Hay un problema grave con el payaso que ha interpretado Bill Skarsgård en la nueva adaptación de It a la gran pantalla: su cara.
Diario
A mediados de los ochenta, aprovechando las visitas al videoclub junto a la familia para abastecer las tardes, solía escurrirme junto a mi hermano entres las baldas que encauzaban hileras de VHS y BETA hasta el departamento donde se ocultaban las películas que habitualmente teníamos vetadas. Se trataba de la sección de terrores porque a los siete años todavía nadie te ha explicado que la X marcaba el lugar, y resulta mucho más interesante lanzarse hacia los miedos abundantes que hacia las ropas escasas. La avanzadilla ninja nos era útil para husmear portadas y contraportadas que prometían horrores indescriptibles, películas que nos estaban prohibidas de antemano pero que jugábamos a imaginar como combustible de pesadillas.
Una de aquellas cintas era Killer klowns from outer space (Payasos asesinos) y su caja lucía una fachada ilustrada desde la que un equipo de payasos monstruosos nos sonreían. La contraportada anunciaba una invasión de clowns extraterrestres con intención de merendarse a la especie humana, una sinopsis acompañada de la imagen de un payaso de látex y un puñado de fotogramas entre los que se encontraba la estampa de una persona convertida en lo que parecía ser un polo de carne. Aquella combinación de payasos deformes con humanos a modo de aperitivo bastaba para hacernos creer que la cinta contenía una aventura espeluznante. Llegada la edad adulta decidí dinamitar los miedos infantiles y me hice con una copia de la película para encarar con valentía su visionado, pero la experiencia fue decepcionante: Payasos asesinos en realidad era una patochada cómica que no daba miedo y caminaba más cerca de Espinete y Don Pimpón que de las pesadillas más básicas, toda una traición a las expectativas de un mocoso de siete años demasiado impresionable. En cierto momento de la película uno de los payasos se sacaba un globo del pantalón y lo convertía en un perrito con vida propia para olisquear el rastro de dos fugitivos.
Muchos años después, me entrego a la noble tarea de entretener a la descendencia propia y acomodo una tarde en un parque para que la criatura brinque alegremente entre columpios junto a otros niños evidenciando una total falta de aprecio por la integridad física propia. De repente, aparece en la zona un payaso empuñando globos alargados con promesas de perritos, jirafas y otras siluetas a cambio de donativos monetarios. Los niños que frecuentan el parque arrastran a sus padres hacia el payaso para negociar globos ensortijados pero a medida que las distancias con el clown se acortan la situación se vuelve extraña y emana desconfianza. El hombre que viste al payaso está visiblemente ebrio, huele a vino y tragedia, su único punto de apoyo parecen ser los globos que acarrea y las palabras parecen surgir de su boca arrastradas torpemente por una ristra de pañuelos de colores atados entre sí. El conjunto perturba porque un payaso debería repartir sonrisas y alegría por definición, no ocultar tras el maquillaje la sospecha de la derrota. Hay algo erróneo en ese clown, algo tras esa sonrisa pintada que no está bien y da autentico miedo.
Ríe, payaso
Stephen King se imaginó a Pennywise, el villano principal de la novela It, revestido con aspecto de payaso porque estaba convencido que aquellas criaturas de nariz roja eran la cosa que más miedo daba a los niños. Una afirmación certera teniendo en cuenta que la cara de payaso lleva toda la vida utilizándose para envasar terrores: desde el Canio de la ópera Pagliacci que [spoiler] remataba la función apuñalando al reparto al grito de «La commedia è finita» [fin del spoiler], hasta el Joker que batalla contra Batman entre viñetas, y pasando por el payaso Twisty de American horror story o los maquillajes con los que Rob Zombie embadurnaba a su Capitán Spaulding en La casa de los 1000 cadáveres y las tropas de psiclównpatas asesinos de 31.
