En el quiosco de Francisco Macía solo caben él, un cliente y un tema de conversación, a menudo de política; y apretados. Mide 3,885 metros cuadrados, aunque si descontamos las estanterías, el mostrador, la silla, un taburete y todos los periódicos y revistas, queda el sitio necesario para meter la mano en el bolsillo, sacar el dinero y pagar, sin aspavientos. El sitio demanda los gestos precisos, ni uno más. Cuando entras, todo está tan cerca que tienes miedo de descolocar algo si resoplas. Está situado en la calle Progreso, en Ourense, frente a un paso de peatones transitadísimo, en una calzada de tres carriles de dirección única. Casi siempre hay un cliente dentro, lo que equivale a decir que está lleno a reventar. Y para que entre un cliente nuevo debe salir el que está dentro. Representa la clase de sitio al que uno dejaría de ir porque muchos días tiene que esperar turno en la acera y, mientras lo hace, soporta el ruido y la contaminación de la calle con más tráfico de la ciudad. Pero, por alguna razón, ese defecto equivale a un encanto, y los clientes acuden fielmente. «Son amigos», precisa, para distinguirlos de simples compradores. Y sí, este lugar «es incómodo, pero perfecto; está en el centro de la ciudad, todo el mundo lo conoce», zanja el dueño con la mirada perdida en un punto lejano, como si las paredes no le molestasen las vistas.
Tiene un buen nombre: O Carrabouxo. Macía lo bautizó mientras leía La Región, el diario local, donde el humorista gráfico Xosé Lois González publica una viñeta protagonizada por un personaje alto, flaquísimo y casi sabio. «Un día hablé con Xosé Lois, le conté que quería abrir un quiosco, y que me gustaría llamarle O Carrabouxo, y le pareció bien». Todo el mundo en Ourense sabe quién es O Carrabouxo. Tiene su propia estatua, los turistas se fotografían con ella, los vándalos la respetan de vez en cuando. La viñeta sale desde 1982 de forma ininterrumpida, salvo censuras puntuales. En una pared del quiosco Macía ha pegado precisamente la fotocopia de una ilustración vetada por el periódico en 2009, en la que O Carrabouxo ironiza sobre José Luis Baltar —por entonces presidente de la Diputación y del PP de Ourense— y sus propósitos para situar a su hijo como heredero de sus cargos, que finalmente alcanzó.
Macía nunca pretendió ser quiosquero. Él era ingeniero agrícola. Tenía vocación. Ni siquiera compraba periódicos. «De vez en cuando, los leía en las cafeterías». Como mucho, adquiría el semanario A Nosa Terra, de corte nacionalista, escrito íntegramente en gallego y ya desaparecido. Pero un día paseaba por la calle Progreso, vio un cartel de «Se alquila» en un local vacío, vagamente inhóspito, y «sobre la marcha» se le ocurrió que sería el sitio perfecto para un quiosco de prensa. Él trabajaba en la Xunta de Galicia, presidida por Manuel Fraga, haciendo trabajos de topografía y concentración parcelaria, aunque estaba harto. «Veía pasar demasiada corrupción a mi lado, y no podía hacer nada, excepto apartarme para que no me tocase». Pensó que le sentaría bien cambiar de aires. Improvisó una vida nueva en unos minutos.
Hasta ese día, su existencia había seguido un rumbo fijo. Había nacido en O Canizo, un pueblo de la montaña oriental ourensana. Su padre trabajaba con un camión, y en casa tenían ganado. Francisco cursó Formación Profesional, en la rama agraria, y más tarde se licenció en Ingeniería Agrícola. Estudió con becas en Santander, Asturias, A Coruña y Lugo. Su primer empleo fue en el Instituto de Conservación de la Naturaleza y después en un estudio de arquitectura, antes de trabajar en una empresa de servicios catastrales y finalmente en la Consellería de Agricultura. «No supe que quería tener un quiosco hasta el momento en el que pasé frente al local vacío». De pronto, lo adivinó. Vio un negocio donde no lo había. Aquel sitio tan pequeño era «un local comercial que nunca había albergado ningún comercio». Solo podía acoger un quiosco, y aun así sería «probablemente uno de los quioscos más pequeños del mundo». Durante una época había sido un espacio de exposición de ordenadores, sin empleado, con la puerta cerrada, al que la gente se asomaba desde la acera, curioseaba y seguía su camino.
Macía se fijó en el cartel de «Se alquila» un sábado. El lunes llamó al teléfono que aparecía debajo y al día siguiente «firmé un contrato de alquiler por quince años», a razón de quince mil quinientas pesetas al mes, que cada dos años se revisaba según el IPC. Era julio de 1996. Faltaban las licencias correspondientes, pero, en cierto modo, tras aquella firma, Francisco Macía se hizo quiosquero. Tenía cuarenta y cuatro años y acababa de reinventarse. El 5 de agosto al fin abrió al público. Aquel día las portadas de los periódicos a la venta destacaban la decimoséptima medalla de España en los Juegos Olímpicos de Atlanta, el intento de suicidio de Felipe Bayo, encarcelado por el caso Lasa-Zabala y el asesinato de una mujer de Lugo a manos de su exnovio. En Ourense se alcanzaron los 28 grados de máxima, comenzaban las Jornadas de Folclore, con cuatrocientos bailarines de todo el mundo, y en los cines se proyectaban Fargo, Espía como puedas y, en la sala X, Zorras calientes.
