Una anciana camina por la calle principal de la que hasta hace unas semanas era la animada capital de un país. Lleva en la mano un pequeño bidón de plástico lleno de diésel. Es cuanto ha podido conseguir después de una larga cola de cuatro horas. Un éxito, si lo comparamos con su intento de obtener dinero en efectivo en el banco. Después de otras tres horas esperando su turno, los ordenadores dejaron de funcionar al mismo tiempo que ella llegaba al mostrador. Un día más dependerá para alimentarse de sus vecinos. Son paradojas como esta, la de tener a la vez dinero y no tenerlo, las que caracterizan el Apocalipsis.
Pero no puede quejarse, porque no está enferma. Sin refrigeración las dosis de insulina se han estropeado. Las máquinas de diálisis no funcionan. Las de soporte vital en los hospitales, tampoco. Con el fin de la electricidad desapareció también el agua corriente. Y ahora al menos la sed se ha vuelto tolerable. Era peor los primeros días, cuando lloraba por no poder beber, con la boca y garganta tan secas que no podía pronunciar palabra. Da gracias por vivir en la ciudad, a la que llega alguna ayuda, y cuyos problemas son visibles. De los pueblos del interior nadie sabe nada. Sin comunicaciones telefónicas, ni internet, y con las carreteras destruidas, no hay forma de conocer su situación. Ni de saber qué ayuda necesitan.
Mientras camina de vuelta a casa, la naturaleza a su alrededor parece destruida por un incendio. Los árboles que siguen en pie no tienen ni una sola hoja, ni un fruto. Parecen secos. Las aves, reptiles e insectos que dependen de ellos mueren por docenas. Los cocodrilos salen a morir a los caminos. El viento ha soplado a 250 kilómetros por hora, destruyendo la selva ecuatorial y su ecosistema.
Algunas viviendas están en pie, pero sus tejados han desaparecido. Camas, mesas, muebles, y elementos de la vida cotidiana permanecen a la vista del cielo. Los propietarios que tienen paredes duermen a la intemperie. Otros, con peor suerte, se sientan en sus sofás, en medio de la nada. Junto a un montón de escombros, que fueron anteayer su casa.
Esto podría ser ficción, y formar parte de una novela con trama posapocalíptica. Pero en realidad es el relato agrupado de las situaciones que están viviéndose en Puerto Rico. Tras el paso del huracán María el país vive una situación apocalíptica. Como en la narrativa distópica y de ciencia ficción, la estructura del Estado ha quedado prácticamente destruida. Los portorriqueños están ya habituados a vivir en una zona azotada por los huracanes. Los han sufrido, y se han recuperado. Pero el nuevo factor climático compromete la capacidad del país para reponerse. En 2017 la temperatura del Atlántico ha subido, por áreas, entre 0.5 y 1ºC, aportando un 7% más de humedad a la atmósfera. Y ello ha provocado una mayor intensidad en los huracanes. En el plazo de un mes, tres de ellos han arrasado consecutivamente extensas áreas de Estados Unidos y el Caribe.
El 25 de agosto el huracán Harvey golpeó de manera significativa a Texas. Trescientas mil personas se quedaron sin casa, y las refinerías de petróleo del estado perdieron el veinte por ciento de su capacidad. La capital, Houston, quedó inundada por las lluvias, con su aeropuerto cerrado y los servicios de emergencia atendiendo en lancha motora, allí donde antes había calles.
El 6 de septiembre el huracán Irma arrasó las Antillas. Definamos arrasar: ni un solo árbol ni una sola casa quedó en pie. Lamentablemente fue la imagen de Richard Branson, dueño de Virgin, sonriente y a salvo después de que eligiera quedarse en su isla privada, la que dio la vuelta al mundo. Eso ocurría en las Islas Vírgenes, territorio estadounidense. Pero la catástrofe mayor se había producido en Antigua y Barbuda, país formado por varias islas. En Barbuda el noventa por ciento de sus infraestructuras han desaparecido, y la casi totalidad de la población ha sido trasladada a Antigua.
El 20 de septiembre el huracán María llegó a Puerto Rico. Tuvo una característica común con Irma, su categoría 5. Es la máxima en la escala Saffir-Simpson, establecida para medirlos. Un huracán de nivel 5 implica evacuación masiva de áreas residenciales. Fortísimas inundaciones junto a la costa. Y desbordamiento de ríos. Toda construcción que no esté hecha de hormigón corre peligro. También aquellas de hormigón cuyas puertas o ventanas, no suficientemente protegidas, dejen pasar el aire. María, fiel reflejo de este modelo teórico, cumplió todas las variables. Lo que quedó tras su paso fue un país en ruinas. Con una pregunta en el aire: ¿cómo puede vivir una comunidad humana cuando desaparece lo que sostiene su sociedad?