En 1990 la cadena ABC decidió adaptar a televisión el libro de King y contrató a Tomy Lee Wallace (colega y colaborador de John Carpenter) para rodar una miniserie de dos capítulos que acabaría adobando las peores pesadillas gracias a la dedicación de un Tim Curry que vestía a Pennywise bajo el disfraz de payaso. Una caracterización para la que el actor huyó de las prótesis de barbillas y mejillas que el equipo había ideado inicialmente, algo comprensible viendo como le dejaron la jeta en Legend, para centrarse en el maquillaje. Curry optó por dotar al monstruo de un aspecto cercano al dibujo animado y otorgarle un profundo acento del Bronx: «Salió solo. Los payasos son la materialización de tu peor miedo y creo que asusté a muchísimos niños». No se equivocaba, su criatura acojonó a millones de espectadores y sus ecos en forma de traumas todavía rebotan en varias cabezas.
El payaso que vestía Skarsgård en la nueva versión de It aterrizaba con similares intenciones pero, a pesar de haber provocado una taquilla inaudita para el género (más de seiscientos millones de dólares), no tenía tanto poder para aterrorizar como la encarnación noventera. Y gran parte de la culpa la tiene su cara, el diseño del propio payaso. Porque mientras Curry interpretaba a un monstruo escondido bajo un maquillaje de algo que por definición se pretende alegre, Skarsgård representaba a una criatura diabólica con aspecto monstruoso. Y resulta evidente que uno de los dos da mucho más miedo que el otro, existen payasos reales con una pinta similar al Pennywise de Curry pero ninguno que se acerque al de Skarsgård. Parece que en el mundo moderno el mal en la ficción ha de ser feo y evidente cuando lo realmente aterrador es lo contrario. Por eso mismo el cine de muñecos diabólicos se antoja irreal si lo trasladamos al mundo real, porque en dicho subgénero el reparto está inexplicablemente cómodo con lo de poner en la estantería de su habitación muñecajos con aspecto demoniaco que ninguna persona sana dejaría entrar en casa. Obsérvese que en el mundo real la muñeca que ha inspirado la historia de Annabelle no tiene pinta de haber sido parida por Satán sino de ser un monigote de trapo mucho más amable.
La belleza del mal
Lo maléfico es feo por definición, por eso mismo las brujas de los cuentos vienen de serie con la carrocería en color verde y narices gigantescas salpicadas de verrugas. En la saga Star Wars los villanos esconden bajo sus máscaras (Darth Vader) o capuchas (Palpatine) rostros desfigurados, una idea con la que jugaba el reciente séptimo episodio (El despertar de la fuerza) al crear un antagonista, fanboy de Vader, que vestía máscara a pesar de no tener el rostro desfigurado. Roald Dahl explicaba en Los cretinos que los malos pensamientos brotaban en el propio rostro afeándolo gradualmente, una sentencia que la ficción ha llevado al extremo porque en las historias el mal ha de ser antiestético para ser reconocido con facilidad y que la muchedumbre de horcas y antorchas tenga claro a quién perseguir. El cine de terror mima el tópico hasta el extremo al reclutar en los puestos de villano a gente poco agraciada y con cara de revuelto de carne al estilo de Freddy Krueger o Jason Voorhees, y probablemente la vileza es la razón por la que Sadako Yamamura no se peine hacia atrás cuando salta desde la tele en Ringu. Los célebres cortometrajes de David F. Sandberg (Nunca apagues la luz) basaban su razón de ser en un susto final donde el mal se presentaba con la jeta congelada en una mueca horrible. Pero esa misma idea del monstruo como un ser extremadamente deforme se ha vuelto anticuada con rapidez y el susto repentino con rostro espeluznante ha dejado de ser efectivo más allá del vídeo de YouTube. El nuevo Pennywise juega a querer dar miedo desde su apariencia y tiene pinta de ser algo a lo que un niño no se acercaría ni a la fuerza, y eso no funciona tan bien como cuando lo perverso se esconde bajo una apariencia conocida.
