It’s not a lie, if you believe it. (George Costanza)
Se abre el telón y aparece Ricky Gervais impecablemente vestido acudiendo a una cita a ciegas. Le recibe en su apartamento Jennifer Garner, le ofrece una copa mientras ella termina de arreglarse y le dice que irá a cenar con él solo para no decepcionar a su madre, la pobre ya empieza a estar desesperada con el hecho de que a su edad aún no tenga pareja, pero que se olvide de cualquier otra pretensión porque está demasiado gordo.
La cena transcurre como un desastre esplendoroso, los camareros no pueden evitar opinar acerca de lo inconveniente de que una mujer tan guapa estropee su ADN con un tipo tan por debajo de su nivel. Cuando la madre de ella llama por teléfono para saber cómo va la noche, Jennifer le comenta que su cita es demasiado gordo y que no siente por él ningún tipo de atracción. Para ella es obvio que juegan en ligas distintas.
Gervais vuelve a su vida gris noqueado, recorre cada día una ciudad idílica que parece el escenario de un musical, tan inmaculada que resulta inquietante. En algún momento se cruza con un autobús lleno de personas sonrientes que lleva rotulado en un lateral: «Pepsi, cuando no haya Coca-Cola»
La premisa de The invention of lying (en español, Increíble pero falso) es una sociedad donde aún no existe la mentira. Un mundo que debería ser ideal, pero que seguramente porque decir siempre la verdad es uno de los actos más sobrevalorados que existen, se hace insoportable desde los títulos de crédito. No hay lugar para las metáforas, ni para la ironía, ni ningún tipo de sutileza. La literalidad de los hechos lo abarca todo como una luz cegadora que anula cualquier matiz. La obsesión por la exactitud nubla cualquier mínimo raciocinio y los juicios de valor son devastadores. La vida transcurre en un presente continuo porque los habitantes no tienen ninguna inquietud más que aquello que es observable, y se expresan con la felicidad robótica de quien cree que tiene el control de todo.
El resto de la película no es gran cosa, se enreda en una trama de comedia romántica bastante obvia que amortigua un principio tan fuerte, pero bastan estas pocas escenas para demostrar que aunque pontifiquemos diariamente acerca de la sinceridad, vivimos rodeados de mentira. Y así debe ser. La necesitamos como se necesita un mecanismo de defensa, cuestión de pura supervivencia.
Sin ella la vida se vuelve insoportable, una sucesión de escenas aburridas que se repiten hasta morir.
Aun así, lo cierto es que nos han enseñado —y todo a nuestro alrededor nos repite constantemente— que la mentira es lo malo y la verdad es lo bueno, lo deseable, lo puro. Una especie de contraprogramación constante que no nos deja decir relajados algo que no se ajuste a la pura verdad. En nuestra desesperación por hacer lo correcto llevamos esta máxima hasta límites tragicómicos, concretamente hasta el arte, el único lugar donde todo debería estar permitido y donde la mentira es imprescindible para llegar a desvelar una verdad.
Antes de caer en la tentación de protestar porque hoy en día nos condiciona la corrección política, es necesario recordar que el padre y defensor de la idea de la mentira artística, Oscar Wilde, vivió en el Londres victoriano. Cualquier cosa de la que nosotros hoy en día nos quejemos resultará ridícula, mejor ni intentarlo.
A los inmaculados valores morales puritanos les resultaba aterrador y fascinante al mismo tiempo que alguien pudiese hacer de su profesión algo considerado pecado y asociado claramente con el caos. Si lo que era necesario creer ya estaba perfectamente delimitado en la iglesia y en el orden público, no podía haber sorpresas.
A la vida real, por desgracia, le importan muy poco nuestras teorías y se limita a repetirse como una broma perversa, por eso los mismos que se escandalizaban eran los que hacían cola en los teatros para ver sus obras, y fueron también los mismos que se felicitaron por el deber cumplido cuando lo condenaron por sodomía.
De pequeños jugábamos a partir lombrices con los palitos del helado y de mayores asistimos impávidos a linchamientos públicos, porque la crueldad con aquello que nos entretiene la traemos de serie.
En La decadencia de la mentira, Wilde articula la idea de que el arte no debería imitar a la realidad, sino que la obligación del verdadero artista, en su caso del escritor, es inventar otra realidad exquisita.
Mentir. La obligación del artista es mentir.
Crear mentira tan buena que no necesite ser explicada ni probada, porque evidentemente en tal caso no estaría suficientemente bien hecha, y que no debe ser objeto de pura inspiración momentánea sino que requiere entrenamiento. Así los escritores y los poetas deberían ser, antes que otra cosa, artistas de la mentira.
