Hay más de un restaurante en Sujum que presume de ser italiano pero solo el de Flavio merece el título. Veneciano casado con una ucraniana, es el único transalpino residente en Abjasia. Sus horarios son erráticos, como casi todo aquí, pero, generalmente, se le puede encontrar en su local de la céntrica plaza Gudau.
Le hemos preguntado a Flavio qué podíamos hacer en las dos horas que faltaban antes de entrevistar al imam de Sujum.
«Iros al Museo de la Guerra, está en esta misma plaza».
Como si toda la ciudad no fuera un museo del desastre al aire libre. Sin ir más lejos, nos hemos tomado los machiattos con la vista de una plaza inundada de muerte: decenas de lápidas con los nombres de los caídos —letras doradas sobre mármol negro— se despliegan hacia el mar desde un monolito de unos seis metros. Funde en bronce una figura humana con la de una daga caucásica, y siempre hay coronas de flores a sus pies. Su brazo izquierdo señala hacia el Museo de la Guerra.
Somos los únicos visitantes del día, quizá del mes, y la visita ha pillado por sorpresa a las dos señoras de la recepción. La más simpática nos ha preguntado de dónde somos. Como la mayoría en Abjasia, Narguli —así se llama— ha oído hablar de catalanes y vascos. Dice que los últimos no somos más que abjasos que llegaron a Europa occidental hace mucho tiempo. De ser así, los Ubiria, uno de los clanes más grandes del este de Abjasia, ni siquiera habrían perdido su apellido en su travesía hasta la costa vasca.
Los catalanes no tienen la suerte de hundir sus raíces en las montañas del Cáucaso, pero Narguli los respeta «porque luchan por su libertad». «¿Tenéis armas?», le ha preguntado al que firma las fotos. «¿Y Puigdemont? ¿Por qué ha salido corriendo a Bruselas?».
Es una pregunta que nos hacen casi a diario. Hacemos lo que podemos para explicar la complicada coyuntura catalana, pero Narguli hace tiempo que sacó sus propias conclusiones. Las ilustra de forma muy gráfica, con las fotos en blanco y negro de la guerra que separó a Abjasia de Georgia hace casi veintincico años.
Miren a la primera voluntaria en empuñar las armas; allí el Parlamento en llamas y, un poco más allá, Vladimir, el hermano de Narguli, posando con un grupo de diez de los que solo tres siguen vivos. Vladimir tuvo suerte.
Luego llegan los retratos de Vladislav Ardzinba, antes y después de convertirse en presidente de la República de Abjasia. Lo vemos sepia y descamisado en fotografías sacadas en el frente, y ya en color, con traje y corbata, en un óleo enmarcado en dorado.
«Este fue nuestro primer presidente. ¿Dónde está el vuestro?», le pregunta Narguli desafiante al de la cámara.
Como en todo Museo de la Guerra que se precie, hay una exhibición de las armas que usaban «ellos» y «nosotros»; lo último en tecnología soviética para los primeros, mientras que los segundos se las tenían que apañar con escopetas de caza, trozos de tubería que intentaron ser bazucas y, en el mejor de los casos, algún «hierro» rescatado de la Segunda Guerra Mundial.
Narguli quiere ser justa con la historia, y no oculta el apoyo de Rusia, ni tampoco el de esos voluntarios de todo el norte del Cáucaso para ayudar a los rebeldes: de Karachai Cherkessia, de Kabardino Balkaria, de Adiguea; apenas un puñado de daguestaníes pero un montón de chechenos, muchos.
Banderas que ni siquiera Narguli es capaz de identificar se alinean junto a las de los países que reconocen la independencia de Abjasia: Rusia, Nicaragua, Venezuela, Nauru, Tuvalu y Vanuatu.
Fotos de estas tres islas polinesias que muestran gente de piel oscura vestida con coronas y faldones hechos de hojas secas. Bailan en una playa infinita de arena blanca, quizás celebrando los lazos de su pequeño atolón con la pequeña república. O no.
Narguli los mira con una sonrisa incrédula, justo antes de caer en la cuenta de que falta alguien.
«¿A dónde ha ido Puigdemont?», pregunta la abjasa, refiriéndose al fotógrafo ahora perdido en las galerías. Luego suspira.
«Catalanes…».
Excepcional, como casi todo lo que hacéis en este magazine.
Al principio pensé que la guerra de la que trata el artículo era una invención……..ojalá que Puigdemont si lo fuera
Exactamente Puigdemont no es una invención, y es la cabeza visible de la lucha del pueblo catalán por ser libres, aunque os pese. Tu quedate mirando los partidos de la selección española y apoyando a los falangistas de ciudadanos…nosotros vamos a la nuestra ;)
Ve y cuéntale ese cuento a ese franquista llamado Manuel Valls, nacido en Barcelona y exprimer ministro francés.
El otro….
Manuel Valls es a Barcelona lo que Mayor Oreja a Donosti.
Que la sopa de ajo ya hace mucho que se inventó, tío