En Balada triste de trompeta un Carlos Areces transformado en payaso diabólico ametrallaba un resort franquista en una escena que venía a condensar el espíritu del cine de Álex de la Iglesia. Curiosamente, el director vasco ha sido uno de los creadores que mejor ha sabido captar la villanía escondida tras lo cotidiano: en El día de la bestia el ejército de nazis que prendía fuego a los vagabundos vestía camisas, corbatas, pelo engominado y jerséis al cuello. La comunidad convertía todos los vecinos de un bloque de viviendas en villanos y a su presidente en la cabeza visible del batallón. En Muertos de risa hay un plano que muestra a la pareja de protagonistas (Santiago Segura y El Gran Wyoming) firmando autógrafos a un grupo de niñas en un escenario donde todo parece muy idílico hasta que la cámara se coloca a sus espaldas y los radiografía para mostrar que literalmente están podridos y rellenos de algo muy asqueroso por dentro. En El bar la mayor parte del casting acababa aprovechando la aparición de una espalda para soltar una puñalada, algo que un personaje hacía constar al simular llamar por teléfono para solicitar «Dos taxis, uno para los enfermos y otro para los hijos de puta». El protagonista de Balada triste de trompeta se transformaba en un bufón maligno a lo bestia, con el propio personaje desfigurándose la cara a base de ácido, cortes con un cuchillo y una plancha ardiendo en las mejillas, el monstruo se hacía horrible a sí mismo porque por definición el mal es espantoso. En una escena posterior el clown se tropezaba con los terroristas responsables del atentado contra Carrero Blanco y les espetaba la mejor frase de toda la película: «¿Vosotros de qué circo sois?».
Fe de etarras
Años más tarde Areces cambiaría el traje de payaso por un jersey de punto para interpretar a un etarra en Negociador, una película de Borja Cobeaga donde un político vasco, Manu Araguren (Ramón Barea), ejercía como interlocutor del Gobierno durante la negociación con la banda terrorista ETA. Un film que nacía como una versión libre de una historia real (las negociaciones entre el socialista Jesús Eguiguren y los etarras Josu Ternera y Thierry), y que arrancaba de manera genial: salteando planos del negociador con la imagen de un filete friéndose, un montaje que se desbocaba poco a poco mostrando una persona en ebullición y un pedazo de ternera abrasándose en una sartén, «Aquella escena la tenía clara desde el principio» me aclaró el propio Cobeaga hace no demasiado. En pantalla, Araguren se convertía en un reflejo de Eguiguren mientras Jokin (Josean Bengoetxea) y Patxi (Carlos Areces) funcionaban como trasuntos de Ternera y Thierry respectivamente.
Lo interesante del asunto es que Negociador se atrevía a mezclar el drama y la comedia, pero no aquella comedia a la que el público está acostumbrado, sino una que abrazaba la tragedia. El largometraje de Cobeaga utilizaba un humor enraizado en la incomodidad, una comicidad seca que apuntaba conscientemente a la sonrisa en lugar de a la carcajada y gustaba de congelar dicho gesto a medio camino. Es una de las comedias con menos pinta y razones para ser una comedia que se han filmado y por eso resulta meritoria, sobre todo al llegar de la mano del realizador que firmaba Pagafantas, No controles y el guion de Ocho apellidos vascos, propuestas con un humor más convencional. Y en especial por la labor de Areces a la hora de vestir al terror, porque el actor, un cómico que nació en La hora chanante y tiene un grupo musical llamado Ojete Calor, elaboraba un Patxi capaz de acojonar de verdad con solo sentarse en tu mesa y presentarse extendiendo la mano, capaz de dar miedo cuando mostraba una sonrisa. En el mundo real pocas cosas dan más rabia y miedo que un terrorista sonriendo.