La literatura ha respondido a esta pregunta una y otra vez. Especialmente cuando, desde finales del siglo XIX, la humanidad comenzó a cobrar conciencia de que algo podía exterminarla. H. G. Wells constituyó un precedente con su novela La guerra de los mundos. Que desplazara la amenaza al espacio exterior, protagonizada por una invasión marciana, no quita para que fuese su sociedad quien le inspirara. Las guerras que comenzaron a librarse en el siglo XIX, lejos aún de la destrucción que alcanzarían en la primera y segunda guerras mundiales, comenzaban a parecer estremecedoras a sus contemporáneos. Y las dentaduras Waterloo fueron una buena muestra de ello. Nunca hubo tantos ni tan sanos dientes para los postizos de los europeos adinerados. Por la sencilla razón de que nunca habían muerto los jóvenes a miles en una batalla, permitiendo a los saqueadores hacer su macabra labor.
Waterloo comenzó a parecer una nimiedad cuando la Segunda Guerra Mundial generalizó el bombardeo de ciudades y la masiva muerte de civiles. Hiroshima y Nagasaki, golpeadas por las nuevas bombas atómicas, marcaron el cenit de esa macabra carrera. Generalizando los miedos hacia el fin del mundo de las sociedades occidentales. Los efectos de la radiación no solo mataban humanos, sino que contaminaban toda la vida, haciendo imposible su existencia. La Guerra Fría, con su carrera espacial, supuso una continuación de esa amenaza de aniquilación. Desde entonces ha sido imposible separar de la ficción el final del ser humano, con dos variables. O nos destruimos a nosotros mismos, o viene algo del espacio exterior a aniquilarnos. La narrativa apocalíptica posterior a la Segunda Guerra Mundial hizo un aporte adicional, el de indagar cómo se repone una sociedad destruida.
¿Cómo lo hará Puerto Rico? Se estima en al menos seis meses el tiempo para restablecer el agua corriente y la electricidad en San Juan, la capital. Sobre las regiones remotas no se hacen predicciones. Los portorriqueños con mayores recursos, los más jóvenes, los más determinados, se van en masa. Como ciudadanos estadounidenses pueden vivir en cualquier estado de la Unión. Es su país, pero solo a medias. Están sometidos a las leyes e impuestos de Estados Unidos. Pero no pueden votar en las elecciones al Congreso de los Estados Unidos. Por tanto no deciden sobre quienes dictan esas leyes y deciden el monto de sus impuestos.
Tampoco parece que puedan presionar para que el Tesoro Público estadounidense les ayude a reconstruir. La tradición allí es desentenderse de los estados que quiebran. Ya le pasó a California, y todo el mundo entendió como normal que tuviera que rehacerse por sí mismo. Donald Trump tiene muy claro. Su visita a la isla ha sido fiel a su condición de gobernante sin alma. Lo primero que dijo es que qué suerte Puerto Rico, que no había sufrido la devastación del huracán Katrina en Nueva Orleans, donde murieron mil ochocientas personas. Cierto, en Puerto Rico el número de muertos asciende a cuarenta y ocho, aunque va subiendo cuando sacan cadáveres de debajo de los escombros o rescatan cuerpos ahogados.
Trump ha usado su retórica agresiva para ocultar el error de su gobierno. Tardaron cuatro días en tomar alguna medida, ignorando las llamadas de socorro de Puerto Rico. La opinión pública clamó avergonzada de que no se estuviera ayudando a sus conciudadanos. Pero con su comentario, el presidente consiguió que la prensa hablara de su bocaza, y no del error. A su vuelta, poco después de aterrizar, despistó aún más. Asegurando que borraría con sus poderes los 73 000 millones de dólares que acumula como deuda la isla. Los economistas llevan desde entonces discutiéndolo en tertulias. De la escasa ayuda, presente y futura, se dice cada vez menos. Aunque su presidente añada leña al fuego amenazando con eliminar la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias de Puerto Rico. Carmen Yulín Cruz, alcaldesa de San Juan, y voz de la tragedia en esta catástrofe, ha asegurado que tal amenaza supone condenarles a una muerte lenta, sin comida, agua potable, ni medicamentos.
Muchos lectores agradecen sumergirse en un mundo apocalíptico que amplíe su experiencia vital, aunque sea ficticia. En 1951 John Wyndham planteó, en El día de los trífidos, que la sociedad desapareciese. Su protagonista despierta en un hospital sospechosamente silencioso. Para descubrir que la mayoría de la humanidad se ha quedado ciega, y los trífidos, una planta carnívora y capaz de desplazarse, nos cazan como a ganado. La solución es organizarse en granjas, lejos de las ciudades, con un puñado de supervivientes.
Esto es lo que está pasando en Puerto Rico. Los grupos humanos sustituyen al estado fallido. La sanidad se mantiene a flote con médicos que se comunican, cuando pueden, mediante grupos de WhatsApp. Aventurándose a desplazamientos para intercambiar recursos entre unos hospitales y otros. Saqueos y robos se mantienen en un nivel bajo y los episodios de violencia aún son ocasionales. Ello porque los vecinos se ayudan, procuran conseguir agua, y restablecer el contacto entre empresas y empleados. Desde el continente llegan familiares con generadores cargados en las bodegas de los aviones, y palés de agua embotellada.
