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Los primeros labios que busqué

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Niños leyendo, ca.1960. Fotografía: Archives New Zealand.

Con tres años hice magia y nadie se dio cuenta. Mi hermana Ángela andaba atareada descubriendo mundos o creándolos, lo habitual en una niña de poco más de año y medio, y mi madre iba de acá para allá en casa, con el trasiego propio de quien, con apenas veinticuatro años, tiene que inventarse día a día un futuro para sus dos hijos. Ninguna de las dos estaba por la labor de prestarme atención, aunque yo acababa de hacer algo maravilloso.

—Mamá, ¿no me oyes? —reclamé.

—No, hijo. ¿Habías dicho algo?

—Es que estoy aquí leyendo y creo que no me oyes…

—No, no te oigo. No estás diciendo nada.

—Pero… yo escucho las palabras en mi cabeza. ¿Tú no me oyes?

No, no me oía. Sin querer yo había desentrañado el misterio de la lectura en silencio, y tardé unos minutos en asimilar que esa voz que escuchaba en la cabeza, mi voz, era únicamente para mí. Como contaba Manuel Rodríguez Rivero en una columna reciente, san Agustín vivió una experiencia similar cuando vio que su maestro, san Ambrosio, leía un códice sin mover los labios. «Sus ojos se deslizaban por las páginas y su corazón se armonizaba con su entendimiento, pero la voz y la lengua callaban», describió el de Hipona en sus Confesiones. Mi «códice» fue un modesto tebeo del Pájaro Loco, pero yo viví aquella misma experiencia.

Como sucede en las etapas formativas de todo estudiante, la lectura en voz alta precede a la lectura en silencio. Desde que san Agustín descubrió en su mentor aquella manera íntima de asimilar conocimientos hasta que se popularizó pasaron más de trece siglos. La oralidad era imprescindible para transmitir información en sociedades en que el saber se restringía y la divulgación estaba muy limitada, o incluso en algunas civilizaciones y culturas que carecían de escritura (aunque parezca extraño, la inmensa mayoría en la historia de la humanidad). Como nos explica Margit Frenk Alatorre en su ensayo Entre la voz y el silencio, ya entrado el Siglo de Oro el «vulgo» iletrado alimentaba su curiosidad con los textos recitados en los corrales de comedias. Los lectores eran minoría, pero las obras de aquella época, de notable complejidad, llegaban al gran público gracias a la interpretación. La costumbre de la lectura silenciosa tardó en imponerse hasta finales del siglo XVIII, conviviendo hasta entonces con la lectura en voz alta y con otras formas de oralización de los textos. El trayecto hasta la lectura silenciosa, en mi caso, fue relativamente breve. Los labios, nuestra conexión con el sustento desde que nacemos, aliados en nuestros primeros pasos como lectores, se convirtieron en meros comparsas después de haberlo sido todo.

Los fonemas bilabiales nos dan la bienvenida al mundo de los sonidos. «Ma-má, pa-pá», nos repiten unos y otros para que los imitemos desde que nos posan en la cuna, intentando provocar sin quererlo el primer cisma y la primera gran elección de nuestras vidas. En preescolar las cartillas se ponen merecidamente del lado de nuestra progenitora. Las bilabiales nos siguen enganchando a la vida. «Mi mamá me mima; yo amo y mimo a mi mamá», leemos como loritos, añorando el calor de su piel en nuestros labios. En clase, con la lectura en voz alta se intentan fijar conceptos y marcar tiempos, aunque las fuerzas de los ejércitos de la rutina y la atención estén desequilibradas. La vocalización da forma, convierte las palabras en ideas, nos permite paladearlas a través de nuestros oídos en cuanto las articulamos. Las tejemos en tapices ideados por el autor con la calma que nos esquiva a veces en la lectura en silencio, con la pausa necesaria para poner en orden nuestros pensamientos.

Pero hay un limbo entre la lectura en voz alta y la lectura en silencio, un territorio fantasmal habitado por extraños ajenos a las modas modernas de la lectura en diagonal y las técnicas destinadas a ahorrar tiempo y asimilar conceptos a gran velocidad. En esta región neblinosa viven aquellos que, durante la lectura, aún conservan un reflejo vestigial que hace que sus labios cobren vida y se muevan sin articular sonido alguno. Ya se llame fonomímica, playback o sincronización labial, resulta fascinante. Ya de chaval me lo parecía, aunque haya quien defienda que ese nexo que lleva al exterior la intimidad de la lectura en silencio no deja de ser una muletilla psicológica, un gesto de iletrados. Donde ellos perciben taras y carencias cognitivas, yo veo a alguien que se aplica, se abstrae y centra su atención hasta el punto de llevar al terreno físico un ejercicio puramente mental. El lector mueve los labios y desgrana palabras concentrándose al máximo, poco a poco, con el primor del artesano.

Enseguida aprendí a localizar a estos lectores. No me servían aquellos que se limitaban a posar la vista sobre el texto y que bien podían estar mirando las ilustraciones o entreteniéndose contando las palabras de cada renglón. En las horas de lectura en clase, o en otros entornos, buscaba a los pocos que se ayudaban de este mecanismo para avanzar por el texto y me limitaba a observarlos, procurando hacerlo en el ángulo ideal para no llamar la atención ni turbar su paz. No tardé en intuir que no se trataba de ninguna filia de índole sexual, ya que obtenía el mismo efecto, un leve hormigueo en la nuca, independientemente del sexo o la edad del lector descubierto. Aún tardaría muchos años en saber que ese cosquilleo tenía que ver con la ASRM (o respuesta sensorial meridiana autónoma), un mecanismo biológico que produce una placentera sensación ante determinados estímulos visuales o auditivos. Además, no se circunscribía a la lectura: me pasaba lo mismo observando a alguien que se afanaba hilando frases en silencio, viendo cómo un cestero se esmeraba trenzando mimbres o siguiendo las evoluciones de un tallista.

Pero todo esto lo supe mucho después, claro está. De niño solo sabía que me gustaba mirar cómo leían algunas personas. De niño, los primeros labios que busqué solo ofrecían amor por la lectura.

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