Cobeaga estrenó en 2017 Fe de etarras, otra película que utilizaba a ETA como escenario para una comedia que en este caso era mucho más clásica y desmelenada, y el público menos propenso a meditar las cosas enrabió por no molestarse en comprender que la sonrisa en este caso no la enarbolaban los terroristas. Fe de etarras llegó con una promoción en forma de gigantesco cartel donde se tachaba aquel Yo soy español que el país cantó durante el Mundial de Sudáfrica, y aquello provocó que unas cuantas voces no demasiado lúcidas (gente que en realidad no se ha molestado en ver la película) interpretasen la existencia del film como una provocación y un blanqueamiento de la banda terrorista, cuando en realidad la película era todo lo contrario: una comedia en contra de la violencia donde los personajes eran un grupo desastroso de etarras encerrados en un piso durante el verano de 2010 y esperando el momento para entrar en acción. Un equipo desmoralizado de terroristas abandonados por su propia banda donde lo que resultaba cómico era que un albaceteño (Julián López) sin mucha lumbre se apuntase a ser etarra porque lo que le ponía de pequeño eran las fotos de terroristas más buscadas y no las mamachicho de Telecinco. Un film donde una pareja descubría que era imposible darle un poco de espacio a su relación porque estaban en un piso franco y donde los acontecimientos acaban forrando a los convencidos terroristas antiespañoles con banderas gigantescas de España, que además se veían obligados a comprar ellos mismos. Javier Cámara, que interpretaba a un personaje capaz de encabronarse con el Trivial porque sus tarjetas no distinguían a los vascos de los españoles, lo resumía en San Sebastián: «Hemos hecho una comedia de algo tan trágico como que hubiera gente que se creyera todo lo que dice mi personaje. A mí se me encogía el corazón de pensarlo». Cobeaga en alguna entrevista ha señalado la existencia de otra comedia protagonizada por terroristas y repleta de muchísima más mala leche: la descacharrante cinta británica Four Lions dirigida por Chris Morris, un hombre acostumbrado a cocinar el humor al límite.
Four Lions narraba las desventuras de cuatro yihadistas rematadamente idiotas que pretendían atentar en Londres. Cuatro terroristas incapaces a la cabeza de una comedia negra con bastante mala hostia pero suficiente inteligencia como para jugar con la educación narrativa del público: en el cine es habitual la identificación del espectador con los protagonistas y en Four Lions la propia cinta utilizaba ese recurso aún a sabiendas de que era imposible ponerse en la piel de unos putos locos armados con bombas. En ese panorama, el verdadero logro es que Morris fuese capaz de generar carcajadas con una historia donde existían las víctimas inocentes (aquí se hacía presente la mala leche del realizador: una de las bajas civiles era culpa de la ineptitud de las fuerzas del orden). Una comedia con yihadistas idiotas discutiendo lo conveniente de aparecer en un vídeo propagandístico empuñando una pistola de juguete, volándose en pedazos al manejar explosivos, reventando un campo de entrenamiento de Al Qaeda al disparar una bazuca del revés y disfrazándose de tortuga ninja para colarse en una maratón londinense. Las risotadas que nacían en Four Lions lo hacían en un entorno cruel pero a modo de mecanismo de defensa al confiar en que la existencia de personas cegadas por aquellos ideales autodestructivos se deba a que dichas personas son rematadamente tontas. Porque tal y como decía el propio Morris: «El terrorismo tiene que ver con la ideología, pero también con los imbéciles».
Bin Laden y las tetas pixeladas
En mayo del 2011, diez años después del 11-S, un comando de las fuerzas armadas de los Estados Unidos abatió con un par de tiros a Osama bin Laden en los alrededores de Abbottabad. Tras hacerlo, la CIA se llevó los enseres del terrorista, entre los que se encontraba un ordenador, hasta sus oficinas para pasarles la lupa. En noviembre de 2017 y con la excusa de ofrecer transparencia, la agencia decidió hacer público el material requisado en la guarida de Bin Laden y compartió con el público más de 470 000 archivos, un pack conocido como The Abbottabad files, que incluían el contenido del disco duro de su ordenador personal. Entre el material se alojaba lo que cualquiera esperaría encontrar en el maletero de un terrorista: vídeos propagandísticos, correspondencia con líderes yihadistas, el diario de una de sus hijas con las enseñanzas paternas anotadas, recortes de prensa y documentales sobre Al Qaeda y su líder.
