Si la ficción es el lugar más apropiado donde encontrar la realidad
Dicen que Enzo G. Castellari seguía una filosofía específica a la hora de elegir el título de una película. Odiaba los intelectualismos y amaba los disparos. «¿Voy, lo mato y vuelvo? Cojonudo. ¿El bosque de las fresas? A quién le importa eso…», se preguntaba. Eran los años setenta y el tema candente en Italia no eran ni los bosques ni las fresas. Eran los disparos, los secuestros de personas y el terrorismo. Parece que Castellari en realidad le robó la frase a otro director, Alberto De Martino. Castellari nunca quiso sobresalir por ser una persona rigurosa, más bien lo hizo por encabezar un movimiento cinematográfico que hacía de la violencia su eje principal. Surgió de los spaghetti western y acabó con La piovra. Mientras Raffaella Carrà se daba a conocer en España en la Hora de Raffaella, él, Fernando Di Leo o el mismo De Martino llenaban las salas de la península con persecuciones a toda velocidad, tiroteos y asesinatos. Estas cintas de alto voltaje se conocen como poliziotteschi, es decir policiacos con un sufijo despectivo, una definición que a los aficionados cuesta abandonar. Por primera vez, en el país de los arabescos, ser brutal como un disparo llegó a convertirse en un punto de orgullo.
El presupuesto de las decenas de películas que se adscriben al género era, por lo general, irrisorio. En algunos casos no daba ni para los escenarios, y mucho menos para crear ambientaciones lejanas en el tiempo o en el espacio que doraran un poco la píldora. Cuenta Daniele Magni, autor con Silvio Giobbio de la biblia políticamente incorrecta del género —Cinici, infami e violenti (Cínicos, infames y violentos)—, que más de una vez Castellari estuvo a punto de ser detenido por grabar persecuciones a toda velocidad en Milán sin tener permiso. En su momento estas películas taquilleras fueron denostadas por la crítica por ser simplonas y mal hechas. Entonces no se tacharon de machistas, aunque lo fueran. En muchísimos casos ni la mirada piadosa del tiempo les otorga mucho valor. Algunas, sin embargo, llegaron a trascender y a ser recordadas cuarenta años después como obras maestras.
Tan solo hace falta ver aparcado en una calle de Milán un viejo Alfa Giulia de color gris verde, coche símbolo de la polícia de los setenta, para que en la conversación alguien deje caer un Milano odia… la frase se completa con: la policía no puede disparar. Es el título de una de las película de Umberto Lenzi. Va de un criminal sádico y psicópata que mata a una decena de personas, entre ellos una niña, antes de ser asesinado a su vez por el comisario Grandi. La cinta salió en Italia en 1974, al año siguiente cruzó el Atlántico y se estrenó en Estados Unidos como Almost Human (Casi humanos). La traducción no pudo ser más acertada. Milano odia… Aunque la fascinación que estas películas suscitan entre un nicho cada día más grande de aficionados parece no surgir de las tramas, sino de un conjunto de sensaciones que se genera al echar la mirada atrás a estos tiempos tan violentos y enrevesados de la historia de Italia. Sobre los años de plomo se han escrito ríos de tinta, se han hecho millares de análisis. Pero algo de esa época se pierde entre los arabescos del complot, de la política de extrema izquierda, de la extrema derecha, de los atentados y de la criminalidad organizada.
Para los que en los setenta no habían ni nacido, los poliziotteschi fueron un descubrimiento corsario de las noches de programación televisiva a tarda hora de algo ya volcado en YouTube o, para los más apasionados, de búsqueda incesante allí dónde se pudieran encontrar en DVD. Y así, después de haber llenado las salas durante todos los setenta, llegó también la gran revancha. En 2004, la labor de todos los Castellari, De Martino o De Leo ascendió al olimpo del Festival de Venecia. Marco Müller, director del festival, organizó una retrospectiva del B-Movie italiano e invitó a Tarantino. La iniciativa tuvo el justo punto de glamour y de polémica, que no falta nunca. El director de Reservoir Dogs no ahorró elogios. «Verlas (las películas) todas juntas es un sueño», dijo. Cuenta el cronista de La Repubblica que al director norteamericano se le escaparon los matices reivindicativos de la iniciativa. Esto generó algo de rabia y orgullo de provincianos que se alegran e indignan a la vez de que haya venido un tipo desde Estados Unidos a decirles que sabían hacer las películas que él hace, pero cuarenta años antes. Cosas de Italia.
