Sociedad

La irrupción del grano en la dermis moderna

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Imagen vía The Society Pages.

Exergo

Poco antes de jubilarse Milton Friedman, tuvo lugar en la Universidad de Chicago una escena no poco dramática. Era invierno del año 1976. Estaba el economista entrando al auditorio Regenstein, donde impartía sus famosas lecciones magistrales, cuando vio en el tablero el dibujo de una cara redonda y orejona escondida detrás de unos anteojos abultados. Había murmullos en el salón, algunas risas. El profesor se quedó de pie observando el dibujo, de espaldas a sus estudiantes, sin decir una palabra. Con la misma calma con que había entrado, Friedman tomó los libros que había dejado en el atril y salió del salón sin mirar a sus estudiantes: el auditorio estalló en una sola carcajada.

La caricatura en el tablero dibujada con marcador rojo venía acompañada de una frase muy corta: «Friedman el granoso» (Pimple Friedman). Los cachetes, la nariz y la frente del economista estaban repletas de acné.

El año siguiente Friedman se jubiló de la labor docente.

Preámbulo

El grano se ha constituido como el objeto social que pone en escena nuestros pecados; síntoma de vergüenza. ¿Por qué Friedman entendió como una afrenta la caricatura granosa en el tablero? ¿Cómo se llegó a asociar el barro o la espinilla con la culpa y la pena? ¿Qué hizo posible esa unión? ¿Por qué? ¿Por qué la vergüenza y no, digamos, la fortuna? ¿Qué sociedad fue capaz de configurar el pudor y el sonrojo alrededor de una alteración dérmica involuntaria? ¿Qué haz de relaciones hizo posible la emergencia de ese significante-vergüenza? Un vasto campo de investigación se abre con la enunciación de esas preguntas.

El grano o forúnculo (según la región de habla) entró a hacer parte del discurso de la dietética, la medicina y la higiene gracias a la reconfiguración del orden de las cosas en la episteme moderna. ¿Qué significa eso? ¿Qué carajos es una episteme? Por el momento diremos que, hasta hace un par de siglos la grasa acumulada en forma de protuberancia no tenía las mismas connotaciones sociales que tiene hoy (entre otras cosas porque no existía el grano como objeto material).

Con la aparición de las ciudades modernas, la expansión colonial europea y el apogeo de la publicidad en el nuevo modo de vida norteamericano, el grano irrumpió con toda su materia en la dermis del hombre moderno. Una historia que, como suele pasar con las historias, empieza por la boca.

Ríos de aceite: las ciudades inquietas

No fue hasta mediados del siglo XVIII, con la aparición de las tabernas y los restaurantes modernos a lo largo de Europa, que se empezaron a agilizar los procesos de cocción. Ya no estamos hablando de los campesinos que cocinaban patatas y verduras. Se trata, en cambio, del aumento exponencial en el uso de aceites y grasas animales en la cocina.

El crecimiento poblacional en las principales ciudades europeas pedía nuevas técnicas de cocción que pusieran más rápido en las mesas platos rebosantes en calorías (1). La tradicional cocina en horno demoraba más que la fritura de los alimentos. Pero además, esta última contaba con otra ventaja: la grasa que se utilizaba para freír, una vez usada, servía como alimento para los animales de corral, principalmente conejos y cerdos, que luego enfilaban al matadero para acompañar una porción de papas fritas.

No es casual que en el año 1747 el ingeniero inglés lord Robert Keyton (no confundir con el poeta) fundara la primera compañía comercializadora de aceites vegetales en Inglaterra. La Keyton & Sons Oil Company abrió sus primeras rutas de aceite vegetal (y animal) hacia Francia y los Países Bajos en 1752. Keyton, audaz en los negocios muy a su pesar, encontró un mercado europeo que demandaba importantes cantidades de aceite para suplir el consumo en las crecientes ciudades. París y La Haya fueron sus centros de operación en la Europa continental.

En una entrada de sus muy (tristemente) célebres diarios el empresario hablaba de la siguiente manera: «Mayo 23. El negocio crece a un ritmo vertiginoso. Pronto tendremos que abrir un segundo punto de distribución en París. Los franceses han encontrado en el ambarino aceite su esencia nacional. Qué asco. De solo pensar en los ríos de grasa que corren por La Ville Lumière se me revuelven las tripas. Espero que Nataly consiga pronto un marido que pueda llevar las riendas del negocio. Quiero retirarme y poderle dedicar mi tiempo a Rufus y Olivio. Esta vida estrepitosa no parece hecha para los de alma sensible».

