«Poder ver París ha sido el sueño de toda mi vida. No puedo decir cuán feliz soy al ver cumplido hoy este deseo», cuenta Albert Speer que le confesó Hitler tras su fugaz visita a la ciudad apenas se había producido la derrota francesa, y esa misma noche añadió: «¿No es París hermoso? Pues Berlín tiene que ser mucho más hermoso. He reflexionado con frecuencia sobre si París no debería ser destruido, pero será únicamente una sombra cuando hayamos terminado Berlín. Así pues, ¿para qué destruirlo?». El régimen nazi tenía un plan para cada territorio conquistado y el destino que le atribuía a París en concreto y Francia en general era el de languidecer sin prisa, mantenerla relativamente intacta para poder compararse con ella ventajosamente pero vigilando estrechamente sus pasos, especialmente en un ámbito singularmente importante para su ideario como era el de la cultura. Como dijo Goebbels poco después a la embajada alemana en París: «El objetivo de nuestra victoriosa campaña es poner fin a la dominación francesa de la propaganda cultural, en Europa y en el mundo». A ello se pusieron casi de inmediato.
El Departamento de Propaganda que organizaron los ocupantes reclutó a mil doscientas personas y debía filtrar meticulosamente toda la vida cultural francesa, distribuyéndose a través de seis secciones: radio, cine, prensa, literatura, propaganda activa y por último cultura, en la que se englobaban actividades como el teatro, los conciertos, la pintura y el ocio nocturno. Su finalidad, además de ahormar la producción cultural de acuerdo a sus postulados ideológicos, era la de promover la cultura alemana en Francia y facilitar el saqueo artístico del país. Unas tareas que no resultaban novedosas pues antes siquiera de que empezase la guerra el Tercer Reich ya disponía de una red de infiltrados y llevaba gastados unos trescientos millones de francos en sobornar a la prensa francesa. Así que la adaptación mutua fue relativamente sencilla, aunque merece la pena centrarse en los roces y las excepciones.
El ámbito musical fue el que proporcionó unas relaciones más fluidas entre ocupantes y ocupados. Desde compositores de música clásica como Marcel Delannoy hasta cantantes populares como Édith Piaf fueron invitados a actuar en territorio alemán, y a su vez directores de orquesta alemanes como Herbert von Karajan dieron conciertos en París, donde obras de compositores tan vinculados al nazismo como Wagner se interpretaban de forma habitual. De hecho la quinta parte de las butacas de la Ópera de París estaban reservadas para los soldados alemanes. No es sorprendente que estos se sintieran como en casa y que consideraran el París ocupado un periodo vacacional del que descansar de la guerra en el frente oriental. La pintura fue, por el contrario, la gran damnificada por la ocupación. El museo Jeu de Paume se convirtió en un depósito en el que reunir las obras francesas a expoliar para ser enviadas a otra galería, la que Hitler proyectaba crear en Linz, aunque el mismo Göring se pasaba por allí con frecuencia para acrecentar su colección particular. Curiosamente la conservadora que dirigía el museo era miembro de la resistencia y comunicaba a sus compañeros cada envío (unas veinte mil pinturas en total) para evitar que fuera destruido por los saboteadores de ferrocarriles.
Respecto al teatro, durante la ocupación pasó a centrarse en obras de entretenimiento liviano y en otras ambientadas en el pasado, de esa manera se evitaba la censura y servía a los franceses como una vía de escape, por lo que aumentó considerablemente su público. Particular protagonismo lograron las obras en torno a Juana de Arco, ya que paradójicamente servía a los intereses tanto del régimen de ocupación como a la resistencia. Los primeros la utilizaban para remarcar que el verdadero enemigo de Francia siempre había sido Gran Bretaña, para los segundos era un símbolo patriótico e insurrecto. Este recurso al pasado, empleado para hablar de aquellas situaciones del presente que no era posible abordar directamente, fue también común en el cine. Goebbels era un gran cinéfilo, así que fue el arte a cuyo control prestó más atención. Un concierto, una representación teatral o una pintura captan la atención en cada caso de unos pocos cientos de personas, pero una misma película podía ser vista por millones. Un periódico o una radio también podían abarcar una gran audiencia pero bajo un régimen de ocupación el escepticismo generalizado ante su veracidad pueden limitar su impacto. El cine es el material con el que se forjan los sueños, parafraseando a Sam Spade, y qué otra cosa puede querer un régimen totalitario que acceder hasta el último rincón de nuestras mentes.
