Jot Down para Fundación Telefónica
En 1972, Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour publicaron Learning from Las Vegas y la arquitectura se volvió loca. En realidad el texto es muy interesante, entre otras cosas porque apela a la recuperación del signo y el símbolo en arquitectura en detrimento de la abstracción casi hierática que dominaba el discurso del Movimiento Moderno. Además, introducía un concepto, el de la ironía, cuya aplicación en edificios era casi inimaginable. Lo malo es que los arquitectos se quedaron precisamente en el símbolo en vez de profundizar en cuáles podían ser esos símbolos y cuándo y por qué emplearlos. Es decir, que como Venturi y Brown recuperaron el lenguaje clásico grecolatino para emplearlo en sus obras, los demás se apuntaron al carro y ale, a llenar edificios modernos de frisos y columnitas dóricas, jónicas e incluso egipcias pero, eso sí, de acero y hormigón porque somos la leche de irónicos. Con decir que eran posmodernos la cosa ya valía para salir en las revistas especializadas. El resultado fue que, durante los setenta y los ochenta, la corriente dominante en arquitectura fue un pastiche hortera que esencialmente miraba al pasado para estar a la moda.
Mientras tanto, en Inglaterra, un tipo de treinta y nueve años que todavía no era Sir ni Lord ni barón de Thames Bank, caballero de la Orden del Mérito del Reino Unido, se disponía a comenzar una obra que solo pensaba en el futuro. El edificio era el Centro Sainsbury para las Artes Visuales y el arquitecto en cuestión se llamaba (y se llama) Norman Foster.
Lo cierto es que las islas británicas siempre habían sido bastante refractarias a todo lo que viniese de allende el Atlántico o el Canal, y las reflexiones e incluso las modas arquitectónicas no eran algo distinto. Si el posmodernismo era algo nacido en los estados norteamericanos más proclives a la chabacanería —léase Florida y Nevada—, su expansión ocupó casi todo el hemisferio occidental, con especial predicamento en Italia y Francia. En el Reino Uinido, en cambio, aún confiaban en una arquitectura, digamos, contundente, no en vano eran los adalides del mejor brutalismo. Sin embargo, la propuesta que Foster presentó en 1974 a la Universidad de East Anglia en Norwich para su nueva galería de arte y museo no era ni brutalista ni especialmente contundente. Era eficaz. Nada más pero, definitivamente, nada menos.
Como los críticos tienen que poner etiquetas para poder organizar sus propios prejuicios, cuando el Centro Sainsbury se inauguró en 1978, le colocaron en el denominado expresionismo estructuralista, seguramente por establecer una relación con el flamante Centro Pompidou de París, que además era obra de, entre otros, el también británico Richard Rogers, a la sazón exsocio de Foster en su primer estudio, el Team 4.
Sí que hay ciertas similitudes en ambos edificios, sobre todo cuando consideran el museo como un contenedor interior lo más neutro y flexible posible. Pero mientras que el magnífico edificio parisino es verdaderamente expresivo y simbólico al explicitar sin reparos las estructuras y las instalaciones, colocándolas en fachada y significándolas a lo bestia —o sea, pintándolas de colores chillones—, el Centro Sainsbury es mucho más sobrio. También emplea una estructura de acero repetida y repetible que se convierte en motivo generador del espacio. También es consciente de la importancia y la cantidad de espacio que requieren las instalaciones de un edificio de esas características. También piensa en el mantenimiento real que la obra va a necesitar a lo largo del tiempo. Lo que hace Foster es resolver todas esas solicitaciones en un único y elegantísimo gesto: un pórtico.
El Centro Sainsbury es un pórtico de estructura tridimensional de acero que se repite a durante toda la longitud del edificio. El espacio que ocupa ese pórtico alberga todas las instalaciones y todos los servicios de mantenimiento encerrados en una doble fachada que gira hasta ser doble cubierta y vuelve a girar en una doble fachada opuesta. En el interior solo queda el espacio neutro, continuo e inundado por la luz. Es el contenedor perfecto; una única sala que no termina nunca, no solo porque los testeros de vidrio incorporan el paisaje y, por tanto, el horizonte de Norwich al museo, sino porque, conceptualmente, ni siquiera existen. El edificio mide ciento treinta metros de largo pero podría medir ciento treinta mil millas. Ahí radica la belleza de una solución tan precisa que podría emplearse hasta el infinito.