El ingeniero tenía treinta y cinco años cuando su compañía añadió al negocio la manufactura de manteca de cerdo. Dos años después se retiró de la Keyton & Sons para dedicarse a sus galgos y a la pintura.

En los archivos de aduana de Port du Havre, en la Normandía francesa, se tiene registro de los veinte años de importaciones previos al estallido de la Bastilla. Allí se ve el aumento exponencial de grasas animales que tuvieron como destino los incipientes restaurants franceses. Los puertos del norte de Francia (Dunkerque, Havre, Calais) fueron las puntas de lanza de esa conquista, mucho más que los puertos del sur, en el Mediterráneo. Y la razón tiene que ver con la importancia de Inglaterra en esos primeros años de auge lípido: no es coincidencia que Francia recibiera toda la grasa, que todavía no producía, del país que había tenido su primer levantamiento burgués cien años antes. Un hilo tenue y seboso recorre (y une) la historia desde la decapitación de Carlos I hasta la de María Antonieta. Sangre y grasa de cabeza.

Los archivos de Port du Havre (felizmente recuperados después del incendio fatal del 45) demuestran un aumento en la importación de grasa animal desde mediados del siglo XVIII que provenía sobre todo de los puertos ingleses. En 1759 entraron por el puerto 1200 toneladas de manteca de cerdo. En 1765, eran 1375. En 1770 el número rozaba las 2000 toneladas. En 1788 entraban por el Port du Havre 2700 toneladas de manteca de cerdo para saciar los estómagos revolucionarios.

Un día de otoño de 1765, el cocinero Dossier Boulange abrió un local en la rue du Poulies de París. Afuera puso un letrero que decía en latín: «Vengan a mí, hombres de estómago cansado, que yo los restauraré (Venite ad me omnes qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos)». Los visitantes comenzaron a llamar al lugar con el nombre de restaurant. Sin embargo, el verdadero auge del restaurante moderno vino después de la Revolución francesa y de la mano de los antiguos jefes de cocina de la aristocracia parisina. Estos cocineros profesionales, que antes alimentaban paladares nobles, se quedaron sin trabajo una vez sus amos fueron llevados a prisión o gentilmente dejados sin cabeza. Decidieron los jefes de cocina montar sus propios comedores abiertos al público: democracia, ven a mí.

El capital, que había empezado a agolparse alrededor de las murallas feudales casi cuatro siglos antes, tuvo por fin a sus propios cocineros. La consolidación de la burguesía en las principales ciudades europeas vino de la mano con el astuto empleo de la técnica del fritado (2). Técnicas que por su parte empezaron a introducir material seboso en un organismo que, hasta entonces, estaba acostumbrado a una dieta basada en las legumbres, vegetales, carnes y leche: proteínas y carbohidratos bajos en grasas saturadas. Es así que la grasa empieza su camino por las venas del viejo continente (3).

Margarina: la distribución del territorio

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Fotografía: National Liberation Museum 1944-1945 (CC).

En octubre de 1863 el teniente coronel Emil Degard, del quinto regimiento de ultramar, le escribió una carta a su hermano desde Camboya, recién anexada por el Segundo Imperio Francés, en los primeros meses del desembarco de la tropa: «Es bueno saber de la salud de mamá. En cuanto a tus preguntas trataré de responderlas de manera sucinta: el paisaje es deslumbrante. No se le compara con los bosques en los Alpes y ni siquiera con la selva sajona. Es muchísimo más colorido y bullicioso. Tantísimo más violento. Los colores y los ruidos nos envuelven en un solo estruendo que oscila entre la fantasía onírica y las más terribles pesadillas. Respirar en este suelo cansa. El calor sofoca con su humedad. Así mismo los alimentos se dañan y no resisten más de tres días antes de que empiecen a pudrirse. Hemos empezado a cocinar con aceites de los nativos, pero nuestro cuerpo no está acostumbrado y muchos ya han caído enfermos de fiebre. Aunque quizás la fiebre sea producto de los moscos o de la magia negra. Nadie lo sabe todavía con certeza. Te dejo, hermano mío, porque nos llaman a formación».

