Sociedad

Día tres: «No podríais ni imaginar lo bonito que era todo esto»

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Fotografía de Ricard García Vilanova.

Aquí llegaban dos trenes por semana desde Moscú antes de la guerra, e incluso tres, o cuatro, en los meses de verano. Ochamchira se llenaba entonces de rusos que venían a cargar las baterías para encarar el invierno: sol, vodka y mandarinas.

Los estamos viendo bajarse del tren, desperezándose en el andén mientras son emboscados por una legión de babushkas armadas con pepinillos y jachapuri —la torta de queso local—, o flotadores para los críos. Algunos buscan refugio en el baño, pero hay cola. Es fácil saber quién viene y quién se va: los últimos se llevan el bronceado puesto a Moscú.

Los niños se tapan los oídos al paso de tren de Kvartchal. Atraviesa la estación completamente ajeno a lo que allí ocurre con miles de toneladas de carbón de altísima calidad a sus espaldas. No parará aquí sino en el el puerto de Ochamchira. Después, un carguero enorme llevará el material a Sebastopol u Odessa, donde la estampa estival es muy parecida.

Y lo fue hasta hace veinticinco años. Luego los abjasos recuperaron sus casas, pero estas no tenían ni puertas ni ventanas. Y ya no llegaban los trenes a esta estación, ni tampoco al puerto.

Ochamchira es ოჩამჩირე en georgiano, Очамчыра en abjaso y Очамчира en ruso. No sabemos cómo lo escribirían los locales porque la mayoría son mingrelios, o lo eran, y su lengua nunca se plasmó en papel. Que una ciudad se quede sin nombre no debería ser un drama cuando ha perdido antes a sus habitantes.

Alguno queda. Pocos. Alguien deambula sin propósito entre las ruinas de la estación. Se llama Andrei. «Por favor, no me grabéis», dice, antes incluso de presentarnos. Era mecánico. Trabajó aquí mismo durante varios años, «en esa caseta». Lo dejó cuando lo contrataron para encargarse de la noria en el centro de la ciudad. Está a un kilómetro de aquí, y a apenas cien metros del mar.

Los turistas podían hacer colas de hasta media hora para disfrutar de una vista panorámica sobre el mar Negro a babor, y las imponentes montañas del Cáucaso a estribor. Andrei lo recuerda todo, incluso a los sirios que se alojaban en ese bloque de catorce plantas hoy quemado, pero que una vez fue un hotel para la élite de Damasco. Recuerda las propinas, siempre generosas. Todo era muy barato para ellos aquí.

Andrei se encargaba de que la noria no dejara nunca de girar. Solo paró cuando ya no quedaba nadie. Luego le arrancaron sus cuatro motores.

«No podríais ni imaginar lo bonito que era todo esto», repite por tercera vez en una conversación que dura demasiado poco.

«Lo siento, me voy porque tengo muchas cosas que hacer», se despide con prisas, como si la noria fuera a arrancar veinticinco años más tarde.

Ochamchira from Jot Down Magazine on Vimeo.

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