La mina es territorio muy negro. Mejor que las mujeres no entren. Solo es para hombres recios, bien recios, los hombres que quiere la Pachamama —dice Mario González—. Si una mujer entra, unos días más tarde, cuando le viene la siguiente menstruación, la veta de mineral desaparece. La Pachamama esconde la veta, por puros celos.
González es minero viejo, una categoría improbable en Bolivia. A los cincuenta y nueve años no le queda ningún compañero de su edad. Él está vivo, dice, porque nunca fue codicioso. Nunca trabajó temporadas largas. Nunca veinticuatreó. Es decir: nunca hizo turnos de veinticuatro horas bajo tierra. Salía al mundo, dejaba que los pulmones respiraran aire puro, que se le limpiaran de polvo, y nunca estuvo allá dentro cuando una bolsa de gas asfixiaba a sus compañeros o un derrumbe los aplastaba. Aun así, tiene la sensación de que ha jugado muchas papeletas con la muerte y de que no debe arriesgarse más. Se retira. Es un hombre respetado, los demás mineros hablan de él con cierta veneración por su supervivencia inverosímil y lo acaban de elegir vicealcalde del campamento minero Siglo XX, en la ciudad de Llallagua, en el departamento de Potosí.
González mide poco más de metro y medio. Aun así, tiene que agacharse y caminar doblado para no golpear con el casco las vigas de eucalipto que sostienen la galería. En la oscuridad de la mina, territorio negro, su lámpara proyecta una cuña de luz. Se detiene para mostrar una viga podrida, doblada en uve bajo el peso de la montaña.
«Treinta años que no se cambian. Ganamos nomás para sobrevivir y nadie tiene dinero para invertir en seguridad. Explotamos una parte, rezamos para que no se caiga y luego vamos a otra parte. Hay hartos derrumbes».
González avanza con rapidez por la galería, se agacha, se yergue, repta a cuatro patas, se vuelve a levantar.
«Yo camino ágil. Los compañeros que quedan vivos están todos con mal de mina, con silicosis. En la cama. Mi vecino no puede dar cuatro pasos sin su botella de oxígeno».
Las mejillas de González son cobrizas, de piel lisa y tirante, pero tiene los ojos enmarcados por surcos profundos, como una máscara de cuero viejo. Cuando cuenta alguna historia terrible, sonríe un poco por pudor y los ojos se le hunden entre las arrugas, pequeños, rojizos como brasas, muy vivos.
Su hijo Federico empezó a trabajar en la mina con trece años. Un día, mientras ayudaba a un perforista que taladraba la pared, el suelo se hundió bajo sus pies. Apenas cayeron unos metros, arrastrados en un turbión de rocas, y pudieron trepar de nuevo hasta la galería. El perforista y el niño Federico salieron corriendo. Aún corrían cuando un estruendo sacudió la montaña y un vendaval de polvo los alcanzó y los tiró de bruces al suelo. Detrás de ellos, la galería entera se vino abajo. El niño Federico salió rebozado de sangre y polvo. No quiso entrar nunca más a la mina y pidió trabajo en las obras de un edificio, donde se dedicó a acarrear ladrillos y sacos de cemento, al aire libre.
González se detiene y espera unos segundos en silencio. Se escuchan goteos, el rumor subterráneo de la montaña, los susurros de las rocas. Se gira despacio, barre la galería con la luz del casco y de pronto ilumina una figura humana, la de un hombre sentado contra la pared, con los ojos desorbitados y una sonrisa desquiciada. Es el diablo. Un diablo de arcilla, con cuernos revirados y una boca ancha, estirada de oreja a oreja, en la que se sostienen una docena de cigarros consumidos. González se acerca sonriendo, enciende otro cigarro y se lo coloca con delicadeza en las fauces.
«El Tío», dice.
