«Hola, somos Gabinete Caligari y somos fascistas». La escena es antigua, pero el afán provocador sigue intacto y por entonces, además, tenía mucho sentido. A principios de los ochenta, Jaime Urrutia, Ferni Presas y Edi Clavo quisieron abrir así su primer concierto en el Rock-Ola, pero no todos les bailaron el agua. Urrutia admitió muchos años después que aquella sentencia inaugural les trajo más problemas de los deseables; tanto es así que a su siguiente actuación fue a tomar nota el crítico del diario ultraderechista El Alcázar (el titular: «Música para las camisas negras de Mussolini»), aunque nada comparado a las amenazas de bomba que recibían cuando subían a tocar al País Vasco. El artífice en la sombra de tanta performance era, quién lo diría, un escritor. Eduardo Haro Ibars —autor malogrado y olvidado donde los haya— un día entonaba el «Cara al sol» en un concierto de Lluís Llach y otro bramaba «¡fascistas!» a los grises: todo valía en su vindicación de vivir como quería en una época en la que la represión posfranquista aún tenía coletazos por dar. Las suyas eran travesuras políticas; también lo fueron los «insultos, patadas y tirones» que recibía a cambio, según cuenta J. Benito Fernández en la biografía que le dedicó (Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído), pero eso es justicia poética también.
El asunto es que antes de Ejecutivos Agresivos y de Gabinete Caligari, Jaime Urrutia tocó en Gelatina Dura, un grupo que compartía con Ferni, Eduardo Haro Ibars y Eugenio, hermano de este último, que un poco más tarde pasaría a formar parte de Glutamato Yeyé. Haro Ibars, mayor que ellos, los reclutó en 1977, cuando aún estaban en el instituto. Dieron pocos conciertos, pero les dio tiempo a que Jesús Ordovás los reseñara en Disco Express. Gelatina Dura fue en realidad un fondo o contexto musical para los poemas surrealistas de Haro Ibars, pero la colaboración entre Urrutia y Haro no acabó ahí, como así discurrió la de otros escritores y músicos durante los años de la movida, cuando la literatura tuvo un papel menor, que no inexistente, como bien ha demostrado Germán Labrador en su libro Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la Transición española (1968-1986).
Algunos escritores firmaron por esos años canciones en ocasiones sobradamente más conocidas que sus propias obras literarias, publicadas en editoriales subterráneas como La Banda de Moebius o Ediciones Libertarias, hoy extintas o convertidas en otra cosa. Un buen ejemplo es Xaime Noguerol —a quien ahora solo podemos leer en su columna del diario La Región—, quien durante finales de los setenta y principios de los ochenta escribió dos documentos poéticos capitales para comprender el discurso crítico contra el hedonismo amnésico de aquellos años: Irrevocablemente inadaptados (1978) y Extraños en el escaparate (1980). Como letrista, colaboró con Panzer, Cucharada, Banzai, Burning, Luz Casal y Miguel Ríos, entre otros. Para este último y Banzai escribió sobre los peligros del desencanto y la heroína («No montes ese caballo», «Generación límite», «Extraños en el escaparate») justo cuando esta sustancia comenzaba a hacer estragos entre la población española más joven; situación, por otro lado, favorecida por la desinformación propagada desde el Estado y los medios de comunicación: solo hay que recordar el célebre «¡Rockeros, el que no esté colocado que se coloque, y al loro!» de Tierno Galván o la despenalización de la tenencia de drogas en la reforma del Código Penal de 1983 realizada por el Gobierno socialista después de haber perseguido de forma férrea el tráfico y consumo de todo tipo de drogas. Pero sin duda su gran aportación —o al menos la más popular— recayó en Burning: letras de canciones tan emblemáticas como «No es extraño que tú estés loca por mí» o «Mueve tus caderas» le deben bastante a Noguerol, un beatnik que conectó con el compromiso de Miguel Ríos y los ritmos del rock de extrarradio, más próximos a él que el espíritu posmoderno que dominaría la movida con «Bailando», de Alaska y los Pegamoides, como punto de inflexión.