En 1978, con reedición revisada en 1990, publicó Stephen King Apocalipsis. La maestría del autor en el género de terror es difícilmente cuestionable. En este caso su gran aporte narrativo es el modo de describir cómo se expande un virus creado en laboratorio, y el hundimiento de la civilización que le sigue, una vez convertido en pandemia. La enfermedad como fin ya la había explorado magistralmente Albert Camus en La Peste, publicada en 1947, donde la vieja plaga medieval regresaba a una ciudad moderna. Los personajes reaccionaban alternando esas bajezas y grandezas que nos caracterizan en momento de necesidad. José Saramago, en Ensayo sobre la ceguera, retomó la misma idea, esta vez sobre la base de la pérdida generalizada de la vista —como en El día de los trífidos—, pero en el campo de la literatura realista.
Y aunque aún no hay plagas declaradas en Puerto Rico, lo peor está por venir. Los huevos de millones de mosquitos esperan en las charcas, ahora despejadas, que ha dejado el huracán. Su picadura transmitirá el zika, el dengue y el chikunguña. El agua potable puede contaminarse con una infección muy común, el cólera. No es una enfermedad mortal si el enfermo se mantiene suficientemente hidratado, para lo que necesita gran cantidad de agua limpia. Los organismos castigados por el hambre, la falta de higiene y los hospitales desabastecidos no son el mejor panorama para enfrentar esta situación. Y es evidente que la estructura social se debilitará aún más en caso de epidemias.
El futuro del país podría asemejarse al de La Tierra permanece, de George R. Stewart. En la novela una plaga mata a los humanos, pero las infraestructuras quedan intactas. Los supervivientes son muy pocos, y no pueden volver a ponerlas en marcha. Así que en la ficción volvemos al paleolítico, conformes con sobrevivir, e incapacitados de poner en marcha nuestra sociedad avanzada.
La carretera, de McCarthy, es menos esperanzadora todavía. Un cambio climático consecuencia de una guerra mata toda la materia vegetal, y con ello la posibilidad de alimentarse. Muchos se vuelven caníbales. Su protagonista llega a ser injusto y brutal con su hijo en un intento desesperado por hacerle sobrevivir. Su dolor se parece en cierto modo al de los boricuas que se marchan. Con ese nombre se llama a los portorriqueños que llevan tres o más generaciones viviendo en la isla. Ahora abandonan una patria en la que preferirían quedarse. Conscientes de que se les irá la vida entera antes de ver alguna mejora. Probablemente el Gobierno estadounidense no se las prestará, al menos bajo la presidencia de Trump.
Si parece banal comparar situaciones reales de desesperación con ficciones, pensemos en qué coinciden. Todos los escritores toman la misma base argumental. Que ningún grupo de supervivientes cuenta con un Estado, sociedad o nación que les ayude a volver al estado de origen. De momento esto es lo que está proporcionándose a Puerto Rico. Excusas, dilaciones o retrasos. La literatura nos enseña, cuando es buena, nuestra propia condición en un espejo. No somos, como dijeron los filósofos, el único animal capaz de reír. Más bien el único al que distingue su soberbia. Podemos negar la ayuda a otros y creer que nosotros nos salvaremos. Pero miremos a los boricuas y preguntémonos si quien pueda huir del Apocalipsis se quedará tranquilamente esperando a sufrirlo. Una y otra vez huracanes, olas de calor y sequías se vuelven históricas. Algunas islas del Pacífico desaparecen por la subida del mar, y con ellas las naciones que las habitan. El futuro de la alimentación humana corre peligro. Mala suerte para ellos, ¿verdad? Nosotros nos salvaremos.
Llamamos fin del mundo al final de la raza humana, como si la evolución o el planeta nos perteneciera. Los insectos tuvieron más éxito que nosotros en el Carbonífero, y los dinosaurios en el Cretácico. Ha habido ya cinco extinciones masivas, pero el mundo no se ha acabado, solo muchas de las especies que lo habitaban. De la ficción podemos aprender que tras el final seremos un animal insignificante en un planeta distinto. De la realidad, que cuando esta desgracia te toca, la humanidad no tiene recursos para devolverte a la situación anterior. Lo mismo da si ocurre en naciones ricas o pobres.
A lo mejor es que el fin del mundo fue ayer. Y somos nosotros los que hemos decidido no enterarnos.
Aun recuerdo la imagen de Trump repartiendo rollos de papel higiénico, arrojándolos con ese gesto prepotente y casi diría que burlón … ¿que decir?
Siempre han existido los desastres naturales. La Naturaleza nos muestra frecuentemente su poder. Pero si dejaran de una vez por todas de hacer pruebas nucleares, de las que por supuesto no nos informan, quizás no serían tan devastadoras.
Como puntualización, la capital de Texas es Austin, no Houston, que creo que sí que es la ciudad más poblada