Su vida adquirió de repente otra escala. Acostumbrado a trabajar al aire libre, sin muros, ahora estaba encerrado en un local que no permitía estirar los brazos a lo ancho porque topaba con las paredes. A los pocos días de abrir, cuando los termómetros de Ourense se dispararon, constató que el quiosco en verano equivalía a un horno. «Me habría gustado poner un ventilador, pero no había sitio. Y las hojas volarían continuamente». En invierno se convertía en un frigorífico. Al llegar esa época habría querido poner una estufa, pero con tantos papeles podía provocar un incendio. «Y, además, tampoco había sitio».
Enseguida comenzó el debate más repetido en los veintiún años siguientes entre Macía y sus clientes. Antes o después, se desembocaba en el mismo tema: «Este sitio es muy pequeño». El espacio era «una guerra constante. Me decían que el quiosco era monoplaza». No se quejaban de que lo fuese porque resultase incómodo, que también. El lamento más habitual era: «¡Aquí no se puede hablar!». Sus clientes no acudían simplemente a comprar el periódico o las revistas, sino a comentar lo que se publicaba en ellos. «Pero, como bastaba que hubiese dos personas en la acera para que se formase cola, a menudo había que dejar las conversaciones a medias para que entrase el siguiente cliente, que enseguida resoplaba si tenía que esperar». En O Carrabouxo se inventaron las tertulias de medio minuto. Macía conocía bien a la clientela y sabía «qué tenía que decir si se llevaba La Voz de Galicia, ABC o El País para seguirles la corriente».
Poco a poco, Macía se convirtió en un lector de prensa empedernido. Lo leía todo, en especial las columnas. «Mis preferidas, por este orden, eran las de Haro Tecglen, Manuel Rivas, Pérez Royo, Ignacio Ramonet y Ramón Chao. Tengo debilidad por Le Monde Diplomatique. Es el mejor medio para enterarse de qué pasa fuera de aquí», afirma. La vida en el quiosco se hacía tan minuciosa y lenta, tan repetitiva y angosta que después de leer a los columnistas que le gustaban a veces leía a los que aborrecía, para confirmar que seguían sin gustarle. En un lugar tan pequeño daba tranquilidad que algunas cosas no cambiasen nunca de sitio y que los columnistas buenos estuviesen en un sitio y los malos en otro, sin mezclarse.
En silencio y lentamente Francisco se adentró en una normalidad nueva, que ya nunca abandonaría. Durante veintiún años se levantó a las dos de la madrugada, un día y otro, y otro, y otro. Todos. «Programaba tres despertadores, pero nunca dejé que sonasen; me despertaba yo unos minutos antes». Solo sonaron una vez, y para eso no consiguieron despertarlo. Fue el único día que se quedó dormido. «No sé qué pudo pasar. Me desperté a las cinco de la mañana», dice, como si aún le durase el susto. En su nueva vida, después de levantarse tomaba dos vasos de zumos, mucho café, y pedaleaba media hora en la bicicleta estática, para compensar la quietud de su trabajo.
«A las tres y media de la mañana ya estaba en el quiosco, escuchando el Hablar por hablar en la Ser». Pero ¿por qué tan temprano? ¿Qué necesidad había? «Había», afirma con la cabeza, con el gesto de alguien que mima sus secretos. «Cada día tenía su afán: debía organizar las devoluciones, redactar facturas, revisar pedidos, hacer reclamaciones, ajustar la contabilidad…», sacude una mano, dibujando el infinito. Los periódicos llegaban escalonadamente. Primero El Faro de Vigo, a las 3:45; La Voz de Galicia a las 5:30. La Región, que es el periódico de la ciudad, llegaba por una misteriosa razón el último, a las 6:45, y con él los medios nacionales. En ese instante arrancaba uno de los varios momentos febriles del día, pues tenía que repartir la prensa a domicilio a muchos negocios y particulares. A esa hora no se permitía entretenimientos como abrir los periódicos y husmear en los titulares. Debía aprovechar al máximo la ubicación perfecta del quiosco: la calle Progreso pronto se llenaría de conductores camino del trabajo que pasaban a recoger el diario en coche. A pie de quiosco hay un semáforo ante el que cada día se detienen cientos de vehículos. En el ínterin que permanece en rojo, muchos conductores se bajan sin apagar el motor, compran el periódico y vuelven rápido al automóvil.