Pero lo más interesante de aquellos 320 gigas era todo el contenido que no estaba relacionado con la organización terrorista porque la propia CIA apuntó que entre aquellos archivos también se acomodaron las películas Cars, HormigaZ, Ice Age: el origen de los dinosaurios, Zafarrancho en el rancho, Chicken Little, Batman: Gotham knight, la cinta de anime Storm rider: Clash of the evils y las adaptaciones cinematográficas de Resident evil y Final Fantasy VII: Advent children, archivos que la agencia de inteligencia había eliminado del paquete público porque una cosa era pelear contra el terrorismo y otra contra los copyrights. Los internautas no tardaron en descubrir que entre los documentos había más rarezas de las mencionadas: cortometrajes de Tom & Jerry, el vídeo viral Charlie bit my finger again, capítulos de Detective Conan, Las aventuras de Jackie Chan o Mr Bean, la serie anime Devil may cry, o la película Street fighter 4: los lazos que unen.
También partidas guardadas de juegos pirateados de Nintendo DS como New super Mario bros, Yoshi’s island DS, Mario & Luigi: Compañeros en el tiempo, Metroid prime hunters, Grand theft auto: Chinatown wars o Battles of Prince of Persia. Y algunos archivos residuales de videojuegos para PC como Sniper Elite: Nazi zombie army 2 o Zuma deluxe junto a una colección de pantallazos de juegos retro como Snow bros, Sunset raiders, Metal slug 2 o U.N. Squadron que evidenciaban que en cierto momento alguien utilizó el ordenador para emular máquinas arcade. El dato más extravagante del conjunto era descubrir que aquel PC también albergó videojuegos de destape digital, basados en desnudar a chavalas pixeladas, programas semidesconocidos y cutres como Fantasy’95, Perestroika girls o Untouchable.
Todos estos hallazgos aterraron a una comunidad que los encontró más perturbadores que curiosos porque la idea de compartir hobbies con alguien tan malvado provocaba escalofríos en una sociedad acostumbrada a deshumanizar al terrorista. Y aunque es cierto que probablemente tanta película animada y videojuego no fuesen caprichos de Bin Laden sino diversiones para el resto de familia que le acompañaba, no deja de resultar gracioso presuponer que el hombre más temido del planeta se tiró más de una velada intentando ver tetas cuadriculadas en ese Perestroika girls.
La cara del mal que siempre saludaba
A pesar de lo que diga Dahl, en la vida real los malos no siempre tienen la decencia de ir avisando de sus intenciones con su aspecto. Y eso resulta mucho más aterrador que la aparición de una jeta monstruosa con los ojos en blanco. Por eso mismo la noticia suele ser que el destripador del barrio «siempre saludaba», porque el hecho de que la vileza haya sabido camuflarse entre lo cotidiano es algo que acojona. La verdadera cara del mal hoy en día se oculta detrás de líderes de potencias mundiales que además de peinados absurdos van por ahí alardeando de agarrar a las mujeres por sus genitales o convenciendo a su país de que son seres divinos que no cagan nunca, de políticos absueltos cuando mueren casualmente todos los fiscales, de terroristas que aparecen sonriendo en la foto, de hijos de puta capaces de violar a una mujer en un portal, grabarlo y compartirlo en el whatsapp con una veintena de colegas que les aplauden como monos. La verdadera cara del mal nunca ha sido cosa de ficción, pero siempre saludaba.
Buen artículo sobre la imagen dada para las películas de terror y su relación con la imagen de payaso de circo.
Fe de etarras es muy flojita, con independencia de juicios morales o ideológicos.
Muy buen artículo, especialmente el epílogo.
Buen artículo, me interesan poco las películas de payasos asesinos pero lo trasciende ampliamente. Interesantes las reflexiones sobre los terroristas y su mundo de fantasía (terrorífica)