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Juan Ramón, el poeta de Moguer

Juan Ramón Jiménez. Imagen de Francisco Tosete (CC).

«He visto que soy muy poco fotogénico, como se dice ahora. Salgo mal en los retratos. Y como me piden muchos, pruebo a ver si me hacen alguno bueno que sirva, además, para los libros, pero no lo consigo», escribía, casi a modo de confesión, Juan Ramón Jiménez el 4 de septiembre de 1935. La fotogenia, como recuerda su amigo Juan Guerrero Ruiz, no era una de las cualidades del poeta, sin embargo, retratarlo en su totalidad y complejidad no era fácil. Y, todavía hoy, sigue sin serlo, pues aún hay mucho Juan Ramón desconocido, en páginas inéditas que siguen sin ver la luz, si bien Carmen Hernández-Pinzón, sobrina nieta del poeta y albacea de su obra, lleva años trabajando en la recuperación del legado de su tío abuelo, rescatando del Archivo Histórico Nacional y de la Universidad de Puerto Rico, país donde Juan Ramón moriría el 29 de mayo de 1958, los innumerables manuscritos que quedaron sin publicar. «No sabemos cuántos textos se perderían en el saqueo de su casa en Madrid, pero, en el caso del poeta de Moguer, la pasión y el calor otorgados permanentemente a sus escritos hizo que la obra se preservara en la propia Obra, pudiendo llegar hasta nosotros, viva y en marcha, gracias a editoriales sensibles a la causa», comenta Rocío Fernández Berrocal, responsable de la edición de Historias, el poemario hasta ahora inédito que la Fundación José Manuel Lara —una de las pocas «editoriales sensibles a la causa»— acaba de publicar.

Escrito en Moguer entre 1909 y 1912, casi en paralelo a Platero y yo —escrito entre 1906 y 1912 y publicado por primera vez en 1913—, el poemario Historias forma parte de aquella ingente obra que legó Juan Ramón Jiménez: «Tengo un cuarto grande en esta sala llena de manuscritos», confesaba el poeta, «si por cualquier circunstancia eso se perdiera, yo pienso que habría perdido mi vida». No se perdió esa parte de vida, una vida que para Juan Ramón tenía como principal y casi único correlato la escritura. Y si bien en 1953 le diría al ensayista Ricardo Gullón que «he creado más de lo que pude recrear. He sido vencido: creé más de lo que podía recrear de manera consciente. Esa es mi tragedia», Juan Ramón no pudo dejar de escribir y reescribir, concibiendo la escritura como un proyecto siempre inconcluso y la corrección como forma de creación. Como Borges, el poeta de Moguer parecía no confiar plenamente en la idea de un texto definitivo; «presuponer que toda recombinación de elementos es necesariamente inferior a un arreglo previo», escribe Borges, «es presuponer que el borrador 9 es necesariamente inferior al borrador H ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la superstición o al cansancio» y Juan Ramón no entendía la escritura asociada al cansancio. De ahí, la dificultad de fijar el texto en el momento de realizar la edición: «En el caso de Historias, no fue particularmente difícil: si una palabra está tachada, optábamos por la palabra escrita encima —las palabras que él escribía encima a lo tachado siempre eran su primera opción—. Si esta palabra escrita encima del verso también estaba tachada, entonces optábamos por la palabra escrita debajo del verso —Juan Ramón siempre anotaba su segunda opción bajo la palabra tachada—», explica la editora, recordando que no se puede entender la escritura y, por tanto, la obra de Juan Ramón sino como una obra abierta, porque para el poeta el poema era siempre un poema abierto: «Llevo publicados unos dos mil poemas y tengo conciencia de que debo mejorarlos. Para mí corregir es revivir, reviso momentos de mi vida cuando corrijo los poemas escritos en el pasado, y espero que otras personas, cuando los lean, sentirán impresiones análogas a las que yo ahora siento».

El libro Historias, algunos de cuyos poemas ya se habían publicado separadamente, restando inéditos solamente veintisiete, se conservaba en el Universidad de Puerto Rico. Fue allí donde el poeta revisó por última vez esta obra, dedicada casi exclusivamente a Moguer. Dejó todas las indicaciones necesarias para que, antes o después, Historias viera la luz: no solo indicó cómo debía dividirse el libro, sino que dejó también la portada y la portadilla, sin olvidar la dedicatoria: «A mi hermana Victoria y a sus hijas Victoria, Lola, Blanca y Pepa y a la memoria de María Pepa». Es cierto que, como comenta Andrés Trapiello, «parece ocurrirle a J. R. J. como a esos niños hiperactivos cuyas neuronas conducen solo ideas en un sentido, hacia adelante, no hacia atrás: en él incluso el ansia de corregir no es en realidad sino un ansia de crear algo nuevo, y así vivió siempre una fuga permanente de ideas, de proyectos, de imposibles». Sin embargo, no es menos cierto que, al menos en el caso de Historias, parece haber en Juan Ramón una última voluntad de permanencia: fijar, tras años de recreaciones, el libro escrito en Moguer, fijarlo para no perder la vida, esa vida que, sin embargo, ya está próxima a agotarse. Juan Ramón lo dispuso todo para que Historias se publicara y, sobre todo, para que perdurara en una única versión, porque Historias tenía una importancia que iba más allá de lo poético, porque tenía y sigue teniendo para su sobrina nieta un valor sentimental por ser, en palabras de Hernández-Pinzón, el libro «con mayor implicación personal».