El Tío es el espíritu que gobierna las profundidades, el compadre de los mineros, el patrón que fecunda a la Pachamama, a la madre tierra, para que produzca vetas de mineral. Cuando está satisfecho, hace que las vetas afloren; cuando se enfada, provoca derrumbes. Este Tío de arcilla tiene el regazo cubierto por cajetillas de tabaco, garrafas de alcohol puro y una maraña de serpentinas, confetis y hojas de coca que los mineros le lanzan durante las challas —los agradecimientos—. Sonríe con las piernas abiertas, luciendo su atributo principal: un gran pene erecto.
González desenrosca una botella de medio litro de alcohol Guabirá de 96 grados, el que beben los mineros en las pausas del trabajo, solo o mezclado con un poco de zumo de naranja o de agua y azúcar. Se acerca a la boca del Tío y le vierte un chorro por el gaznate. El alcohol brota por la punta del pene y González suelta una carcajada.
«Un día vino de visita la viceministra Álvarez, viceministra de Minería. A ella la dejamos entrar pero le dije: tiene que besarle la punta del miembro, señora, para que una mujer entre a la mina primero tiene que besarle la punta del miembro al Tío. Se agachó y le dio un beso».
González ríe y sigue galería adentro.
*
Se pone de rodillas, mete la cabeza por una gusanera que se abre a ras de suelo y la atraviesa a cuatro patas, con la cabeza gacha y los codos pegados a las costillas. Allí dentro se respira un aire gelatinoso, del que se podrían arrancar puñados. González gatea rápido una veintena de metros. Luego se incorpora, en un tramo más alto.
«Esto es un paseo de señoritas», dice.
Las galerías avanzan montaña adentro, se bifurcan, se retuercen, se encogen, se bifurcan, se bifurcan, se vuelven a bifurcar, y el aire es cada vez más sofocante, más cargado de sílice, asbesto y arsénico.
«En la mina como ratones andamos. Hay que entrar con coraje: si tienes miedo, te cae el tojo y te haces aplastar. Si no tienes miedo, no te pasa nada».
Un muro de contención aparece abombado por el peso de la montaña, como una barriga a punto de reventar, de la que ya han saltado varios adoquines.
«Antes había ingenieros de Comibol, de la empresa estatal. Marcaban las zonas de seguridad: treinta metros por encima o por debajo de una galería, estaba prohibido trabajar. Pero la Comibol dejó las minas en 1986, nos despidieron y organizamos nuestras cooperativas de mineros, pequeñas, sin recursos. No tenemos plata para ingenieros ni para máquinas. Las cuadrillas de socios trabajan hacia arriba y hacia abajo, sin plan. No hay plan. Harta gente muere porque rompe la peña sin saber lo que hay encima o debajo, y un día cae todo, así se hace aplastar. Ayer mismo murió un compañero, Luis Characayo. Andaba solo en el socavón. No volvió a casa, la mujer se preocupó y bajaron a buscarlo al nivel doscientos cinco. Encontraron un derrumbe. Entre las piedras sacaron su cadáver».
*
«¡Gramputas!»
González saluda con insultos a tres mineros que aparecen de frente. Ayer dinamitaron una pared y hoy, cuando el polvo de la explosión ya se ha asentado, han pasado la mañana carroneando. Han paleado varias toneladas de rocas desprendidas, han llenado carros y los han empujado al exterior. Ahora van a tomarse un descanso.
«Este es Dominguito, ministro del Interior», dice González, mientras palmea el hombro de un minero que mide metro y medio, un veterano de ojos enrojecidos que sonríe y muestra unos dientes mellados y verdeados por las hojas de coca. «Le decimos ministro del Interior porque lleva treinta años trabajando en el interior de la mina».
Los tres mineros vienen en silencio, cansados, con el gesto prieto. Caminan hasta una gruta espaciosa, con estalactitas coloreadas de cobre y azufre, una sala en la que confluyen varias galerías. La luz de las linternas frontales reverbera en la bruma de la caverna.
Félix Velasco tiene las manos rebozadas de lodo gris. Se acuclilla, mete las manos en un charco de chaca y se las frota. La chaca (del aimara ch’aqa: gota) es el agua metálica que destila la montaña, un sudor geológico y corrosivo que anega los suelos. Luego Velasco se aleja unos pasos, se pone de cara a la pared y se mea primero sobre una mano y luego sobre la otra.