La influencia de las primeras obras de Foster acuñó un nuevo estilo arquitectónico porque ya hemos dicho que los críticos no pueden quedarse con lo bueno y siempre hay que ponerle un nombre a todo. Lo llamaron high-tech y en él metieron casi cualquier cosa que estuviese construida con vidrio y acero, con junta seca y de manera más o menos industrializada o estandarizada.
A mí no me gusta considerar a la obra de Foster como edificios de alta tecnología porque esa denominación ha quedado tan pervertida por los objetos de consumo que parece un valor en sí mismo cuando, en realidad, la tecnología nace y se desarrolla precisamente para resolver un problema. La tecnología del Centro Sainsbury nació para resolver un programa complejo de una forma sencilla. Tan sencilla que desafía a la longitud del edificio e incluso al tiempo que ha transcurrido desde que abrió sus puertas.
En diciembre de 2012, el Centro Sainsbury para las Artes Visuales fue catalogado con el grado II* de protección patrimonial, el segundo más alto del Reino Unido. Tiene ya casi cuarenta años pero siempre ha estado en el futuro. Hasta el punto de que Marvel lo ha usado como hipertecnológico nuevo cuartel general de Los Vengadores para los últimos filmes del Marvel Cinematic Universe.
En realidad, toda la obra y el pensamiento de Norman Foster ha creído firmemente en el futuro; desde que formaba parte del Team 4 hasta Foster + Partners, última iteración de su estudio. Desde el Cockpit, el refugio mínimo de vidrio con forma de cabina de piloto que construyó en 1964 en Cornualles, hasta el Lunar Habitation de 2009, encargo de la Agencia Espacial Europea para un hipotético hábitat en nuestro satélite y que Foster ha acometido con el mismo espíritu que ha tenido durante una carrera de cincuenta años: la eficacia. Si la manera más lógica de construir en la Tierra es mediante procesos industrializados, la mejor manera de construir en la Luna es industrializando el proceso. Es decir, como allí no hay acero ni ladrillos ni vidrio ni empresas que fabriquen acero, ladrillos o vidrio, hay que buscar otra tecnología. Una transportable y lo más flexible posible: la impresión tridimensional. Cuando otros la usan para fabricarse muñecos, Foster, a sus ochenta años, cree que es la mejor herramienta para vivir en otro mundo.
Las más de cinco décadas de obras y proyectos de Norman Foster y su relación con el futuro pueden verse en la exposición Norman Foster. Futuros comunes, abierta desde el día 6 de octubre de 2017 hasta el día 4 de febrero de 2018 en el Espacio Fundación Telefónica, en el número 3 de la madrileña calle Fuencarral.
Enhora buena por su artículo. Realmente nos parece interesante, acertado y rotundo. La obra de Foster, sin duda supuso por aquellos entonces y aun hoy día una revolución en el buen hacer arquitectónico. Sin embargo hubo también un hecho, ocurrido 8 años antes, en 1964, que durante años ha pasado desapercibido sobre todo para autores españoles, aunque no tanto para articulistas e investigadores de fuera de nuestras fronteras.
En 1964 se produjo en España un fenómeno que revolucionó el mundo de la arquitectura nómada y transformable. Conceptos muy en boga en toda Europa, sobre todo de la mano del Grupo Archigram.
El arquitecto Emilio Pérez Piñero, a los 31 años de edad, proyecto el primer edificio, a nivel mundial, integrado exclusivamente por estructuras desplegables. Se trató de un pabellón ambulante de exposiciones de más de 8.000 metros cuadrados de superficie, compuesto por módulos desplegables de 12 x 9 metros y que además se proyectaron y fabricaron íntegramente de aluminio. El pabellón se proyectó, se fabricó y se montó en los patios de los Nuevos Ministerios de Madrid en 3 meses. En los tres meses siguientes se desmontó, se volvió a montar y se inauguró en Barcelona y Bilbao.
Pérez Piñero había empezado su trayectoria en 1961 siendo aun estudiante de 4º curso de la Escuela de Arquitectura de Madrid. Sus éxitos internacionales en el mundo de las estructuras modulares y transformables es equiparado por numerosos autores a Fuller.
Su carrera se truncó a los 36 años de edad como consecuencia de un accidente de coche. A su edad ya había conseguido el premio Aguste Perret a su ytrayectoria en el mundo de las estructuras.
Entre otros proyectos en los que trabajó, se encuentran el interés de la NAVY por sus pabellones desplegables para montar una base en la Antártida y el interés de la NASA en usar una de sus estructuras desplegables para construir un invernadero en la Luna. para este último llegó a diseñar una estructura específica de despliegue totalmente automático que podía ser instalada en la Luna sin la intervención de la mano del hombre.
http://www.perezpinero.org