En este invierno eterno para los sentidos al que nos arrastra la euforia digital, la visión de un manuscrito literario consumiéndose en el fuego me parece uno de los más bellos anacronismos que uno puede imaginar. Pensar en manuscritos devorados por las llamas es una visión tan de otro tiempo como si hablásemos del trabajo de un herrero o un alfarero. La multitud de aparatos de calor escondido que utilizamos cada día en casa nos impide que tengamos un contacto real con el fuego, y sin embargo su imagen sigue ejerciendo sobre nosotros una fascinación irresistible, quizá porque en nuestra mente aún perduran posos del pasado cavernario. El fuego es, por tanto, el mejor símbolo de destrucción que nuestro cerebro puede hallar, y también el más bello.
Pensaba estos días en fuego y manuscritos literarios mientras leía la reconstrucción del texto supuestamente perdido de Malcolm Lowry llamado In Ballast to the White Sea, que en España acaba de ser publicado con el nombre de Rumbo al mar blanco. Leía desconcertado a Lowry —que por otra parte es como se debe leer a este genio— y me preguntaba qué será dentro de unos años de esa filología de Indiana Jones que continúa hurgando en los vertederos de la cultura, espiando cualquier archivo olvidado y buceando en las carpetas que nadie recuerda para conseguir el próximo nuevo texto de alguno de nuestros ídolos literarios. Me admira esa paciencia bibliófila con mucho de arqueología que tienen algunos, y que en los últimos años nos ha ofrecido inéditos nada más y nada menos que de Walt Whitman, Charlotte Brontë, Scott Fitzgerald, o Edith Wharton.
Me apena pensar que en nuestra glaciación digital el legado de un escritor contemporáneo dejará de tener una presencia física en algún viejo anaquel para constituir un puñado de archivos de ordenador diseminados en una carpeta virtual. Hablar de manuscritos devorados por el fuego en el mundo digital, en el que una pérdida parecida equivaldría a la desaparición de una cadena de unos y ceros en la superficie de una lámina, nos confirma que el tiempo de la poesía se ha acabado y que algo estamos haciendo mal.
Los manuscritos ya no arden, sencillamente porque no hay manuscritos, y con las copias de seguridad, la nube y todos nuestros intentos de que lo que hagamos sea eterno y ubicuo, estamos perdiendo la posibilidad de contemplar esta belleza oscura de lo perdido, esa poética de lo irremplazable. Se acabaron los diarios cenicientos y abandonados, las cartas recogidas con una cinta de color que aparecen en el armario de una casa no explorada. Adiós al maletín escondido en el fondo de una biblioteca, el manuscrito perdido entre miles de páginas sin interés que amarillean su destino. Los investigadores futuros no lucharán contra el pulso imposible de un autor acechado por la muerte, ni manipularán viejos legajos o copias al carbón de imposible lectura, sino que si tienen suerte hallarán en el área de un disco duro una secuencia desconocida que corresponde a un texto. Su labor se limitará a batir el clic de un ratón hasta que con suerte y paciencia aparezca algo. Estarán de acuerdo conmigo en que no es lo mismo que encontrar un nuevo Whitman en las ediciones olvidadas de un viejo diario.
La adoración absoluta de un autor literario te lleva a admirar no solamente los libros que conoces de él, sino a fantasear con aquellas obras que se perdieron para siempre, esa obra mítica que alguno de tus ídolos escribió durante años y nadie o casi nadie ha leído y por tanto es susceptible de convertirse en el nuevo diamante perdido en una sima. En la historia de la literatura se conocen no pocas obras de grandes autores que se suponen perdidas para siempre porque el fuego dio con ellas, y otras muchas que prácticamente llegaron a sentir el calor devorador del fuego pero fueron salvadas en el último momento.
El sentimiento que suele empujar a un escritor a enviar un manuscrito a las llamas es el de insatisfacción con el trabajo propio, ese prurito perfeccionista que con demasiada frecuencia sobra en los genios y falta en los mediocres. El fuego ha devorado el producto del talento de muchos escritores que simplemente pedían más a sus textos, de manera que la insatisfacción y búsqueda de la perfección nos ha privado de muchas obras posiblemente magistrales.
Virgilio enfermó cuando su Eneida no parecía un texto acabado, y pidió a su amigo Lucio Vario que destruyera el manuscrito. Por fortuna, Vario pertenecía sin saberlo a la liga Max Brod de amigos traidores por el bien de la humanidad, y no ejecutó el deseo de Virgilio. El filósofo Baruch Spinoza, conocido fundamentalmente por su pensamiento político y trabajo metafísico, también dedicó mucho tiempo de su vida al estudio de la óptica y el color, campos que le fascinaban. Los seguidores de Spinoza han forjado todo un mito en torno a su Tratado sobre el arco iris, manuscrito que pudo arrojar al fuego en un arrebato de insatisfacción. A la muerte de Spinoza, un estudioso llamado Johann Köhler casi llegó a obsesionarse con la búsqueda de borradores o copias que devolvieran al mundo el tratado sobre el arco iris del maestro, hasta que después de dieciséis años de búsqueda se dio por vencido y confesó su amarga derrota: «Me he encontrado con personas que dicen que leyeron el tratado, pero que le disuadieron de que lo publicara. La gente que vivía con él me ha contado que estas respuestas negativas le angustiaron tanto que lo quemó seis meses antes de morir».
