Ponles nuestras zapatillas a los de ahora. No sabrían ni correr. (Zoran Slavnić, exjugador de baloncesto)
Las botas de baloncesto, tradicionalmente, se han centrado en la protección del tobillo, la articulación más propensa a sufrir lesiones ante los bruscos cambios de ritmo y de dirección, por los repetidos saltos y, en especial, aterrizajes que exige este juego. Pero con un eslogan del tipo «¡No tendrás más esguinces!» no se venderían muchos pares. Por ello, el marketing ha insistido en otros aspectos haciéndonos creer que el mérito de las hazañas de las estrellas se debe al calzado.
A mediados de los ochenta, al albur de su triunfo en el concurso de mates de la NBA de 1986, el «pequeño» Spud Webb publicitaba una marca en concreto como el gran secreto de su prodigioso salto vertical que le permitía hundir el balón en el aro con su escaso 1,75 m de altura. En la misma época, Spike Lee aparecía en anuncios televisivos afirmando que debían de ser las zapatillas lo que hacía especial a Michael Jordan. Años más tarde, tal vez en la mejor campaña encubierta diseñada jamás en el ámbito deportivo, Dee Brown, otro «pequeño» (aunque ya no tanto, porque medía metro ochenta y cinco), se inflaba las lengüetas de su modelo de botas momentos antes de realizar un vuelo espectacular en el Slam Dunk Contest de 1991. El sentido común nos dice que el calzado no hizo a Webb ni a Brown saltar de modo inverosímil, ni a Jordan ganar seis anillos. Como contraejemplo que desbarata esa teoría se puede citar el caso de Gerald Green en el concurso del año 2008, donde consiguió un limpio under the leg, es decir, saltó, se pasó el balón de una mano a otra por debajo de una pierna y machacó la canasta; un mate típico en estos acontecimientos, dirán, sí, pero lo extraordinario es que lo hizo descalzo.
Es cierto que las zapatillas de baloncesto han evolucionado de manera significativa. Hasta hace relativamente poco tiempo, las botas más populares eran aquellas que hoy en día te encuentras de forma masiva en un concierto de música indie, no en una cancha de basket. Las míticas Converse Chuck Taylor All Star eran francamente incómodas comparadas con las maravillas que existen en la actualidad. Y pesadas. Cuando nos hacemos un chequeo médico nos pesamos sin ropa ni calzado; en función de la época del año en la que estemos, podemos llevar puesto en vestimenta unos tres kilos, sin contar complementos.
Walter Herrmann, en el concurso de mates de la ACB de 2003, realizó un mate bastante pobre en el que lo más destacado fue que, durante su ejecución, se descalzó y se desnudó completamente a excepción de unos boxers. Lo hizo así por el espectáculo (?), no porque pudiera elevarse más al estar más ligero. Por otra parte, en los entrenamientos no es raro ver a deportistas con unos brazaletes en los tobillos, unas pesas como los lastres de los submarinistas, para fortalecer las piernas. Obviamente, jugar con unas All Star no llegaba a ese extremo, aunque la diferencia con los más avanzados modelos del momento es evidente: dejando de lado la comodidad, las zapatillas más ligeras que calzan las estrellas del baloncesto de la actualidad pesan algo menos de trescientos gramos, mientras que el modelo de Converse alcanza unos ochocientos; es decir, en torno a medio kilo más, como si nos atáramos un paquete de café a cada pie.
La clave de la ayuda al salto está en la entresuela del calzado. En primera instancia, la intuición nos dice que el estar sobreelevado facilita llegar más arriba saltando. Los tres o cuatro centímetros que nos alzan las zapatillas podrían parecerle insuficiente a alguien que, llevado por la vorágine de alcanzar más altura como Ícaro, no dudaría en calzarse unas formidables plataformas como las que lucen en la Gala Drag Queen de Las Palmas de Gran Canaria. Con probabilidad, en su primer salto llegaría muy arriba; con seguridad, en su primer aterrizaje caería estrepitosamente al suelo, con un tobillo (o los dos) en una dolorosa posición antinatural.