«Es para quitarme la chaca, que quema la piel», explica, sonriendo, mientras se seca las manos en el pantalón. Tiene ojos rasgados, pómulos salientes, cara de niño atrapado en falta, entre avergonzado y divertido. Habla poco y con esfuerzo. Vino a la mina de Potosí con veintitrés años, hace dos, y al principio solo hablaba quechua y unas palabras sueltas en castellano. En el pueblo pasteaba vacas, ovejas y chanchos; su familia cultivaba papa, haba y trigo. Pero son diez hermanos y el campo no daba para todos. Alguna vez pasaban hambre. Y en la mina se gana bien. Se enferma pronto pero se gana bien.
Cuando la chaca inunda algunos parajes, a los mineros les toca excavar canales para desaguarlos. Si no lo hacen a tiempo, se forma un barrizal que luego se seca y se petrifica sobre los rieles, de manera que impide el paso de los carros metaleros. Entonces hay que suelear.
«Qué huevada, suelear», dice Luis Quispe, el cuarto minero, que ronda los cuarenta. «Mucho trabajo es, con la pala y la picota. Hay que romper el barro duro, retirar los restos, igualar el suelo. De vez en cuando también hay que cambiar los rieles porque la chaca los corroe y los deforma. Pero son rieles muy viejos, están ya como fundidos con la tierra, es muy duro cambiarlos. Mucha fuerza se necesita. La chaca lo come todo, el metal, la ropa, nuestra piel se come».
Con las manos recién lavadas con orina, Velasco ya está preparado para tumbarse un rato y pijchar hojas de coca con sus compañeros. Las pautas del trabajo y el descanso las marca la coca: cada tres o cuatro horas, cuando la bola vegetal que llevan los mineros en la boca empieza a estar seca, cuando ya no segrega sustancias estimulantes, es hora de parar.
Los mineros se quitan el casco, se quitan las botas, se quitan la chaqueta y quedan desnudos de cintura para arriba. Son pequeños y flacos, tienen un extraño cuerpo de niño de bronce que se va ensanchando pecho arriba hasta unos hombros anchos y unos brazos musculosos. Extienden sacos de lona en el suelo y se recuestan. Escupen la coca gastada, se enjuagan con un termo de té frío y empiezan a sacar hojas frescas de unas bolsitas de plástico. Les quitan el nervio y se las van metiendo en la boca, junto con la llijta, una pequeña pastilla de ceniza vegetal, que produce la reacción química para que las hojas, al salivarlas, segreguen sus alcaloides, entre ellos la cocaína.
«La coca quita el cansancio, quita el hambre y la sed», dice González. «Consuela la pena. Y calienta el corazón».
Quispe saca una garrafa de plástico de medio litro.
«Quemapecho», anuncia. Le pega un sorbo y la pasa. La etiqueta dice: «Alcohol potable Guabirá 96º. Con buen gusto». Lo bebe sin rebajarlo.
Coca, cigarro y quemapecho: el combustible de los mineros, el que los anestesia y los tiene trabajando seis, siete, ocho horas sin probar bocado.
«Acá dentro el alimento se contamina. Mejor no comer», explica Velasco.
«Eso no importa. Antes te va a matar la silicosis», le responde González, y suelta una risa. «Con ocho o diez años trabajando, el minero ya tiene la enfermedad profesional. El perforista es el que enferma más rápido, está siempre respirando el polvo. Si es socio de la cooperativa, cobra el retiro. Pero a veces el seguro le dice que lo suyo no es silicosis y tiene que seguir trabajando. Luego se muere, le hacen autopsia y le sacan bolitas de mineral de los pulmones, así, a puñados».