Como el suyo, hubo varios testimonios que registraron esos primeros meses en territorio asiático. Como el suyo, varios de esos testimonios destacaban el paisaje de la zona. Y como el suyo, varios de esos testimonios dieron cuenta del hambre de la tropa por la rápida descomposición de los alimentos. En especial los aceites de cocina. La mantequilla, por ejemplo, además de ser costosa quedaba inservible a los pocos días del desembarco: no solo se derretía rápidamente sino que también se llenaba de hongos.

Napoleón III ofreció, entonces, una recompensa para el químico que fuera capaz de sintetizar un producto con las mismas características de la mantequilla, capaz de resistir la humedad y las altas temperaturas. Y (por si fuera poco) a menor precio.

No hubo que esperar mucho. El farmaceuta Hippolyte Mège-Mouriés cumplió el milagro. En 1869 fabricó la emulsión que solicitaba el emperador. Combinó el extracto de la manteca de cerdo con leche y agua y bautizó a su invento con el nombre de oleamargarina. El farmaceuta vendió pronto su patente a la fábrica neerlandesa Jurgens (una de las antecesoras de la multinacional Unilever). El invento de Mège-Mouriés invadió todo el continente y viajó a las colonias africanas y asiáticas (4) con gran rapidez. Pronto, la dieta de soldados y funcionarios europeos se basó en esa nueva mantequilla potenciada. Inmune al calor y a la humedad. Capaz de conquistar los territorios más inverosímiles.

La margarina recorrió el globo con el mismo ímpetu del colonialismo europeo. Así, en el último cuarto de siglo, el producto llegó a los territorios ocupados por Alemania, Portugal, Francia, Italia, Inglaterra, España y, por supuesto, Bélgica en el continente africano.

África fue repartida en figuras angulosas y geométricas gracias al suave esparcido que tuvo la margarina en las mesas europeas. En 1885, cuando la Conferencia de Berlín estaba por finalizar y el reparto africano casi consumado, el diplomático francés Louis de Larechalde intervino y le dio un giro inesperado a la Conferencia. De Larechalde le sugierió a Jules Ferry, primer ministro francés encargado de las negociaciones, la siguiente estrategia: que Francia le cediera su parte del control del canal del Suez a Gran Bretaña a cambio de la isla de Madagascar, territorio que no estaba en los planes de ninguna metrópoli (salvo los de la reina Victoria, que esperaba hacer de la isla su hacienda personal). Ferry, famoso por su capacidad de asombro, dio el visto bueno.

De Larechalde tenía intereses comerciales muy precisos: su familia era accionista de Jurgens, la empresa neerlandesa que había comprado la patente de margarina (y que había absorbido hacía unos años a la Keyton & Sons). El diplomático francés sabía que la exploración de los territorios de Madagascar requeriría una fuerte inversión del gobierno francés en productos no perecederos, resistentes al calor y la humedad (léase: margarina). Aunque la estrategia diplomática era un fracaso (razón por la cual el nombre De Larechalde pasó a formar parte del panteón de la infamia francesa), económicamente constituía un golpe de astucia para las finanzas personales del embajador. Madagascar entró en la mirada colonial y Jurgens tuvo un mercado nuevo al que suplir con sus productos.

En junio de 1896 la junta directiva de Jurgens se reunió en Rotterdam para discutir la expansión de la empresa hacia nuevos mercados y para hablar de una posible fusión. En el acta de esa reunión quedó consignado lo siguiente: «Gracias a los esfuerzos del señor L, el gobierno francés tomará partido por los primitivos hombres de la isla de Madagascar. Ponemos todos nuestros deseos en que los logren encaminar hacia la luz del progreso. Esta compañía debe hacer todo lo posible por facilitarle a Francia lo que necesite en tan noble cruzada civilizatoria». Casi treinta años después, en 1927, Jurgens se fusionaría con la empresa Van den Bergh para formar Margarine Unie. Pero esta fusión no habría sido posible sin la inscripción de Madagascar como nuevo territorio del mercado mundial (5).

El camino para la emergencia del grano quedó pavimentado: la margarina significó la entrada definitiva de la grasa saturada en la dieta global. Poco a poco los poros se empezaron a llenar de grasa (6). Aunque no fue sino hasta medio siglo después que el objeto-grano apareció con toda su fuerza como enunciado legible.

La industria y la culpa

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Anuncio de Golden Fluffo en la revista LIFE 11/14/1955 p. 104.

