A las cinco de la madrugada es de noche en todas partes y más aún en mitad del invierno, cuando por las calles corre un viento ártico y espídico como ocurre en Washington. Diciembre. Año 2003. Había algún coreano vendiendo tabaco en su tiendecita cutre de la esquina, una congresista de abrigo hasta los pies cruzando Pennsylvania Avenue con el paso dinámico de quien maneja el cotarro, y Dori Hadar, un investigador criminal que acababa de salir de salvarle el culo al enésimo delincuente de tercera. Hadar, un flaco de veintitantos, ejercía de día para un bufete de abogados, de noche pinchaba discos y de madrugada buscaba vinilos en mercadillos y remates como buen coleccionista de discos que era.
La madrugada es la mejor hora para encontrar gangas y cosas raras, antes de que se adelanten los especialistas, así que se apresuró a escarbar en las cajas del mercadillo recién abierto. Pronto dio con una carpeta de LP muy setentera, pintada a mano, de un tal Mingering Mike del que no había oído hablar en su vida. Lo miró por delante, por detrás, aquello olía a soul por todas partes. No pintaba mal. Sacó el disco de la carpeta para ver en qué condiciones se encontraba y descubrió que era de cartón. Pintado de negro. Con el surco dibujado a mano y la etiqueta de una discográfica por completo desconocida también hecha y pegada manualmente. Siguió mirando entre las cajas y encontró nada menos que treinta y ocho «discos» del mismo Mingering Mike, todos de cartón, fechados entre 1968 y 1972. Sin pensárselo mucho compró el lote entero por menos de dos dólares la pieza.
Ya en casa descubrió que, aunque todo el material era de pega, el tal Mike se había ocupado de diseñar amorosamente cada uno de los discos como si fuera de verdad. Con copyright y logo y sellos discográficos como Fake Records o Decision o Sex. Había un álbum dedicado a Bruce Lee, otro «grabado en directo» en un concierto en París en el 72. Otro resultó ser la banda sonora de una peli, You Only Know What They Tell You. Algunos tenían hasta una (falsa) pegatina con el precio (¡de oferta!). Llamó a su colega Frank Beylotte, otro aficionado a las compras de mercadillo. Beylotte le dijo que él también había encontrado unas casetes del tal Mingering Mike, en el mismo lugar. Las escucharon. Casi todo eran temas de varias voces cantando a capela, a lo Bobby McFerrin, y conversaciones desordenadas de dos tíos hablando de cómo algún día se harían famosos. Sabiendo que la mayoría de las ventas de mercadillo provienen de desahucios o de gente que se ha visto obligada a vender sus pertenencias por falta de recursos, decidieron dar con Mingering Mike, aunque solo fuera para que recuperase sus discos.
Encontraron una dirección en una de las portadas que les llevó a un pariente del tal Mike, un tío carnal que se mosqueó bastante cuando vio de qué iba la cosa. Acabó dándoles las señas de su sobrino, al sur de la ciudad, en el mismo Washington D. C. Allí les abrió la puerta un negro grandote, con los cincuenta cumplidos, sonriente y dócil como un niño de siete años. Mingering Mike. Un chaval raro. Tímido. El friki de la casa que pasó la infancia casi sin ir al colegio porque era el pararrayos de todas las collejas, sin padre ni madre que lo protegieran. Rodeado de hermanos y familiares, prefería quedarse en casa, encerrarse en el cuarto de baño para grabar canciones. Compuso cerca de cuatro mil, escritas en papel de baño y cajas de cerillas. Usaba la guía de teléfonos para la percusión y un tubo de papel a modo de trompeta. Le acompañaban su tío («Big D» en los discos) y primos, hermanos, la familia entera. Tocó un par de veces en Saint Elizabeth’s, el hospital mental del barrio. Hasta que una buena mañana del 72 recibió una cartita llamándole a filas para ir a Vietnam. A los pocos días de adiestramiento en suelo americano y visto el gran canguelo que le entró, desertó del cuartel. Volvió a Washington y entonces sí que ya se encerró a cal y canto. Cinco años, hasta la amnistía que firmó Jimmy Carter en 1977 y que sacó de sus madrigueras al medio millón largo de fugitivos que habían vivido a salto de mata por las cinco esquinas del país y que merecen una historia aparte.
La historia de Mike cambió bien poco. Entró a trabajar de guardia de seguridad. A temporadas compaginaba un par de trabajos más, pero tan malamente que no le alcanzaba para pagar el alquiler. Empezó a tirar como pudo, a retrasarse en los pagos. Hasta que el dueño del apartamento lo desahució y vendió todo lo que encontró en el piso, ropa, muebles, cachivaches, a mercadillos y tiendas de segunda mano. Poco podía saber que con el paso de los años los cerca de doscientos discos pintados a rotulador de su inquilino acabarían expuestos nada menos que en el museo Smithsonian de Washington. Como el Apollo XI. Que Dori Hadar escribiría un libro que resultó un taquillazo: Mingering Mike: The Amazing Career of an Imaginary Soul Superstar. Y que aquel negro enorme de mirada huidiza y voz a lo Marvin Gaye acabaría convirtiéndose en un raro personaje de culto americano. Aunque probablemente sea de las pocas personas que conocen el nombre real de Mingering Mike, que, por supuesto, no se apellida Mingering, ni tampoco se llama Mike.