¡Mierda! ¡Se me ha olvidado el móvil en casa! Con las prisas para no pillar el atasco de las mañanas lo dejé en la mesita de noche.
Y el caso es que me he dado cuenta al sentir un hueco en el bolsillo de la chaqueta, una ligereza inusual en el peso. El vacío me hizo hallar la pérdida. ¡Qué fastidio!… pues ahora ya no me da tiempo de volver a casa, llegaría tardísimo al trabajo. En fin, ya lo recobraré esta noche cuando vuelva, ahora hay que apañarse sin él.
Recuerdo cuando aún no había teléfonos móviles, no hace mucho en realidad, había que llegar a casa para conectarse con el mundo: -Llámame esta noche- decíamos. Y en realidad no pasaba nada. Quizá ahora la inmediatez y la facilidad de respuesta que tenemos, en realidad no nos da más opciones, sino que nos ata a contestar con mayor rapidez. Es más difícil el desplazamiento voluntario de la respuesta para poder pensar un poco. Ahora sabemos incluso a qué hora llegó nuestro mensaje a su destino y nos inquietamos si el interlocutor tarda en contestar como si fuera una conversación presencial. Medimos su tiempo de respuesta en tiempo real.
A veces es bueno desplazar la respuesta, para ganar tiempo de reflexión. Del mismo modo que es bueno, desplazar el deseo. Según estudios científicos de referencia es una de las características predictoras de la felicidad: Nuestra capacidad para posponer el deseo.
Tampoco estábamos geográficamente controlados con el GPS individual que lleva el móvil. Es como el chip que les ponen a los perros. Cualquier día nos insertan la tarjeta del móvil en el tronco cerebral. ¡Qué vértigo!
Pensando en esto, me ha venido ahora mismo un aroma conocido de tabaco. ¡Qué extraño! Mi imaginación ha volado a la época en la que fumaba. Acabo de hacer un movimiento involuntario de mi mano al mismo bolsillo de la chaqueta en el que está el móvil y en el que antes estaba el paquete de tabaco. Hace ya veinticinco años, ¡¿Cómo he sido capaz de recordar esto con tanta precisión?!
Y otra cosa, antes no necesitaba ni siquiera mochila para funcionar durante el día. Ahora entre el móvil, la agenda, múltiples llaves y otros accesorios necesito una mochila siempre. Recuerdo la ligereza con la que me movía. Bueno, además del peso también estaría la ligereza corporal de la juventud.
En este momento, voy más atrás en el tiempo, me percibo con menos barriga, más flexibilidad corporal y un rizo pelirrojo acaba de caer por mi frente hacia los ojos, casi me tapa la vista. Tengo dieciseis años aproximadamente y siento una antigua e inexplicable excitación parecida a la alegría de vivir. Estoy llegando a casa, es un poco tarde, espero que mi madre se haya acostado, de lo contrario tendremos conferencia esta noche. Ya veremos mañana a qué hora me levanto.
Me siento libre y tranquilo, sin responsabilidades, con una percepción del tiempo como algo eterno, sin prisas. Me percibo con siete años, absolutamente inmerso en el juego, que acapara todo el sentido de la vida en este momento y que lo interrumpo cuando mi madre me llama a casa desde la ventana con un grito melodioso que anuncia la cena, huelo su arroz, su forma especial de hacer la tortilla de patata.
¡Y ahora que pienso en la mochila…! ¡Recuerdo que lo puse ahí! ¡Tengo el móvil! De acuerdo, todo en orden, vuelvo a estar conectado, regresa la inmediatez y con ella cierta presión por responder a tiempo. También regresó mi barriga y mi pesadez articular en las rodillas, desapareció mi viejo, mejor dicho: mi joven rizo pelirrojo. Sigo conduciendo. Solo ha pasado un minuto en el reloj del coche.
La velocidad del pensamiento imaginario es bastante mayor que la velocidad discursiva. Y esto se debe a que la base del lenguaje es la experiencia sensorial que la persona tiene del mundo y la resultante es el producto de las transformaciones que hace sobre este modo de percibir la realidad exterior (1).
Además, el hablante tiene la sospecha de que su discurso no logra expresar totalmente su experiencia del mundo. Alberga la sensación de que antes y después del texto queda un magma sensorial del que la palabra no puede dar cuenta y que tiene que posponer para otra ocasión.
Somos lo que imaginamos. (C.G. Jung)
El pensamiento se alimenta a partir de la neurología del oyente, la que se dirige a la experiencia sensual que el ser humano tiene del mundo. En definitiva, al lenguaje filogenéticamente más antiguo. Nada puede llegar a pensarse si no ha pasado primero por los sentidos (2). Las artes plásticas, narrativas y escénicas buscan la comunicación en este registro sensorial (3).
Tolkien fue soldado en la Primera Guerra Mundial. El horror que pasó le indujo a crear su universo mítico del Smarillion y su posterior obra del Señor de los Anillos. La búsqueda del equilibrio ante la desgracia de la guerra le vino dada por la creación imaginaria de su nuevo mundo. Todo cuanto está en el inconsciente quiere llegar a manifestarse (4).