Si el siglo XVIII le dio vida desde las entrañas de sus ollas freidoras a las ciudades modernas y el XIX fue el que regó la grasa por todo el globo, el siglo XX produjo una figura todavía más quimérica: la ciudad de los suburbios. La imagen panorámica de una ciudad coronada por rascacielos que se disuelve poco a poco hasta rozar el horizonte es un invento del siglo XX. Es Los Ángeles y no Nueva York la gran ciudad norteamericana. Una ciudad que se derrama sobre un territorio como una mancha de petróleo.

En 1956, cuando el presidente Eisenhower firmó el National Interstate and Defense Highways Act (acta de autopistas nacionales interestatales y de defensa) selló el destino del desarrollo urbano de los Estados Unidos —y, con él, el de los países bajo su dominio hegemónico—. El acta aprobaba un presupuesto de veinticinco mil millones de dólares para la construcción de autovías a lo largo y ancho del territorio estadounidense; autovías que facilitarían el transporte de mercancía, comida y el desplazamiento militar. Autovías que, en suma, fomentarían el crecimiento urbano a las afueras de las grandes urbes para evitar, así, la alta concentración demográfica en las grandes ciudades —hay que tener presente que, en plena Guerra Fría (7), la amenaza nuclear era latente—. El miedo a que la bomba estallara en el epicentro de una gran ciudad fue el germen del mayor aparato urbanístico del siglo XX: el suburbio.

Con el respaldo económico de la General Motors, la Standard Oil y la Firestone Rubber el acta firmado por Eisenhower cobró fuerza. Las tres más grandes empresas de la industria automotriz, petrolífera y de caucho del momento incentivaron un paulatino desmantelamiento del sistema de transporte público en todo el territorio nacional, con el objetivo de consolidar al automóvil como el medio de transporte dominante. El suburbio, la family wagon y el american muscle fueron hijos de esas nuevas tecnologías de reproducción, reubicación y control.

Y con los suburbios llegó la industria del hogar. No es casual que la mitología de la publicidad tuviera su epicentro en esos años cincuenta —el comienzo de la serie televisiva Mad Men, por ejemplo—. Había casas vacías y familias nuevas que alimentar. Los nuevos hogares se fueron llenando de electrodomésticos y enseres de limpieza que se inscribieron en una gramática de la mujer como ama de casa. Con lavadoras, aspiradoras, planchas, lavaplatos, enjuagues multiusos, brilladoras para el piso y, por supuesto, el televisor como centro del espacio simbólico.

En 1955 la compañía Procter & Gamble encargó una serie de anuncios publicitarios en televisión y prensa para promocionar su más reciente producto: el Golden Fluffo. Shortening. Una manteca vegetal que cumplía las funciones de la margarina tradicional. Mike Wallace, el presentador del comercial, lo anunciaba como «la primera nueva manteca. Es rica y amarilla. Mejor aspecto, mejor sabor y más apetitosa («the first all new-shortening. It’s rich. Its’ yellow. Richer looking, better tasting, more appetizing»). El anuncio también se publicó en las revistas LIFE de ese año y el producto fue vendido como «lo que cualquier cocina y ama de casa necesita» («what any kitchen and housewives need»). La comida entró en casa por la boca de los televisores. Y con ella la grasa.

Un año después (el mismo año que Eisenhower firmó el acta de autopistas interestatales) Procter & Gamble sacó al mercado el primer producto de limpieza facial, la crema Whip-it! Como era de esperarse, el producto tuvo un gran despliegue publicitario. ¿Coincidencia o estrategia de mercado? (8)

El anuncio televisivo recreaba la mañana típica de una familia americana: la madre se levanta a preparar el desayuno de su esposo que lee el periódico mientras ella le sirve café, y el hijo púber se dirige a la ducha para bañarse. El niño se mira en el espejo, la cámara enfoca en su mejilla derecha (9) una protuberancia roja (se asume a pesar de que el comercial es en blanco y negro) y el muchacho hace un gesto de preocupación. Acto seguido, aparece Spencer Tracy, el presentador del anuncio y dice: «Luego de un sueño intranquilo, el pequeño Billy ha amanecido con un grano (little pimp) en su cara. ¿Qué puede hacer para que las chicas no se le burlen en la escuela? Por suerte, la crema Whip-it! viene para salvarle el día». Decía Tracy mientras ponía su mano en el hombro del niño.

—Oh, vaya. Gracias, tío Tracy. Ahora podré saludar a Rosie sin sentirme avergonzado —respondía el pequeño Billy.

