos los implicados, especialmente al líder de la banda. El principal indicio fue el registro de la biblioteca Mitchell, donde aparecía el nombre de un estudiante que había consultado todos los libros existentes sobre cierto edificio religioso en Westminster.
En total, la piedra estuvo desaparecida cuatro meses y medio. Cuando los jóvenes se vieron sin escapatoria y con el objetivo más que conseguido (situar su causa en las portadas de los periódicos, incluso extranjeros), decidieron devolverla. La entrega se realizó en las ruinas de la abadía de Arbroath, lugar que acogiera la firma de la apasionada declaración de independencia escocesa en 1320. La policía se encontró la Piedra del Destino de una pieza. En el altar mayor y envuelta en una bandera de Escocia. Simbolismo hasta el final.
Ninguno de los cuatro estudiantes fue juzgado. Las autoridades temían provocar un incremento del sentimiento nacionalista, así que pasaron página. Por eso y porque, de haberse celebrado el juicio, habría sido complicado defender la legítima propiedad inglesa de la piedra. Así, los protagonistas de uno de los episodios más recordados de la historia escocesa reciente siguieron con sus vidas. Tras finalizar sus estudios, Ian Hamilton, Kay Matheson, Gavin Vernon y Alan Stuart no volvieron a verse nunca.
En 1953, la piedra se usó para la coronación de Isabel II, la última hasta la fecha. Aunque eso no significa que el siglo XX no tuviera reservado otro meneo para el pesado bloque de arenisca. En 1996, de forma inesperada, el primer ministro John Major anunció su devolución. Lo hizo preservando ese gusto tan inglés por la parafernalia histórica, ya que justo se cumplían setecientos años desde que Eduardo I se la apropiase como botín de guerra. El motivo, nunca reconocido públicamente, sonaba familiar en los oídos del norte de la isla: acallar las reivindicaciones que desde allí llegaban a Londres.
La Piedra del Destino fue trasladada por el ejército con grandes honores y una solemne ceremonia en la frontera. Llegó a su nueva casa el 30 de noviembre, St Andrew’s Day, fiesta nacional de Escocia. La reina estaría ocupada, porque envió en su nombre al duque de York. O quizás pretendía alejar el mal fario, ya que, según lo acordado, la piedra volverá (temporalmente) a Westminster para coronar al próximo monarca británico.
Los escoceses, orgullosos como ellos solos, reavivaron una vieja polémica: que la piedra devuelta, la que durante siglos ocupó el corazón de Inglaterra, era falsa. Que la entregada tras los cuatro meses de búsqueda no era auténtica. O, mejor aún, que ni siquiera lo fue la capturada por el rey inglés, ya que los monjes de Scone lograron esconder la verdadera.
Sea como fuere, ahora descansa en una pequeña habitación de la zona más elevada del castillo de Edimburgo, junto a los honores nacionales: la corona, el cetro y la espada del Estado. Los tres lucen joyas lustrosas. Y a su vera, una piedra remendada. Al otro lado del cristal, los turistas extranjeros fotografían cada rincón en fila india con su teléfono móvil. Desconocen cómo ha llegado hasta allí ese feo bloque grisáceo, e incluso intentan que no aparezca en sus fotos, como si fuera el soporte desnudo de algo importante que están restaurando. Qué pensará el anciano Ian Hamilton que, al tocar la piedra por vez primera aquella Navidad de 1950, sintió que «sostenía en sus manos el alma de Escocia».
Además de interesante y curioso, está muy bien escrito. Enhorabuena al autor por hacerlo tan bien, y a la revista por publicarlo
Desopilante historia si no fuera por los muertos en esos tiempos por un pedazo de arenisca. Los símbolos son duros para morir. Talvez ya haya una pelìcula sobre este tema, y si no, sería genial llevarla a la pantalla. Muy buen artículo.
Estupenda historia, enhorabuena al autor por la documentación y la manera de redactarla, en muchos fragmentos se nota qu, seguramente, habrá vivido allí.
Tuve la fortuna de leer el libro original de Hamilton en Inglés, donde comenta con lujo de detalles el asombroso robo… Historia apasionante, con una épica moderna, atravesada sin duda con lo mejor del cine cómico de Chaplin, la inconsciencia desafiante de la juventud, y un patriotismo ardoroso que Hamilton en ningún apartado de su libro cuidó de esconder. Todavía más a la vista quedan lo papanatas que resultaron los cantados «Sabuesos infalibles» del Scotland Yard, que con la cantidad de inexperta evidencia que quedó de los patriotas escoceses tras forzar tres o cuatro puertas, el daño evidente que le causaron al Trono de San Jorge, y el descubrimiento del callado deterioro de la piedra al romperse, que había sido silenciado y nunca había salido de los muros de Westminster, Demoraron nada menos que tres meses en dar con el grupo conspirador y ejecutor de la «Recuperación» de la Piedra. No sé si el cine ha tratado alguna vez el tema, pero de seguro los cineastas ingleses no se atrevieron en su tiempo… Las vergüenzas se dejan a la sombra y en casa. ¿Peligro de que los vean con sus partes pudendas al aire tras más de 70 años del hecho? Sin duda alguna