En cuanto a la fuerza de las improntas sensoriales puede citarse la siguiente referencia. Los biógrafos de Lutero cuentan el episodio en que él estaba paseando por las colinas de los alrededores de su ciudad mientras reflexionaba sobre la ruptura con la Iglesia católica. De repente vio la imagen de un abeto con el cielo estrellado de fondo. Esta imagen le impactó poderosamente y a raíz de ello, decidió ir adelante con el Cisma que ya se venía gestando. Esta imagen fue algo tan significativo que pasó a convertirse en la costumbre de poner un árbol de luces en las fiestas de Navidad de cada casa.
Un último ejemplo de lo que estamos hablando se refiere al hecho de que el Sol en verano describe una parábola más alta y en invierno dibuja una parábola más baja. Con esta base, la simbología clásica presenta la idea de que en la antigüedad se pensaba que había dos soles. Con el sol de invierno vienen los problemas climáticos y la escasez de víveres hasta amenazar la supervivencia. Con el sol de verano vienen las cosechas del campo y una vida más apacible. La imagen de los soles gemelares simboliza la idea del Bien y del Mal como concepto ético.
El pensamiento sensorial aporta el material para la toma de decisiones conscientes. Es como si la mente racional enfocara con precisión los aspectos del gran escenario que le muestra la mente sensorial.
La capacidad imaginaria toma especial fuerza en ciertos momentos de la vida. Por ejemplo, en algunos despertares en los que el durmiente reconoce haber tenido una gran actividad onírica aunque se encuentra incapaz de construir un relato.
Por otra parte, quedamos gobernados por los sentidos en la contemplación de pinturas o en la audición de conciertos musicales. Si en ese momento un eventual compañero te preguntase porqué te gusta esa obra es muy probable que nos viniera mal contestar a semejante tipo de preguntas, dado que la mente está más ocupada por el disfrute sensorial que por las causas que lo provocan.
El escenario de este lenguaje es el cuerpo. Los niños suelen estar en esta clave casi todo el tiempo. Entienden poco el lenguaje conceptual hasta los seis o siete años.
Después se recuperan y ponen en marcha la racionalidad hasta la gran revolución bioquímica de la pubertad en la que vuelve a prevalecer el pensamiento sensorial. No tienen palabras para nombrar lo que sienten y además sienten las cosas por primera vez. Sin poder evitar pensar no sólo es su primera vez, sino que piensan que también es la primera vez que se siente en el planeta Tierra.
También se evidencia en momentos de shock en los que la persona piensa en colores, sonidos y sensaciones de la tragedia que acaba de experimentar pero no puede pronunciar un discurso. Es la constitución del trauma.
Y en general, todo lo relevante en la vida nos deja sin palabras. Lo que nos gusta, lo que nos hace aprender, las experiencias cotidianas que el inconsciente reconoce como adaptativas: experiencias de contacto, de construcción colectiva del conocimiento, de satisfacción física, sexual, de contemplación de la Naturaleza, el mero hecho de respirar junto a alguien… Nos conecta con el pensamiento filogenéticamente más antiguo: la mente sensorial.
Mientras que, por un lado, el pensamiento racional tiene aspiraciones de objetividad, orienta la atención al exterior y presume que la verdad es lo que ocurre afuera. Por otro lado, el pensamiento sensorial pertenece al terreno de la subjetividad, es fruto de la atención al interior y defiende que la verdad es lo que hacemos en nuestro interior con lo que percibimos que ocurre afuera.
Más que hacerlas competir, conviene poner a jugar todos los tipos de inteligencia que disponemos para articular nuestra adaptación al mundo.
Pintar
Los tonos vivos de mi vida
se adhieren a las hebras
de los lienzos
que quiero adueñar
Quisiera mojar sus hilos
en jugo de vida, vivo
en los colores que mira el alma
en la luz
que no tiene más materia
que el reflejo en la retina
que no se ata al recuerdo
que no se deja atrapar
Quisiera jugar con la oscuridad
abrir profundos huecos
y pliegues que recogen
en los húmedos negros
el aliento de las cuevas
que aún están por descubrir
O pintar con ojos de tango
en noches oscuras sin luna
donde reina la vida engañada
los reflejos trémulos de mis dudas
con idioma horizontal
Quisiera pintarme el mundo
tatuado en mí
y yo misma
ser la piel
que se adhiere
a cada cosa
(Trinidad Ballester)
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(1) Ver Noam Chomsky: (1996) Estudies on semantics in generative grammar. Paris, N. York: Mouton Publishers.
(2) Aristóteles dixit.
(3) Ver el Capítulo Uno del libro: La vida es imaginada (2013): Bernardo Ortín. Sevilla: Jot Down. Pg. 19ss.
(4) Bond, D.S. 1995. La conciencia mítica. Madrid: Gaia. Pág: 145.
Mientras leía, las intuiciones que jamás logré transformar en palabras ascendían de apoco. Un pensamiento, el mio, y su debido, natural y necesario reflejo mudo. Después de todo vivimos en un universo de sonoros ecos y hay más, según dicen los que saben, materia oscura que la nitida presencia, que transforma en manso y comprensible este espertento de la existencia. Muy buen artículo, claro, a la mano y dilucidador. Muchas gracias por la lectura.