Todas las películas francesas previas a 1937 fueron prohibidas, así como todas las de procedencia angloamericana. De las restantes fueron además incluidas en una lista negra otras doscientas producciones. Un organismo llamado Referat Film pasaba a dar el visto bueno a cada guion y organizaba el equipo de producción y el plantel de actores de cada rodaje. Naturalmente los judíos quedaron fuera de una rama artística en la que tenían más influencia que en ninguna otra, hasta un quince por ciento del personal en la industria cinematográfica fue excluido por el Estatuto de los Judíos de octubre de 1940, reforzado al mes siguiente por una orden más específica: «Todo aquel que colabore en una producción fílmica en cualquier forma, ya sea intelectual o técnica, en la distribución, mantenimiento, y proyección de películas y en la construcción, venta, y alquiler de cámaras, proyectores, u otros elementos usados en la producción fílmica debe obtener la aprobación del Militarbefhlshaber». Respecto al contenido Goebbels fue taxativo: «He dado órdenes muy claras de que los franceses deben producir tan solo películas ligeras, vacías y, a ser posible, kitsch. Considero que con eso tienen suficiente. No hay ninguna necesidad de que desarrollen su nacionalismo». Por su parte el régimen de Vichy promovió un cine que exaltara la vida rural, la familia y el catolicismo. Ante este panorama muchas personalidades huyeron a Estados Unidos, desde directores como Jean Renoir hasta actores como Charles Boyer, dejando un hueco tras de sí que permitió despegar a otros, como Robert Bresson.
Naturalmente, siempre que ha habido censura y dirigismo cultural se han inventado maneras de sortearla. Esos pequeños guiños que pasan el filtro pero que son recibidos por la audiencia con alborozo. La complicidad entre quienes comparten códigos culturales comunes y no necesitan ser explícitos para entenderse. El arte, en definitiva, cuando es arte y no simple propaganda y adoctrinamiento, requiere cierta sutileza y exige una interpretación en el receptor. En este caso, la compañía nacional de producción cinematográfica alemana, la UFA, tenía como asociada en París a Continental, que precisamente por su posición privilegiada gozó de un mayor margen de libertad. Por el contrario, las películas rodadas en el territorio del régimen de Vichy sufrieron las mayores restricciones, al fin y al cabo como tantas veces ha ocurrido el esclavo que está al mando de otros esclavos suele ser más severo que el propio amo para mantener así su posición. Así que entre las películas de Continental durante los años de la guerra nos encontramos con obras como ¡Cecilia está muerta!, El cuervo o La mano del diablo. De esta última la escena que vemos a continuación resume bien su argumento:
Un pintor fracasado acepta un amuleto (que resulta ser una mano izquierda) cuyo poder sobrenatural le confiere un extraordinario talento artístico. Previamente esa mano había pertenecido a un mosquetero que se volvió invencible, hasta que un día mató a su mejor amigo. Luego pasó a un mendigo, que se convirtió en el más célebre ladrón de su tiempo y finalmente resultó ajusticiado. A continuación un malabarista fue bendecido por ese talento hasta que se tornó en maldición, de forma que durante un número frente a los reyes de España un loco impulso le poseyó, ofendió a su majestad y el pobre saltimbanqui fue ahorcado. Así uno tras otro hasta acabar en nuestro protagonista, que tras gozar de las mieles del éxito toma conciencia de que al comprar dicho amuleto vendió su alma al diablo. No es de extrañar que el público de la época percibiera en el fondo de su conciencia un dilema moral similar hacia la ocupación. Habían trocado paz por tiranía, habían comprado su tranquilidad material a cambio de la indignidad de colaborar cada día de sus vidas con el nazismo… ¿Deberían renunciar a ese amuleto maldito a costa, como el protagonista, de renunciar a su prosperidad?
El cuervo, por su parte, era una adaptación rodada en 1943 de una obra teatral previa a la guerra que ahora adquiría un nuevo significado. En una tranquila localidad rural sus habitantes comienzan a recibir cartas anónimas en las que se lanzan acusaciones sobre infidelidades u otros comportamientos que, ciertos o no, arruinarían la reputación de las víctimas de hacerse públicos. El fantasma de la delación se planteaba así sutilmente en un momento en el que muchos franceses habían acusado ante las autoridades de la ocupación a vecinos o compañeros bien por judíos o por ser miembros de la resistencia. La cinta sin embargo fue interpretada como antifrancesa tras la guerra, al no contribuir al mito de un pueblo unido y leal bajo el yugo del invasor.