En el libro de Magni se recuerda el caso de Niccolò de Nora, hijo de un rico emprendedor de Milán que quiso estrenarse en el prolífico submundo cinematográfico con una película sobre un secuestro: La Bidonata (algo así como La estafa). La película de 1976 no llegó a las salas porque el mismo De Nora fue secuestrado y liberado tras un año y medio de cautiverio en los campos cerca de Caltanissetta, en Sicilia. «Felicidad con el acento en la a», cantaba mientras tanto Raffaella Carrà en RTVE en la primera etapa de su carrera en el extranjero. Poco antes, en Banditi a Milano (1968), el actor Gian Maria Volonté interpretaba un carismático atracador de bancos que en el momento de ser detenido grita, a la muchedumbre que quiere lincharlo, su orgullo de héroe de clase obrera que ha conseguido salir de la miseria, y no gracias al Partido Comunista. Fuera había purpurina, dentro, mala leche.
A más de uno, sin duda a quien escribe, siempre le ha sorprendido la contemporaneidad de estas películas interpretadas por señores con trajes de hace cuarenta años y mujeres muy desnudas. Milano Calibro 9 (Milán calibre 9) cuenta la historia del bandito Ugo Piazza, interpretado por el recién fallecido Gastone Moschin, que al salir de la cárcel intenta escapar del círculo de malhechores en el que se había metido muy joven gracias a la ayuda de un padre-padrino ciego. En realidad, Piazza ha estafado al gran señor de la mafia de Milán conocido como «L’americano», un siciliano con la oficina en lo más alto del rascacielos más moderno, y más feo, de la ciudad. En una escena Piazza pasea con su padrino y el hijo de él. Están en un parque sumido en la niebla. Fuman. Hace frío. «L’americano está haciendo demasiado ruido», dice el hijo, «bombas en pleno centro. Antes los hacía desaparecer con mayor discreción. Acepta un consejo, Ugo, mantente alejado». Ugo le contesta que, en realidad, «el americano pide sus disculpas» por un viejo asunto. El amigo se niega. La cámara se desliza entonces hacia la cara del padre-padrino: gafas oscuras, un abrigo beige con el cuello alzado. «Si siguen así, pronto habrá un antimafia también en Milán», dice. La sentencia directa como una bala. Era 1972. Entonces los italianos todavía pensaban que la Mafia estaba solo en Sicilia.
En Un borghese piccolo piccolo (Un burgués pequeño pequeño) de Mario Monicelli (1977) —otra película que cruzó el Atlántico como An Average Little Man— Alberto Sordi es un funcionario ministerial que se afilia a una logia masónica para que su hijo Mario tenga el mismo trabajo que él, tras su jubilación. Mario es asesinado el mismo día que tiene que presentarse a la oposición. El padre entonces encuentra al asesino, lo secuestra, lo tortura y lo deja morir. Pese a la violencia de la trama, en muchas historias del cine este filme se considera como una commedia all’italiana porque Monicelli fue el maestro del tragicómico. Esta película en realidad se escapa de los géneros, y de los poliziotteschi tiene el punto de vengador solitario del protagonista. Recuerda Magni en su libro que en este filme le pudo «la fascinación del asco» frente a «la de la violencia». Hay muchas escenas memorables, pero el momento en el que el jefe del gris y magistral Alberto Sordi se sacude montones de caspa encima del escritorio queda clavado en la memoria de cualquiera.
Un jefe mediocre con el pelo teñido y montones de papeles inútiles alrededor. Un hombre ruin y asqueroso, emblema de la caspa que lleva encima: «Mire qué trozo grande es ese», le dice a Sordi. Asco, corrupción, asesinatos, violencia, pobreza y mala leche. Muchísima, en todos los titulares: Milán calibre 9, Milán, defenderse o morir, Milán tiembla, Milán arde; o también: Nápoles, la Camorra desafía, la ciudad reacciona, Nápoles se rebela, Nápoles dispara, Nápoles violenta…. «Laran Laran, les vengo a saludar, laran laran, les vengo a explicar una manera de bailar», cantaba mientras Raffaella al menear su melena rubísima en RTVE. Nadie en esos momentos pensó que escaquearse de la ideología fuera la estrategia más acertada. Sin embargo, a veces la ficción es el lugar más apropiado donde encontrar la realidad.