La aparición de ese nuevo enunciado supuso un nacimiento doble: por un lado, el objeto-grano se hizo legible en el orden social y por el otro, supuso el surgimiento de un objeto que significaba vergüenza. El lastre fue el pecado original del grano, la marca de nacimiento con la que ha cargado hasta nuestros días y que nació en ese preciso momento.

El publicista enuncia desde el lugar de la higiene, el grano es visto como una protuberancia anómala. No de otra forma la crema Whip-it! pudo venderse como un producto de limpieza facial. Si el grano no adquiría esa carga de vergüenza social, la crema de Procter & Gamble no habría tenido legitimidad en el mercado del hogar. Por eso hubo que convertir al grano en un significante-vergüenza. Había que crear el discurso del enemigo, del extraño, del otro, de lo monstruoso, de lo anómalo y lo raro.

Imagino un ama de casa viendo este anuncio publicitario a la hora de la cena, luego la cara de su hijo de doce años llena de puntos rojos, luego otra vez el televisor. Un bombillo se prende sobre su vabeza (y ella creerá que es una idea auténtica, propia) (10).

Con el anuncio publicitario queda sellada la suerte de millones de adolescentes, condenados al ostracismo y la burla. Ha nacido. El grano ha brotado finalmente de la piel.

Coda: hacia una resignificación

La presente investigación no es exhaustiva (ni pretende serlo): es apenas el comienzo y un primer paso que nos permite fechar la partida de bautizo. Porque el grano no ha sido siempre objeto de vergüenza, ni acompañante sempiterno del cutis humano. No siempre ha sido la pesadilla de los impúberes frente al espejo, el trasnocho de los escolares enamorados, el coco de las mamás angustiadas, la renta de los dermatólogos o la broma universitaria a un prestigioso economista. La irrupción del grano se ha orquestado mediante procesos socioeconómicos muy determinados: la aglomeración en las nuevas ciudades modernas, la expansión colonial europea y la irrupción de la sociedad de consumo y de la publicidad televisiva.

Por eso, la próxima vez que se levante temprano en la mañana y vea su cara adornada con un forúnculo rojizo y graso, difícil de ocultar, no se asuste. Piense que apenas es el resultado de una situación históricamente determinada, el resultado de un haz de relaciones y enunciados que intentan disciplinar sus hábitos y su manera de comer, de comportarse, de ubicarse.

¡Desestabilice esas técnicas de control! ¡Salga a la calle, con la frente en alto y el grano también! ¡Resignifique el barrillo! ¡No lo vea como el enemigo, sino acójalo y quiéralo en sus diferencias! ¡Pinte una carita feliz a su alrededor!

Se trata de desestabilizar el sentido dominante que circula alrededor del objeto-grano. De articular una resistencia de baja intensidad que permita a los granosos del mundo retomar el espacio público (11). Luego vendrán investigaciones que logren poner en entredicho el carácter ahistórico con el que el grano se presenta. Y luego, con suerte, vendrá el desmantelamiento del sistema canalla que fue cómplice de ese nacimiento.

Por ahora, entre tanto, nos queda una pregunta todavía más peligrosa. Más inquietante. Una pregunta más arriesgada que perturba y amenaza los límites de nuestra comprensión del presente: ¿Existirá por siempre el objeto grano? ¿Bajo qué condiciones?

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Imagen vía The Society Pages.

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(1) Usar el término «caloría» es un anacronismo. Hay que recordar que no es sino hasta la mitad del siglo XIX que el término «caloría» es acuñado como unidad térmica básica por el profesor Nicolas Clement. A finales del siglo XVIII todavía se creía en la teoría del flogisto, que caería en desuso años después. Sin embargo, usamos el término de manera intencionada para mostrar el desfase entre concepto y praxis a finales del XVIII.

(2) Para ahondar en la relación entre grasa y burguesía véase el prolijo estudio: McEwann, R. (2004). Fried Bourgeoisie: How capitalism entered through the kitchens door. Princeton: Princeton University Press. Un amplio estudio que da cuenta de la importancia de la comida en la consolidación del capitalismo como técnica socio-política en la segunda mitad del s. XVIII.

(3) Los procesos independentistas en América operaron con una lógica distinta. La importación (y posterior fabricación) masiva de grasa animal no inició en el Nuevo Mundo sino hasta mediados del s. XIX. Para estos efectos véase el texto: García Canclini, R. (1999). «Independence of the Americas. Abandonment devices». Chicago: University of Chicago Press.