Historias de Moguer

Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí en la Universidad de Puerto Rico. Fotografía: Cordon.

En 1905, Juan Ramón Jiménez regresa a Moguer decepcionado de Madrid, tal y como le confesaría a un amigo: «Yo aconsejaría a usted como buen compañero que no viniera a esta corte podrida, donde los literatos se dividen en dos ejércitos: uno de canallas y otro de… maricas». Madrid, sin embargo, volvería a ser su ciudad a partir de 1913, aunque no dudará en afirmar años después, a lo largo de una entrevista: «Yo no decidí venir a Madrid. Fue por el sentimiento de universalidad; ese centralismo de España… España posee un centralismo fatal. El que quiera leer, le atraigan los museos, las exposiciones… ha de venir a Madrid. Y eso hice yo: salí de mi tierra para unir el sentimiento mío, andaluz, con lo universal. Porque el que quiere en España oír conciertos, saber cuánto se pinta o ver la bailarina famosa, ha de acudir al centro… Pero yo vuelvo, vuelvo constantemente [a Andalucía], más que nada por el léxico; porque yo entiendo que allí se construye mejor que en ningún lado la sintaxis».

Más allá de esa relación complicada con la capital, lo cierto es que su regreso a Moguer en 1905 era algo más que la huida de la ciudad y de sus cenáculos literarios; regresar a Moguer significaba, y el tiempo acabó dándole la razón, repensarse como poeta. En efecto, los años que van de 1905 a 1912 no solo fueron los más prolíficos, sino que supusieron el nacimiento de un poeta nuevo, un poeta que empieza a distanciarse de los «excesos» modernistas y se aproxima cada vez más al ideal de la poesía pura. La poesía, versificaría tiempo después Juan Ramón, «vino, primero pura, / vestida de inocencia; / y la amé como un niño. / Luego se fue vistiendo / de no sé qué ropajes; / y la fui odiando sin saberlo», hasta que al final «se quedó con la túnica / de su inocencia antigua. / Creí de nuevo en ella. / Y se quitó la túnica / y apareció desnuda toda. / ¡Oh pasión de mi vida, poesía!». En aquellos años, comenta Fernández Berrocal, «el poeta empieza a mostrar cansancio por la impronta modernista y abre un tiempo nuevo en su poesía más vital, libera el verso y mira hacia lo popular; hacia el paisaje y la belleza trascendente». Historias se encuentra precisamente en medio de este lento deslizarse poético, «sus versos tienen ecos del Romanticismo más simbolista, de un decadentismo depurado pero enraizado aún en el modernismo rubeniano y en la estela intimista de Bécquer», prosigue la editora, «es una poesía que evoluciona hacia una expresión más adelgazada, cada vez más libre de retórica».

Rubén Darío, como recuerda Juan Guerrero Ruiz, seguirá siendo una de las principales influencias de Juan Ramón, que nunca renegará poéticamente del maestro. Sin embargo, al llegar a Moguer, tras pasar una temporada en París antes de abandonar definitivamente Madrid, Juan Ramón trae en la maleta nuevos poetas, la mayoría franceses, como Verlaine o Laforge, pero también el belga Van Lerberghe y, sobre todo, el italiano Giovanni Pascoli, cuya teoría del «Fanciullino» tendrá una notable influencia en la mirada poética de Juan Ramón: de la mano del poeta italiano, la infancia y, en concreto, el niño se convertirán en metáfora de una poesía pura, depurada de toda retórica. Con sus nuevos poetas, Juan Ramón piensa en una poesía que todavía tiene que llegar; antes que mirar hacia atrás, mira hacia adelante y ese adelante es, a partir de 1905, Moguer: «Me atraen más, al contrario que a Montaigne, los libros nuevos que los viejos, los cuadros modernos que los antiguos, la música actual que la pasada […] Estando en lo pasado, el presente se nos va. Y mientras posamos los ojos en la belleza que se fue, se pasa la belleza presente». Y la belleza la encuentra en aquello que le rodea: se trata de una belleza dura, una belleza que duele, porque el Moguer que encuentra a su vuelta es un Moguer depauperado, pero la depauperación no es solo social y económica, sino también emocional. El vaciamiento emocional de toda alegría se expresa poéticamente en los versos que el poeta dedica a su sobrina, muerta prematuramente. A ella dedica los poemas reunidos en Historias, bajo el título de «La niña muerta»:

¿Eres la brisa
que se acuerda de mí? ¿La rosa aquella
que un instante me olía
a no sé qué de ti o aquella mariposa
que tenía tu gracia fugitiva?