En realidad, es más importante la composición de la entresuela que su grosor. Los grandes saltadores tienen piernas que recuerdan a las patas de un flamenco, finos resortes de apretados tendones; de hecho, es bastante acertado el dicho «tiene buenos muelles» al referirse a este tipo de jugadores. Y es que el fundamento físico simplificado de un salto se asemeja al comportamiento de un muelle; prueben a saltar sin flexionar ninguna parte del cuerpo. No hagan trampas. La flexión del tronco, los tobillos y, sobre todo, las rodillas es, en resumidas cuentas, lo mismo que comprimir un muelle, y, al liberar esa energía, empujamos el planeta y nos elevamos. No se sorprendan: tal y como nos dice la tercera ley de Newton, más conocida como principio de acción y reacción, cada vez que saltamos estamos empujando la Tierra en sentido contrario a nuestro impulso, pero debido a la enorme diferencia de masa entre nuestro cuerpo y el planeta su desplazamiento es imperceptible (de ahí viene la leyenda urbana de los mil millones de chinos saltando al unísono para sacarnos de la órbita).
Centrémonos en un detalle: empujamos el suelo con los pies, es decir, aplastamos la entresuela contra el firme. A menor escala, se trata de otro «muelle» que comprimimos. Las compañías de calzado deportivo han incidido en ese detalle: si en la entresuela disponemos una estructura que se asemeje a «muelles» eficientes, el salto será mayor. Pero sus investigaciones no han configurado unas zapatillas como el interior de los colchones viejos, sino que han concebido cámaras de aire o combinaciones de formas elásticas basadas en arcos que recuperan su forma tras comprimirlos.
En algún caso, estas ayudas tecnológicas se han excedido: en el año 2010 la NBA prohibió un modelo porque proporcionaba «una ventaja competitiva indebida»; en su entresuela contenía un sistema de resorte que incrementaba demasiado el impulso. Hoy en día, con el objetivo de bajar de las dos horas en la maratón, las mayores compañías mundiales están bordeando la legalidad diseñando modelos que devuelvan la máxima energía en cada zancada al atleta. Y, al fin y al cabo, cada paso es un pequeño salto.
Entonces, ¿tenía razón Moka Slavnić?
Sin duda, el calzado de los setenta eran albarcas de madera comparado con las botas actuales, pero, siempre ciñéndonos a diseños «legales», la ayuda es limitada. En el caso anteriormente comentado de Gerald Green, haciendo un mate colosal descalzo, lo consiguió por su gran salto vertical (cerca de ciento veintidós centímetros, de los más altos en la historia de la NBA), y las zapatillas suponen un pequeño suplemento a su capacidad. Así que la conclusión se podría resumir con otro anuncio publicitario, en este caso de una bebida carbonatada.
Ustedes dirán, acertadamente, que cómo va a ayudar un líquido con gas a saltar más a no ser que las burbujas te eleven, pero no se adelanten. En el comercial, Grant Hill aparecía desplegando su talento en una canasta ante los ojos de un chaval. Tras hacer un 360 y machacar, Hill tomaba un buen trago de la bebida, por lo que el chico infería que, si el jugador hacía todo eso y bebía Sprite, él también podría hacerlo. Tras ingerirlo como si fuera la poción mágica de Panoramix, el muchacho finalizaba cayendo al suelo de forma ridícula al intentar machacar, y todo ello a pesar de haber bebido lo mismo que la estrella de la NBA.
Spud Webb media 1,68 aproximadamente, no 1,75
Es lo que siempre he oído, pero en cuestión de altura de jugadores de la NBA las cifras oficiales siempre hay que tomárselas con mucha cautela. Allí se miden en pies y pulgadas, y una pulgada son casi 3cm, al transformar las alturas al sistema métrico casi siempre redondean hacia arriba con lo cual se exagera la altura del jugador, por otro lado se suelen medir con las zapatillas puestas, lo cual son otros 2 o 3 cm. Encima, los jugadores, especialmente los interiores, suelen exagerar un poco su altura. Unos pocos cm extra declarados pueden ser la diferencia entre ganar o no un contrato. Por poner un ejemplo, A Hakeem Olajuwon le ponían 2,13m de altura cuando no superaba los 2,08. A Magic Johnson le solían dar 2,05 cuando estaba sobre los 2m justos. Un caso curioso en el sentido contrario era el de Bill Walton, 2,16m reales, pero él en la universidad en los años 70 siempre pedía que en la ficha le pusieran 2.10m. Así los rivales esperaban enfrentarse a un tipo que igual estaba por los 2,06m reales y cuando se lo encontraban en persona ya quedaban intimidados nada más comenzar el partido al ver el tiparraco que era en realidad. En Europa las alturas suelen ajustarse más a la realidad puesto que las suelen tomar los servicios médicos de los clubes con el jugador descalzo y de manera bastante estricta.