(4) Recomiendo el caso de estudio del antropólogo belga Jordan, W.T. (2008). Rubber and Colonialism in Congo Free State 1885-1908. New York: Social Review and History. En especial el capítulo dedicado a la descripción de las caucheras y sus implementos de cocina.

(5) Y sin las tecnologías de raza y blanqueamiento que supuso el desembarco de la tropa francesa, por supuesto.

(6) Sabemos de las famosas «teorías endocrinas» que aseguran que el consumo de grasa no tiene relación con la secreción lípida del cuerpo y que la producción corporal de granos depende, más bien, de un proceso hormonal propio de cada organismo. Pero aunque abundantes, estas teorías no dejan de ser meros juegos retóricos carentes de sustento estadístico.

(7) Sobre la relación entre la gran industria y la suburbanización de las ciudades norteamericanas véase: Chomsky, N. (2013). Hidden Power and Built Form: The Politics Behind the Architecture. New York: AMPS.

(8) Richard Lowe, el célebre publicista neoyorquino de los años cincuenta y sesenta, escribe en su autobiografía Truth Well Told. A Life: «Muchas veces venían grandes marcas a pedirnos que incrementáramos las ventas en sus departamentos. Pero al echarle un vistazo al catálogo de sus productos nos dábamos cuenta de que no podíamos cumplir ese milagro con una oferta tan reducida. Fue entonces que a alguien en la agencia se le ocurrió la idea del “producto enemigo”: crear un producto que necesariamente requiriera el uso de otro producto (que tu marca también ofrecía)». Lowe manejó la cuenta de Procter & Gamble entre 1951 y 1967.

(9) No hay que perder de vista ese primer plano sobre la masa de pus en la mejilla del pequeño. Con ese encuadre comienza la historia del objeto-grano. Ese primer plano inscribe un nuevo objeto en el discurso higiénico: lo identifica, lo nombra, lo hace legible. Ese encuadre materializa un objeto nuevo que, al mismo tiempo, ha de ser exterminado de la faz de la dermis.

(10) En esa medida, el carácter ideológico de ese gesto (en el sentido althusseriano) es total. El sujeto-ama de casa está inscrito en una red de significados según la cual su papel se reduce a traducir los símbolos comerciales (del televisor, de las revistas) en compras para el hogar: traducir publicidad en consumo. La ideología suburbial de los años cincuenta en Norteamérica no solo cosifica el tiempo de vida sino también cosifica el cuerpo femenino; no solo es capitalista sino decisivamente misógina.

(11) Un posible final de este paper podría haber sido: «¡Granosos del mundo, a la calle!». Es tentador acabar este artículo académico en un tono imperativo. Sin embargo caeríamos en la reificación del grano. Cuando de lo que se trata es de su total extinción. En este caso, el marxismo ortodoxo no es una herramienta útil.

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3 Comentarios

  1. Ya que hablamos de granos, aquí (hacia el final) tienes un jocoso colofón a un breve relato que apuesta por el optimismo. Espero que, como poco, sonrías. ¡Que buena falta nos hace!
    Razones para el optimismo https://dametresminutos.wordpress.com/2015/10/17/razones-para-el-optimismo/

  2. Si bien no es un lastre (socio históricamente construido) con el que carga mi dermis continuamente, cada vez que aparece este objeto social de vergüenza, se desmoraliza en mi ser. Sin embargo, la próxima vez que suceda lo portaré con orgullo y hasta vanidad, cómo mi mostacho, que sigue siendo un cierto tipo de cuerpo ajeno que coloniza mi cutis.

  3. ¡Menuda investigación hay detrás de esa prosa tan fluida! Excelente paper sobre el archienemigo adolescente.
    Aún así, me gustaría pedir que se revisen algunas cosas… Siento ser «esa persona», pero me da rabia cómo desmerecen un artículo tan bueno. Y sobra decir que no hace falta que aprobéis mi comentario.
    – En primer lugar, la frase: «De Larechalde le sugierió a Jules Ferry, primer ministro francés encargado de las negociaciones, la siguiente estrategia». Creo que Ferry era el ministro inglés, y que la forma del verbo es «sugirió».
    – Luego, aunque digamos «el acta», sigue siendo un sustantivo femenino, por lo que sería incorrecto «firmado por Eisenhower».
    – Por último, hay un punto entre Golden Fluffo y Shortening que no debería estar ahí.

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