Se están todos riendo…
Mi corazón doliente no te olvida.
Para jugar contigo, muerta y sola,
Se hace como una niña…

Está pensando en ti. No quiere
Jugar… la tarde lírica
La va dejando en sombra en un rincón
Como a tu sombra blanca y escondida

Ella, la niña muerta, era María Pepa Hernández-Pinzón Jiménez y a ella está dedicada la tercera parte de Historias, que se abre con «Historias para niños sin corazón», una serie de poemas, puede que los más sociales dentro de la obra juanramoniana, dedicados a los niños «raros», aquellos que, como el propio poeta, no pocas veces tildado de loco, eran dejados de lado, viviendo o sobreviviendo en los márgenes. Allí está la niña coja…

Señor, la niña coja
ha salido esta tarde de la tierra,
la pusimos en un mar de nardos
sobre una caja blanca.

Ella
Dijo, al cerrar los ojos, que se iba
al cielo en donde vuelan
las niñas cojas

Aquí están,
Señor, sus dos muletas;
mirad, parece que ha volado
de ellas la primavera…

No, no le deis dos alas,
dadle dos bellas, dos redondas piernas

Juan Ramón «tuvo predilección por los niños durante su vida, le unía a ellos una especial sensibilidad», escribe la editora en el prólogo, pero, más allá de su predilección, los niños representaron para el poeta una forma de mirar. Su mirada era y debía ser la mirada del poeta, como había escrito, tiempo antes, Pascoli: «Quando fioriva la vera poesia; quella, voglio dire, che si trova, non si fa, si scopre, non s’inventa; si badava alla poesia e non si guardava al poeta; se era vecchio o giovane, bello o brutto, calvo o capelluto, grasso o magro: dove nato, come cresciuto, quando morto». La mirada infantil, una mirada panteísta, aquella que descubre, pero no inventa —diría Pascoli— recorre todos los poemas de Historias, también en aquellas dos secciones, «Otras marinas de ensueño» y «El tren lejano», donde los niños de Moguer ya no son los protagonistas. Sin embargo, allí está esa misma mirada poética, la mirada que el lector vuelve a encontrar en Platero y yo y que llega hasta Diario de un poeta recién casado, cuando la poesía juanramoniana da un nuevo giro, aunque sigue ese lento desvestir retórico.

«El viento limpio pasa delante de la luna. / Da la una en mi torre celeste y plateada. / Silencio. Soledad. El que haya llegado, /estará entre los brazos de la que lo esperaba», escribe Juan Ramón. Sus versos parecen describir aquellos años en Moguer; fueron años de aislamiento con respecto a la bulliciosa vida intelectual de Madrid, pero no con respecto a aquello que le rodeaba. Juan Ramón, subraya Rocío Fernández Berrocal, nunca fue un poeta encerrado en su torre de marfil. «Usted va por dentro», le diría Rubén Darío, consciente de que Juan Ramón «se aislaba de los hombres, pero no del hombre». Su mirada se dirigía precisamente allí, a la experiencia de ser, de existir. Su atención a los niños más débiles era la atención al ser humano más desvalido y, al mismo tiempo, la crítica más dura a aquellos niños, pero también a aquellos adultos, «sin corazón», los que no optan por la compasión y el amparo, sino por el desprecio y la exclusión. Sin lugar a dudas, en Juan Ramón Jiménez estaba el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza y las conversaciones que había mantenido en Madrid con Francisco Giner de los Ríos; pero también estaba una poética: la «ética estética». Para Juan Ramón, escribe Trapiello, «no es posible una estética sin una ética en que sostenerse. Primero la persona, luego la obra; sin persona no hay obra, sin decencia puede haber obra, pero no poesía. Esa exigencia fue, acaso, la morada en la que él mejor se encontró».

Historias descubre a este Juan Ramón Jiménez, a ese poeta cuyo retrato todavía resta incompleto, aunque sus facciones cada vez resultan más claras a sus lectores.

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5 Comentarios

  1. No es de Noguer, si no de Moguer.

  2. Moguer, provincia de Huelva

  3. Bonito artículo

  4. Pingback: Novecentismo y vanguardias – La Vida en Verso

  5. Pingback: Novecentismo y vanguardias (4ºESO) – La Vida en Verso

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