«Algunos se retiran por la enfermedad profesional, nunca vuelven a la mina y la gente cree que han muerto. Un domingo fuimos a Sucre, al estadio, jugaban Real Potosí contra Universitario de Sucre. Entramos a la grada y un compañero dijo: “¡Miren aquel de allá, es el Felipe, decían que estaba muerto!”. Y más allá había otro minero que también creíamos que había muerto, y otro, y otro… Cuando se retiran por la silicosis, a muchos los mandan a Sucre, porque está a menor altitud, porque tiene mejor clima, y viven allá retirados. Entonces entramos al estadio de Sucre y la grada estaba llenita de mineros potosinos muertos, todos los mineros muertos hacían barra al Real Potosí».
«Algunos muertos desaparecen de verdad», dice Dominguito, ministro del Interior. «Cuando hay un derrumbe grande es imposible encontrar los cadáveres. A veces aparece un brazo y lo llevan a enterrar. O una cabeza».
González, Quispe y Dominguito repasan historias viejas, de las que llevan décadas o siglos rodando bajo tierra. El joven Velasco saliva la coca en silencio.
«Acá en Cancañiri un derrumbe grande aplastó a un minero», sigue Dominguito. «Encontraron un brazo saliendo entre las rocas. Dicen que no podían sacar el cuerpo, entonces cortaron el brazo y se lo llevaron. Un tiempo más tarde, un perforista escuchó ruidos cuando ya todos sus compañeros habían salido. Se acercó a ver quién andaba. Vio a un minero de espaldas, que buscaba algo con la lámpara, y le preguntó: “Qué buscas, carajo”. El minero se giró. Era manco. “Mi brazo, hombre”. Era el muerto. El perforista salió gritando. Al día siguiente entró con más compañeros y ya no vieron al muerto, pero allí mismo descubrieron una veta ancha, muy buena».
«Cuando andan espíritus en una galería, se dice eso: que pronto aparece un filón», dice González. «Se escuchan voces acá dentro. Dicen que son muertitos. Trabajan de noche. Hay que dejarlos en paz».
*
En el camino de vuelta al exterior, la mina empieza a vibrar y se escucha un murmullo remoto que crece hasta convertirse en rugido. Se acerca un carro a toda velocidad, bramando, traqueteando, deslumbrando con una luz frontal cegadora. González se arrima contra la pared y le pasa a unos pocos centímetros el carro cargado con una tonelada de rocas, impulsado por un pequeño motor con batería y guiado por un minero encaramado a la tolva.
«¡Gramputas!»
González se ríe.
«A veces los carros vuelcan, es peligroso, el minero puede hacerse aplastar. En algunos sectores ni carros hay, ni rieles. Sacan la carga en k’epirinas —grandes mochilas de lona—. Los más fuertes llevan un quintal de rocas a la espalda, tienen que subir escaleras y pozos, es bien cansado. Y peligroso. Pueden perder el pie y caer».
Un quintal: cien libras, casi cincuenta kilos.
Después de arrancar, acarrear, triturar, cribar y concentrar un quintal de rocas, suelen obtenerse cinco o seis libras de estaño. Según la cotización, treinta o cuarenta euros para repartir entre los cuatro o cinco socios que participan en la cadena.
González sale a la luz del sol. Achina los ojos y agacha la cabeza.
«Y todo esto es para la supervivencia nomás».
En 2016 visite las minas de Potosi y aquello es un autentico infierno. Una cosa es leer este estupendo articulo y otra estar alli dentro unas horas. Un drama que es deberia ser de otra epoca.
Mis mejores deseos para los mineros de Potosi.
Mi cariño y recuerdo para ellos, los niños y niñas que trabajan y viven en el cerro de Potosí. Que la Pachamama os guíe y ampare. No os olvido.
Madre mía, que artículo!
Brutal, en Bolivia nunca les pagaremos el total de la deuda a los mineros.
increible pasaron como 50 años de que mi compatriota galeano escribiera, «las venas abiertas de America latina», describiendo exactamente este mismo panorama de miseria y muerte en la mina.
Lo unico que noto diferente es que ahora los mineros forman cooperativas, antes los explotaban las empresas extranjeras