Pensemos si no por un momento, ¿por qué La metamorfosis de Kafka sedujo a la humanidad? ¿Por qué fue el primero en decir que se sentía alienado, que odiaba su propia vida? La Europa del principios del siglo XX debía de estar llena de individuos muchísimo más desgraciados que él, sin embargo fue el primero que puso ante nosotros una metáfora tan sencilla y tan potente que aún hoy sigue funcionando: el hombre que se despierta una mañana y es un insecto, la sensación de extrañamiento del bicho. Sin explicaciones, sin justificaciones, una mentira perfectamente articulada en la que se ha visto reflejada más de un siglo de humanidad y que consigue destapar la verdad profunda de lo que somos.
Por otra parte no hay como leer su Carta al padre o algún fragmento de los diarios, donde no hay ni una pizca de ficción, para darse cuenta de que Franz, la persona real detrás de la figura de Kafka, era un vulgar niño rico de Praga lleno de complejos. La mayoría de sus notas no se diferencian de tuits hoy en día, completamente intrascendentes, caducos e irrelevantes. Si lo analizamos detenidamente seguro que hemos conocido unos cuantos individuos parecidos a él y hay un alto porcentaje de posibilidades de que no nos cayesen bien. La suya suele ser una pose bastante irritante.
La vida privada de Kafka solo es interesante en la medida que alimenta la leyenda y nos aproximamos a ella con curiosidad morbosa, reconocerlo como un tipo vulgar es una especie de anticlímax y al mismo tiempo un alivio. Por otra parte, que un privilegiado como él sea recordado en la literatura por crear la gran metáfora del marginal es de una ironía maravillosa.
La lección detrás de poder observar a un autor desdoblado de esta manera es darnos cuenta de que la obra artística no tiene nada de casual y sí un distanciamiento premeditado de la realidad. Una intención de ficción y un ejercicio de imaginación sólido y concreto.
La mentira exquisita.
Sin ella no somos nada más que una colección de vulgaridades, de aquello que llamamos naturalidad pero que en realidad solo es un catálogo de vicios y lugares comunes.
Wilde comentaba como novedad en 1885, el hecho de que el ansia de realidad estaba devorando el terreno de la ficción, ocupando un lugar que no le correspondía. Habla de la escuela de estos «nuevos novelistas» obsesionados con la exactitud de los hechos, con insertar recuerdos personales en el medio de las historias o incluso sus propios puntos de vista para aportar una dimensión más real al relato. Con una buena dosis de rencor les señala que hacen trampa intentando ganarse al público contándoles historias carentes de imaginación, «material crudo» como él mismo le llama. Para Wilde es la vida la que debe imitar al arte y no al revés y aquel que quisiese contar la realidad o hacer una denuncia social no debería ser escritor ni poeta, sino periodista.
Como en el caso de Kafka, hay una ironía efervescente en que el creador del personaje de Dorian Grey, el símbolo del Narciso en la literatura moderna, arremeta contra los autores que pretenden sin pudor hacerse a si mismos protagonistas de sus propias obras.
El personaje de Ricky Gervais en The invention of lying dice la primera mentira del mundo en un momento de desesperación, cuando todo a su alrededor está a punto de romperse, y desde ese mismo momento su propia vida y cómo lo ven los demás cambia para siempre.
La madurez en el siglo XXI es nuestro propio medio hostil siempre en un equilibrio impreciso, nos consagra a las tareas más absurdas del ser humano: prevenir el colesterol, ir a buscarnos a nosotros mismos donde sabemos perfectamente que no hemos estado nunca, correr sobre una cinta sin movernos del sitio o esperar colas en Correos. Necesitamos que la ficción venga a salvarnos, a convertir nuestra rutina en otra cosa y a hacernos creer que podemos ser algo más que esta sucesión de sinsentidos que se repetirán hasta el último día.
Por eso entregaremos nuestro amor eterno al embustero que nos cuente lo extraordinario que no hemos vivido y nos desvele el secreto que explica quiénes somos, un mentiroso brillante que cambie nuestro modo de vernos a nosotros mismos y de mirar alrededor.
The invention of lying la pillamos de casualidad en una de esas anacrónicas visitas al videoclub hace ya unos años.
El comienzo fue una gran sorpresa, con su premisa inicial de mundo sin mentiras y con Ricky Gervais me esperaba mucho. Pero quedó en un bluff tremendo. Me decepcionó bastante que un tipo que tiene un monólogo sobre «tiburones y nazis» no sacara más mala leche de esa idea.
la ficción, la mentira que nos salva… muy bueno. Gracias.