Se ha hablado mucho de Max Brod y el agradecimiento eterno de la comunidad lectora por haberse negado a destruir el legado de Franz Kafka, pero no se ha contado tanto que el propio Kafka quemó no pocas obras en vida, movido por esa misma insatisfacción con el resultado de sus escritos a la que ya me he referido. Algunos biógrafos hablan de la destrucción de hasta el noventa por ciento de su obra de manos del autor, lo que le convierte en uno de los mayores Saturnos de la literatura. Tampoco se ha difundido lo suficiente el hecho de que Dora Diamant, su última compañera —que se apellide Diamant me parece otra curiosa predestinación poética del universo Kafka—, sí ofreció al fuego buena parte de su trabajo por indicación del genio praguense. Cuando algunos admiradores de Kafka reprocharon a Dora Diamant que hubiera destruido las obras por el afán de perfeccionismo del autor, ella siempre contestó ofreciendo tres argumentos: que era muy joven cuando lo hizo —tenía entonces diecinueve años—, que Kafka y ella estaban instalados en el presente y no en el futuro, y que para el escritor no era una cuestión de perfeccionismo sino de liberación personal. No hay escritor en el mundo capaz de imaginar una explicación de la pérdida de los manuscritos de Kafka más bella que la ofrecida por Dora Diamant.
En otras ocasiones, el instinto de privacidad o el deseo de discreción es el que empuja al escritor o a su entorno a quemar papeles que hoy podrían decirnos mucho del autor. Emily Dickinson también solicitó a su hermana Lavinia que quemara sus manuscritos. Por fortuna para los que gozamos con los versos de Dickinson, Lavinia mandó al fuego su correspondencia y papeles personales, pero salvó sus poemas, y de hecho mantuvo una preocupación constante a lo largo de su vida por su publicación.
El ya aludido Malcolm Lowry puede considerarse todo un maestro en el arte de perder manuscritos. Su primera novela, Ultramarina, fue robada del automóvil de su editor, de manera que tuvo que ser reescrita desde borradores previos. Cuando vivía apartado del mundo y de manera bastante precaria en una cabaña de Vancouver, la vivienda que habitaba sufrió un incendio total. Su segunda esposa, Marjorie Bonner, se adentró en las llamas arriesgando su vida y pudo salvar el manuscrito de Bajo el volcán, pero no el de Rumbo al Mar Blanco. Siempre se ha especulado acerca de por qué el británico nunca volvió a trabajar sobre esa obra tras el incendio, a pesar de que contaba con material más que suficiente para retomarla. La explicación que suele ofrecerse es que Lowry, tremendamente inseguro en cuanto a la calidad de lo que producía, aceptó el hecho del manuscrito perdido en el fuego como si de una señal del destino se tratara, y hasta cierto punto se sintió liberado al saber que Rumbo al Mar Blanco se había convertido en ceniza.
La historia más difundida de manuscritos perdidos por el fuego quizá sea la de la primera versión de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Si tenemos que creer a la memoria del hijastro de Stevenson, Lloyd Osbourne, el primer borrador del clásico fue escrito en tres días, después de que soñara el contenido de la obra, tiempo en el que además leyó a la familia extractos de la misma para conocer su opinión. Una de las leyendas que acompañan al mito de esta novela es que un reproche de su mujer acerca del contenido de la obra, cuya primera versión Fanny Van de Grift se atrevió a criticar por contenido y forma, acabó con esta en las llamas en un acceso de furia del autor. Otras versiones de la leyenda colocan el manuscrito en manos de la propia Fanny y la hacen culpable de la destrucción de ese primer extraño caso de Jekyll y Hyde.
Nikolái Gógol quemó más de un manuscrito de Almas muertas. La primera vez, en 1845, y el resto en 1852. Había publicado una primera entrega de la obra en 1842, pero aunque el libro funcionó bien en cuanto a recepción crítica y público, Gógol se encontraba insatisfecho con el resultado, de manera que planeó escribir dos volúmenes más que mostraran una evolución mayor de ese perdedor llamado Chichikov. Estos añadidos acabaron en el fuego por una cuestión religiosa: mientras escribía la prolongación de Almas muertas, Gógol cayó bajo el influjo de un cura de la Iglesia ortodoxa que le convenció de que había pecado y blasfemia en lo escrito. Exactamente a las tres de la madrugada del 24 de febrero de 1852, Gógol quemaba el manuscrito en su estudio moscovita. A partir de ese momento entraría en un rápido declive físico hasta su muerte el 4 de marzo.
August Strindberg, el célebre dramaturgo que creó esa pieza inolvidable llamada La señorita Julia, mantuvo a lo largo de su vida la reputación de que mandaba al fuego tantas obras como creaba, normalmente movido por una búsqueda de la perfección que nunca parecía encontrar. No he conocido a ningún escritor que creyera en los efectos purificadores del fuego de una manera más intensa que Strindberg. En sus cartas, diarios y escritos sobre teatro cuenta con una asombrosa naturalidad cómo su chimenea se traga el borrador de una obra, en la confianza de que de ahí aparecerá otra mejor: «Yo había escrito una pieza en cinco actos, pero cuando la acabé me di cuenta de lo irregular que era y de cómo tenía un efecto que me molestaba. La quemé y de las cenizas surgió una pieza de un acto en cincuenta páginas, bien armada».
James Joyce amenazó muchas veces con lanzar a las llamas su manuscrito del Retrato del artista adolescente, que por aquel entonces tenía el título provisional de Stephen Hero. Incluso llegó a cumplir la amenaza en una ocasión: enfurecido porque veinte editores habían rechazado ya la obra, se acercó a la boca de la chimenea y lo lanzó a las llamas. Fue su mujer quien salvó la novela del fuego. Algunos comentaristas, para añadir un matiz romántico a la historia, sugieren que la señora Joyce llegó incluso a quemarse las manos en el delicado rescate. No sería la última vez que lanzaba alguno de sus trabajos al fuego, de manera que puedo suponer que el mundo de la literatura se divide desde entonces entre aquellos que desearían que hubiera hecho algo así con el manuscrito de Ulises y los que no.
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