Su vida transcurre casi todo el día dentro del quiosco. Es como existir en el interior de una pesadilla no del todo desagradable. A media mañana se ausenta cinco minutos para tomar un café. Al regresar, es habitual «encontrarse a un cliente enfadado que jura llevar media hora esperando. Hay que tener mucha paciencia», dice meneando despacio la cabeza. A las dos y media de la tarde cierra y se va a casa. Cuando hace buen tiempo, me lo encuentro sentado en un banco del parque Avilés de Taramancos, al lado del río Barbaña. Son las cuatro de la tarde y toma el sol con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados y los pantalones subidos hasta las rodillas, disfrutando durante un rato del mundo exterior. A las cinco regresa al quiosco y se encierra hasta las nueve de la noche. «La tarde es el momento de preparar las devoluciones, vender algunas golosinas o cromos, reponer revistas», se detiene y cae en unos puntos suspensivos. También se trata de estar, sin más. A raíz de la crisis y la caída de la venta de periódicos, permanecer abierto ha sido más importante que nunca. «En los buenos tiempos vendía incluso más de lo que quería. En 2006, de hecho, adquirí el local en propiedad. Se lanzaban todo tipo de fascículos, películas, libros y colecciones de objetos más o menos tontos, y se compraban. No pasaba nada si perdías un cliente, porque ese mismo día ganabas cuatro nuevos. Ahora ese mundo ha desaparecido». A las once de la noche se va a la cama, y tres horas después se despierta. La vida arrecia con sus repeticiones.
Cambiase o no a su alrededor el mundo, él estaba siempre allí, tras el mostrador, a veces de pie y a veces sentado «en una butaca giratoria, como la de algunos bares, que me daba dolor de espalda». En más de dos décadas de reclusión, solo descansaba tres días al año. Pero ¿no tenías vacaciones? «Sí, esos tres días —insiste—: Navidad, Año Nuevo y Viernes Santo, cuando no había prensa». Me mira con incredulidad, como si me pareciese poco. Pero ¿nada más?, me pongo pesado. «Los domingos cerraba a las cinco de la tarde. Eran como unas vacaciones. Aprovechaba para dormir». Cuando bromeo con que, en vista del panorama, debía de ponerse loco de contento el día que cogía la gripe y se quedaba en cama con fiebre, su gesto se agrava. «En veintiún años nunca tuve la gripe. Me vacunaba».
Nacionalista de izquierdas, muy apasionado al principio, más escéptico después, Macía y su quiosco han convivido siempre con la sede del Partido Popular enfrente. Fue una vecindad pacífica, sabiamente reducida a negocios. La derecha, y los medios que la defienden, que «en Galicia son todos», y contra los que a menudo lanza duras invectivas mientras pagas el periódico, lo sacan de sus casillas, pero «tengo que admitir que el PP es muy buen cliente». Le compra tres periódicos cada día, desde que abrió. José Luis Baltar «saludaba desde la acera, aunque nunca entraba», y su hijo, que heredó todos sus cargos, «de vez en cuando cruza la puerta y se lleva un periódico». Menos emotiva resulta la convivencia con los concejales de obras públicas. A pie de acera resiste «el charco más famoso de Ourense». En dos décadas ningún Gobierno ha sido capaz de arreglarlo. Cada día de lluvia, decenas de coches meten la rueda dentro y salpican a los clientes que hacen cola. Algunas mañanas la vida perdía gravedad con estas escenas, o con otras catástrofes igual de insignificantes, como la del cliente que se estrelló contra la puerta de cristal porque pensó que estaba abierta y perdió el conocimiento. «La limpié con tanto ahínco que se hizo invisible. El señor estuvo cinco días ingresado en el hospital», dice, quitándole importancia al accidente.
Pero, de pronto, la historia ha llegado al final. Francisco Macía, a los sesenta y cinco años recién cumplidos, acaba de jubilarse. El quiosco ya no le pertenece. Junto a la viñeta de O Carrabouxo pegó no hace mucho un folio que decía «Se traspasa», y a los pocos días llegó a un acuerdo con una de sus clientas. Ahora podrá irse al fin de vacaciones, le digo, pero inclina la cabeza a un lado, como preguntándose: «¿Vacaciones para qué?». En todo caso, añado, ahora sí podrá dormir. Cuando coincidimos una semana después frente al quiosco, al otro lado de la calle, sonríe con tristeza. Viene de hacer recados. Parece más delgado. Me confiesa que se sigue despertando a la misma hora, aunque no quiera. La vista se le escapa un segundo hacia el quiosco, donde la vida sigue transcurriendo en pequeño, ya sin él. «Aguanto en la cama hasta las cuatro, pero enseguida me duelen los huesos de estar tumbado. Va a ser difícil acostumbrarse a esta vida». El día se le hace larguísimo y el mundo demasiado ancho.
Un placer la lectura del articulo. Gracias.
Cada día me sorprende más está forma tan especial de narrar lo cotidiano con semejante maestría
Magnífica redacción de la cotidianeidad.
Pelos de punta, lo que se parece la vida de un quiosquero a la de un conserje…¿Veintres años más? Ufffffff
Otro de los negocios que ha destruido Internet. Antes se decía que tener un Kiosko era el negocio redondo. Alquiler bajo, buena localización y producto fiable (todo el mundo compraba el periódico). La verdad que en nuestro protagonista se retiró en el momento perfecto. Espero que disfrute de su merecida pensión.
Juan, que bella y buena historia… como aprendo!
Francisco , maravillosa persona , un ser extraordinario que deja huérfana la calle del Progreso.
Disfruta de tu merecido descanso.