Otra conexión importante —aunque finalmente fallida— fue la de Leopoldo María Panero con un jovencísimo Santiago Auserón, por entonces cabeza visible del colectivo Corazones Automáticos (escribía bajo este seudónimo en Disco Express con su hermano Luis). Se conocieron, según apunta J. Benito Fernández (que también escribió la biografía del mediano de los Panero) en el bar El Figón de Juanita, donde se daba cita mucha de la intelectualidad de la época, aunque aún no lo fuera del todo (algunos nombres: Javier Barquín —ácido escritor y periodista que llegó a publicar en El País, Madrid me mata o La Luna de Madrid)—, Juan Manuel Bonet, Eduardo Haro Ibars, el periodista Eduardo Bronchalo, el cineasta Adolfo Arrieta o el referente de la renovación de la pintura española Miguel Ángel Campano). Se entendieron bien porque el músico había llegado de París, donde cursaba estudios de Filosofía y Letras, fascinado por Artaud y su teatro de la crueldad. Intercambian conceptos del pensamiento de Deleuze —Auserón asistió a sus clases en La Sorbona— y de Artaud, y surge un proyecto. Panero había empezado a traducir los poemas del veronés Cayo Valerio Catulo y el cantante tenía la idea de grabar un disco con las letras del poeta latino traducido por Leopoldo María Panero. Cuenta Fernández que, aunque tras este encuentro Panero persiguiese afanosamente al músico, «todo quedó en nada». Pero no acabaría ahí la complicidad: Panero escribe —en su columna en ABC del 11 de junio de 1988— sobre La canción de Juan Perro, el disco con el que la formación daba un año antes el salto a Latinoamérica, en concreto sobre la canción «Anabel Lee», una adaptación del poema homónimo de Edgar Allan Poe que Panero había traducido e incluido en su libro Last river together, publicado en 1980. El poeta novísimo se siente tan unido a Santiago Auserón como lo expresa en su artículo:
Ese nombre, sí, ese epitafio obsesivo que hoy nos une a ti y a mí, no sé si para un hoy, para un presente que tiene más virtud que el mañana, mi querido Santiago Auserón.
Y si nos temen, qué mejor, para estar solos en nuestra propia casa, que es la casa del miedo.
(Panero, 1988).
Más adelante, en 1994, cuando Luis Auserón graba En la cabeza —su primer disco en solitario—, «incluye una canción a partir del poema «Spiritual-I» de Panero y una versión de «Francisca» de Ezra Pound traducida por ambos», según apunta Germán Labrador en su libro Culpables por la literatura.
A Luis Alberto de Cuenca, por su parte, fue su amigo Fernando González de Canales (a quien dedica su brevísimo poema «El mensajero», del libro Elsinore) quien lo introdujo en la movida; algo casi insospechado para un hombre que en 1979 tenía «veintiocho años cumplidos, un hijo de tres, una tesis doctoral y un montón de artículos filológicos a las espaldas, una plaza de número en el CSIC y tres libros de poesía publicados» y que, según sus propias palabras, se sentía «viejo y cansado de verdad en aquella época», como indica en un texto que escribió para el catálogo de la exposición que la Comunidad de Madrid organizó en 2007 en torno a la movida. Con Fernando González de Canales frecuentaba el Rock-Ola, La Vía Láctea o la librería Moriarty; fue él quien le presentó a Javier Gurruchaga y quien provocó que colaborase en La Luna. Admite que la movida le influyó de lleno, pues escribía poemas por esos años «que no se parecían en nada a los anteriores y que, en plan coloquial pero sin renunciar al clasicismo, dialogaban con lo que estaba sucediendo ahí fuera», como los versos del «Soneto del amor oscuro»:
La otra noche, después de la movida
en la mesa de siempre me encontraste
y, sin mediar palabra, me quitaste
no sé si la cartera o si la vida (…).
Entre los años 1980 y 1985 escribió hasta cincuenta canciones para la Orquesta Mondragón, el grupo liderado por Gurruchaga. Con él, las canciones de la banda se tornaron más ligeras y humorísticas, sin dejar de ser incisivas; entre ellas figuran algunas destacadísimas como «Soy especial», «Lola, Lola» y «Caperucita Feroz».