También hubo películas al margen de la productora Continental que de una u otra forma intentaban mantener viva la llama de la rebelión. Pontcarral, colonel d’empire, por ejemplo, en torno a un soldado de la caballería durante el imperio napoleónico que en cierto momento profiere «bajo un régimen así, señor, es un honor ser condenado», lo que al parecer provocaba los aplausos del público durante la proyección. Una cinta interesante por dos razones distintas es Los visitantes de la noche. Como ocurría con el teatro, en el cine pasó a ser frecuente ambientar la historia en el pasado, en este caso la Edad Media, y como en un ejemplo anterior por aquí también aparece el diablo —trasunto de Hitler— conspirando contra el protagonista, concretamente borrándole la memoria tras descubrir que se ha enamorado de una chica. Pero cuando vuelve a verla su corazón sí la recuerda, recobra la memoria y ambos se besan apasionadamente. El diablo viendo la escena en un segundo plano se enciende de rabia al ver frustrados sus planes y convierte a ambos en una estatua de piedra. Ahora sí parece haber vencido, pero, un momento… se aproxima a ellos, arrima la oreja y estupefacto percibe el latir de sus corazones bajo esa aparente inmovilidad. El guiño que se lanzaba a los espectadores es que Francia, aunque aparentemente sojuzgada por la ocupación, seguía viva, y tarde o temprano se alzaría en rebelión. El segundo hecho significativo en torno a esta película es que estuvo protagonizada por Arletty, célebre actriz de su tiempo que se convertiría en uno de los ejemplos más sangrantes de colaboracionismo. Según ella misma decía «mi corazón es francés pero mi culo es internacional», por lo que se hizo amante de un oficial alemán, Hans Jürgen Soehring, y participó en múltiples actos en la embajada alemana. Eso le valdría en la posguerra ser condenada a ingresar en el campo de internamiento de Drancy y posteriormente relegada al ostracismo. Su amante no tuvo mejor suerte, pues si bien logró ser nombrado cónsul en el Congo desapareció repentinamente mientras nadaba en el río del mismo nombre, tal vez devorado por un cocodrilo.
En general puede decirse que frente a la violencia desmedida del frente oriental, con una resistencia por los bosques bielorrusos que realmente castigaba las líneas de abastecimiento del frente alemán y, también, con unas represalias muy duras de los ocupantes, en Francia siempre funcionó un pacto tácito de no agresión mutua. Fue precisamente cuando la batalla de Stalingrado primero y luego la de Kursk, en 1943, comenzaron a doblegar al Tercer Reich el momento en que en Francia comenzó a avivarse la rebelión. Ese año se fundó el Comité de Libération du Cinéma Français, y su labor fue principalmente señalar a colaboracionistas mediante libelos en imprentas clandestinas y planificar un escenario posbélico. Hubo sin embargo alguien capaz de ir un poco más lejos que el resto, alguien cuya obra ya hemos citado, Jean-Paul Le Chanois, quien fue guionista de La mano del diablo y que a comienzos de 1944 se fue a rodar un documental sobre el maquis a Vercors, en el sudeste de Francia. Pueden verlo aquí:
Poco después se filmó otro documental, La liberación de París, que retrató aquellos decisivos momentos que tuvieron lugar en agosto de 1944 con la llegada de de Gaulle a la capital francesa, lo que infundió un renovado orgullo petriótico e hizo olvidar rápidamente el pasado. Respecto a este contexto el historiador Tony Judt describió con agudeza psicológica la inacción de muchos intelectuales franceses durante la guerra y su beligerancia contra el nazismo una vez este había sido derrotado: «A menudo, fueron estas mismas personas las que adoptaron las posturas más rígidas y más extremas en los años siguientes. ¿Una compensación por el tiempo perdido? ¿Sentimientos de culpa debidamente aplacados por medio de un compromiso que no habían sido capaces de asumir cuando realmente importaba? ¿La corrosiva sensación de haber perdido la oportunidad de actuar, seguida por la frenética búsqueda de una actividad compensatoria?». Pues bien, algo similar podría decirse del cine francés. Las películas que retrataron la ocupación y la resistencia antinazi fueron, claro, aquellas que se produjeron tras el término de la guerra, entregadas a menudo a construir enfáticamente el ideal de una resistencia unida por encima de diferencias ideológicas y clases sociales, de amplio apoyo popular, firmemente leal al general de Gaulle y muy eficaz en el daño que provocaron al Tercer Reich. La realidad fue algo distinta… y a partir de los años setenta comenzaron a verse en pantalla recreaciones más desmitificadoras de aquellos años. La historia con el paso del tiempo tiende a convertirse en mito, pero en este caso la tendencia resultó ser la opuesta, por esa necesidad inmediata en la posguerra de acallar la mala conciencia. Íntimamente muchos comprendieron ahora a aquel protagonista de La mano del diablo y, como él, ahora que se habían percatado querían recuperar su alma.
Muy interesante. También sería interesante la historia de las películas alemanas que se exhibieron en los países ocupados. Por ejemplo, Bel Ami, que se estrenó en París en 1941, con gran éxito de crítica y público. La canción «Bel Ami», del gran Theo Mackeben, de la que se han hecho numerosas versiones, fue todo un hit en la época. Aquí cantada por la protagonista Lizzi Waldmüller (ser adorable que murió en un bombardeo Aliado en Viena al final de la 2ª Guerra Mundial):
https://www.youtube.com/watch?v=USRu1AIZcFw
Si no me creen que es adorable mírenla en este musical filmado poco antes de morir: https://www.youtube.com/watch?v=-zR1E6JgXMc
El «galán» que la acompaña, Johannes Heesters, murió hace poco a los 108 años. Cosas de la vida.