Jot Down para Barcelona Foodie Guide
Cada vez que pienso en comer como Dios manda no me acuerdo de un plato, ni de un restaurante, sino de una película. Big Night, de Stanley Tucci y Campbell Scott. Dos hermanos italianos abrían un restaurante en Estados Unidos. Uno era el genio a los fogones y el otro daba la cara. El problema era que el cocinero se tomaba en serio la cocina; más que en serio, era su vida. Concebía la gastronomía como la máxima expresión de la belleza. Y eso le creaba problemas en Estados Unidos.
Cuando un cliente le preguntaba por qué el plato no estaba preparado al estilo americano, que para el cocinero era una ordinaria transgresión del auténtico recetario italiano, se enervaba. Les insultaba. Les llamaba, era muy gracioso, «¡Filisteos!». Que según la RAE es «Dicho de una persona: de espíritu vulgar, de escasos conocimientos y poca sensibilidad artística o literaria». No solo era preciso y elegante con los ingredientes, también con las palabras que empleaba.
En un momento dado, el dilema sobre si sacrificar el legado gastronómico de sus antepasados para preparar platos que gusten al público americano llega al límite. En una discusión memorable, el cocinero le dice a su hermano: «Si sacrifico mi trabajo, muere. [entonces] Es mejor que yo muera».
Siempre sueño con encontrarme un cocinero así. Alguien que tema la máxima del anarquista estadounidense Bob Black, «eres lo que haces», que ponga pasión en el plato y que desafíe sus limitaciones. Ponerme en sus manos. No tener que elegir. Solo dejarme hacer. Es lo que llamo comer con los cinco sentidos. Porque no solo te sorprendes, sino que puedes comentar la novedad, comparar. Aprender.
En Barcelona hay una iniciativa que se acerca bastante a este espíritu. Es el Foodie Pop Up Experience. Son una especie de cenas clandestinas. Cada vez se celebran en un lugar distinto. Te avisan pocas horas antes con un mensaje al móvil. La carta está cerrada y tú solo puedes sentarte y descubrir. Llevar a tu paladar donde nunca ha estado.
De entrada, lo que te encuentras es un halo de misterio. Al llegar, hay una chica en un portal. Hay que pronunciar una contraseña y te lleva hasta una puerta escondida. Tras atravesar un pasillo, dentro lo que hay es un jaleo importante. El chef prepara los entrantes y los platos en una larga mesa, y alrededor está todo el mundo tomando una cerveza charlando, comentando lo que ve. Es como si fueses a casa de un amigo y comentárais lo platos mientras los prepara.
En esta ocasión, la decimocuarta, el lugar escogido es un estudio fotográfico que han decorado con algunos motivos orientales, porque quien cocina es el italo-barcelonés Stefano Mazza, dueño de Last Monkey, en Sant Antoni. Un restaurador que apuesta por la fusión, pero generalmente con la cocina oriental como denominador común. El reto de Mazza esta noche era maridar cuatro platos con diferentes cervezas Alhambra y una idea, «olla caliente». Bajo esa premisa, él interpreta.
Tras unos entrantes con dumplings, foies y berenjenas chinas confitadas, hubo que sentarse. Mazza cogió el micrófono y nos puso en antecedentes. Su filosofía culinaria no pretende expresar nada profundo ni trascendental, con que le guste a él, dijo, le vale. No hay mucho secreto: «Doy lo que a mí me gusta comer, cojo de aquí y de allá y el resultado lo hago mío. Es una cocina muy personal y sin cosas estrambóticas».
Con una Alhambra Reserva 1925, lo que le suponía «salirse de la zona de confort», admitió, a la hora de los maridajes, de primero sirvió un atún Tokio-Mumbai. Era un tataki acompañado de una salsa especiada al estilo indio. Una original fusión de dos cocinas orientales aparentemente opuestas; la japonesa, que tiene su esplendor en los ingredientes crudos y la india, donde todo está centrado en el fogón, las salsas y los aromas persistentes.
La siguiente parada fue Corea, un tartar de buey al estilo coreano con wotons. Cuando apareció la Alhambra Reserva Roja, llegó el plato que generó más debate. Era un «Tan-Tan» de la provincia china de Sichuan, una especie de sopa con tallarines y huevo. Cuando viajas a China a comer solo necesitas saber pronunciar dos palabras. «Pu Lá», si no te gusta el picante, y «Lá», si quieres que arda un poco. En este caso, era «Lá»; Un «Lá» estilo Massiel, muy comentado en improvisados corrillos por el local, que es donde tiene el punto fuerte el encuentro: en echarte unas risas comentando cada propuesta.
Y por último llegó la receta más original de todo el menú, al menos en su presentación: se servía en una bolsa de plástico. Durante la elaboración, te podías acercar a la cocina como Pedro por su casa para ver la que estaban liando. Era un pato ahumado al té Lapsang Souchong con una crema suave de calabaza y mandarinas. La bolsa de plástico formaba parte de la preparación de plato, sirve para una cocción concentrada, mantener la pureza de la salsa y la jugosidad de la carne. Por último, el postre siguió el itinerario asiático con una última parada en el sudeste del continente: un pastel de chocolate bañado con salsa indonesia satay.
En un momento en el que me levanté a por una cerveza, puse la oreja a ver qué decía la gente. Me quedé con lo que comentaba una chica. Decía que lo más le gustaba de la experiencia era la gente: «Poder hablar con todo el mundo». Algunos de los asistentes han repetido de anteriores ediciones. Se enganchan. La gastronomía, al final, es tanto un trabajo colectivo como una experiencia.
Las anteriores ediciones fueron en invernaderos, galerías de arte, estudios de pintura, naves industriales… pero todas tienen siempre algo en común: quieren democratizar la experiencia gastronómica con un precio asequible, que experimentar no esté solo al alcance de unos pocos. Aunque lo más atractivo está en lo cálido, en el tono festivo y relajado que tiene el encuentro. De la edición anterior, con el chef Adrián Marín, de Mextizo, parece que nadie ha olvidado cómo preparó un ceviche en mitad del local rodeado de todos los comensales.
El origen de estas veladas está en la guía Foodie Fever de Barcelona. Un libro de edición anual que reúne una selección de cincuenta restaurantes, bistrós, food trucks y coctelerías sin repetirse en ninguna edición. Marta Garreta, una de las promotoras, comenta que es un proyecto que potencia lo local en su faceta más genuina y difícil de descubrir: «Para mí es muy romántico, porque damos voz a los pequeños empresarios gastronómicos».
Y para el comensal lo romántico es que el menú es un auténtico laboratorio de I+D. Los cocineros se atreven a hacer experimentos que los consagrados no pueden permitirse. Y, lo más importante, no hay solemnidad, ni el hieratismo y los pudores de los restaurantes tradicionales. Aquí todo el mundo puede ir y venir, atender al detalle lo que ocurre en la cocina, preguntar y conocer a gente igual de apasionada. Los Foodie Pop Up tienen un espíritu que va contra todas las reglas convencionales del mercado: buscan que cada velada sea única hasta el punto de que sea imposible volver a repetirla igual. Cada ocasión es una experiencia intransferible.