Hundida y derrocada la movida, ya en 2011, Luis Alberto de Cuenca vuelve a aventurarse en el rock al colaborar con un habitual de aquellos años: Loquillo. Ya sin sus Trogloditas, conformó su disco Su nombre era el de todas las mujeres con poemas del poeta madrileño musicalizados, que muestra a través de la música sus dos versiones: la banal o ligera y la otra, que ha marcado buena parte de su producción «más seria» y que no por ello deja de ser muy adaptable a los géneros de la canción popular: solo hay que escuchar la irreverente «Political incorrectness» (que se puede leer en La vida en llamas), incluida en el álbum y no exenta de polémica (aunque no tanta como «La mataré»), para comprender su profunda intención ideológica, precisamente por reflejar varios tópicos arrumbados y convertidos en atrocidades por la posmodernidad. Todas estas composiciones (tanto las que hizo para la Orquesta Mondragón como para Loquillo) han sido recopiladas por el propio autor en Todas las canciones, un libro editado por la editorial Visor en 2015.
De Cuenca no fue el único poeta que trabajó para la banda de Javier Gurruchaga. Antes de él estuvo Eduardo Haro Ibars, quien escribió para ella intensa aunque discontinuamente. El primer resultado del tándem se encuentra en el disco Muñeca hinchable. De sus doce canciones, siete llevan la firma de Haro Ibars: «Pasen y vean», «Ponte la peluca», «Muñeca hinchable», «Porros de fresa y limón», «El hotel azul», «El hombre de los caramelos» y «Por favor, pon un muerto en tu motor». J. Benito Fernández apunta que «son un puñado de historias cargadas de humor negro, de letras mordaces y rociadas de sexo», muy en el tono de Haro. Para el segundo disco de la banda vasca, Bon Voyage, Gurruchaga solo aceptó dos: «Bon Voyage» y «La Bella y la Bestia», más elaborada y eduardiana. Vuelve en 1983, tras el fracaso del disco Bésame tonta, para escribir «La mosca» y «Hombre pequeñito» (del disco Cumpleaños feliz). Al año siguiente, para el álbum ¡Es la guerra! repetiría con diez canciones, entre las que se encuentran «¡Es la guerra!», «Enemigo público n.º 1», «Mira que esto se acaba» o «Perdiste el tren», con las que renuncia a las letras sórdidas al estilo Iggy Pop, que a Gurruchaga no le interesaban, y recobra el pulso de su humor ácido.
Por otra parte, la relación entre Eduardo Haro Ibars y Gabinete Caligari da para varias entregas. El primer poemario de Haro, Pérdidas blancas —que contenía el poema «El muchacho eléctrico», dedicado a los chicos Gelatina Dura y que años más tarde pasó a ser título del disco que Jaime Urrutia lanzó en 2005—, inspiró la canción homónima que Gabinete Caligari lanzó en el año 1983 dentro de su primer disco, Que Dios reparta suerte. Si Pérdidas blancas (el poemario) es «poesía moderna, irracionalista, novísima, que conecta directamente con el surrealismo y transmite la cotidianidad erótica del autor», según J. Benito Fernández, lo cierto es que la canción de Gabinete no es menos sugerente. Otro caso es la famosísima «Cuatro rosas», cuyo origen se encuentra en el poema «Four roses» que recitaba él junto a Gelatina Dura; aunque quizás la letra de Gabinete Caligari más respetuosa con su texto original sea «Pecados más dulces de un zapato de raso», poema de Haro Ibars que la banda incluyó en Camino Soria.
Pero sin duda la mayor contribución al pop español de Haro Ibars —así, en general y a boca llena— es su libro Gay Rock, un ensayo pionero publicado en 1975 por Ediciones Júcar, que trajo a España letras traducidas de Lou Reed, David Bowie, Marc Bolan, los Rolling Stones o los New York Dolls. Alaska lo leyó antes de fundar Kaka de Luxe y decidió rebautizarse como la protagonista de «Caroline says II» del disco Berlin, de Lou Reed. Hoy de él nadie se acuerda.
It’s so cold in Alaska…
En el artículo hay varios errores garrafales: se pretende hacer creer que el primer disco de Santiago Auserón es «En la cabeza», cuando dicho disco es el debut de Auserón… pero de su hermano Luis. Y «El muchacho eléctrico» de Urrutia no es ningún recopilatorio.
Jope, Alaska leyó el libro, y se puso ese nombre…es parte de la historia de España, de la cultura de nuestro país en los últimos 35 años o así.
Erupto inodoro de pijos recalcitrantes, así definió «la movida» Vladimir Vladmirovich, Putin. O lo hubiera hecho de haber vivido en Madrid y no en Dresde.
«No montes ese caballo» se llama en realidad «Un caballo llamado muerte».