Hay días que al escribir hago trampas.
No nos engañemos, me gusta escribir. Es algo que llevo haciendo de forma casi compulsiva desde hace más de una década. Es algo parecido a una terapia. Me gusta explicar la realidad; a menudo, es la única forma de entenderla. Por supuesto, no soy lo suficientemente neurótico como para que no me importe la audiencia, así que mis peroratas están escritas para que las lea alguien.
Hay días que no escribo solo por el placer de explicar una historia, una teoría o un suceso determinado, sino que lo hago para tratar de convencer o movilizar a la audiencia. No soy un iluso; sé que muy poca gente cambia de opinión tras leer un artículo, en no poca medida porque todos tendemos a leer aquello que ya nos da la razón. Lo que sí puedes hacer con un buen escrito, sin embargo, es hacer relevante para el lector algo que antes no lo era, moldear cómo afronta un problema o, excepcionalmente, conseguir que al menos entienda el punto de vista de alguien cuya opinión no comparte.
Es en estos artículos, sobre todo cuando es para algo importante (léase: para lo que me pagan), donde hago trampas. Es relativamente sencillo escribir una diatriba a favor o en contra de un tema cualquiera, o un argumentario con cinco razones por las que el Gobierno debería hacer algo bueno y maravilloso, pero construir un texto que sea efectivo, convincente y lleve a los lectores a alguna parte requiere algo más de trabajo. Los artículos que mejor funcionan, en realidad, tienen a menudo una estructura un tanto contraintuitiva, y escribirlos requiere cierta organización previa.
La mayor tentación al escribir un artículo para convencer a alguien es empezar explicando lo erróneas que son las ideas de tu adversario. El formato varía según la calidad del columnista y su propensión a los hombres de paja, pero en general consiste en explicar qué ha hecho o dicho su contrincante, intercalando comentarios sobre lo ridículo, torpe o irracional que es todo el asunto.
A primera vista, parece una estrategia argumental coherente: esto es un debate, y lo que uno tiene que hacer es demostrar que el otro lado está equivocado. En realidad, sirve de bien poco, aparte de darles espacio en tu columna a las ideas de tu oponente, hacer que los que están de acuerdo con él internalicen sus ideas y se pongan a la defensiva, y forzar que tu argumentación se haga sobre la base de las premisas de tu oponente, no las tuyas. Si empiezas un artículo rebatiendo la idea de que los millonarios se van a largar del país si subes los impuestos, por ejemplo, lo único que estás haciendo es aceptar que la premisa que debemos discutir es sobre si pagamos demasiados impuestos, no sobre cómo mejoraremos la educación, infraestructuras o lo que sea con el dinero recaudado.
Un artículo persuasivo, por tanto, debe evitar empezar con una negación. Eso no implica que deba empezar siendo afirmativo; la segunda tentación a evitar es escribir de entrada directamente sobre nuestras propuestas, medidas e ideas de futuro sin dotarlas de ningún contexto. Si estoy escribiendo un artículo sobre educación, por ejemplo, es fácil empezar a hablar todo entusiasmado sobre la necesidad de abrir nuevas escuelas y guarderías. Es fácil hablar de sanidad y encharcarse en una lista de medidas de salud pública para reducir las listas de espera. Aunque esto es ligeramente mejor que explicar los argumentos de los que se oponen, tiene el inconveniente de, primero, ser aburrido y, segundo, dejar por qué debe importar la materia tratada en un segundo plano. Es habitual escuchar a políticos o leer editoriales anunciando una medida con copioso detalle, y explicar el motivo en segundo lugar, cuando ya nadie presta atención. La estructura de «hechos primero, justificación después» parece lógica, pero pierde a la audiencia.
La estrategia más efectiva si queremos ser persuasivos no es empezar negando, ni explicando, sino abrir el artículo hablando de valores. Empezaremos por lo abstracto, explicando qué queremos conseguir, cuáles son las motivaciones que nos llevan a intentar solucionar el problema. Hablaremos sobre cuál es nuestro objetivo, y qué principios morales justifican esta causa. Al hacer esto, estaremos apelando a aquellas ideas y valores que tenemos en común con el lector. Es una forma de darle la bienvenida, evitar que se ponga a la defensiva y buscar que empatice con nuestro argumento.
Esta apelación a los valores comunes puede ser abierta y directa, diciendo poco menos que estamos a favor del bien y en contra del mal, o puede ser más sutil. Un ejemplo de la versión más directa, si se me permite la autocita, es empezar diciendo algo parecido a esto:
«Cataluña debe aspirar a ser un país próspero, tolerante, moderno y abierto al mundo; un lugar en el que todos sus habitantes tengan acceso a las mismas oportunidades, sin miedo a privaciones, marginación o pobreza».
El artículo es una polémica contra el independentismo, pero la premisa no es que algún secesionista irresponsable ha dicho una tontería que debe ser rebatida de inmediato. El punto de partida del artículo es que todos queremos que Cataluña sea un lugar mejor, y mis objeciones a la tontería pronunciada por algún secesionista irresponsable se basan en que quiero lo mejor para el país, no en si España nos roba o no nos roba. Por supuesto, el nacionalista catalán en cuestión no estará demasiado impresionado por el hecho de que quiera que las cosas sean buenas, pero el debate será sobre cómo hacer que el futuro sea mejor, no sobre la maldad de Mariano Rajoy.
Aunque ser directo a veces ayuda, a menudo es más efectivo ser un poco más sutil poniendo nuestros valores sobre la mesa. Me autocitaré, otra vez, con un artículo de Jot Down sobre pobreza de hace un par de años que fue bastante comentado.
El texto empieza no con una declaración de principios, sino con una anécdota. Explico, en primera persona, el proceso de hacer el papeleo con alguien que quiere pedir ayudas sociales. La historia es real, por supuesto; aún me hace temblar cuando pienso en ella. En el contexto de este artículo, sin embargo, su función no es narrativa; mi objetivo no es explicar esta historia, o hablar sobre el estado de bienestar en Estados Unidos, o extrapolar de una anécdota medidas sobre cómo debería funcionar el mundo. Lo que estoy haciendo, de forma más o menos efectiva, es buscar que el lector comparta conmigo la idea de que la pobreza genera sufrimiento, y que es algo que a menudo vemos con condescendencia. No es un argumento político, no estoy criticando a los ricos por tolerar a los pobres, ni estoy haciendo una lista de medidas para combatir la pobreza. Es una pura apelación sentimental y ligeramente tramposa a la decencia del lector.
Esta clase de apelaciones a valores comunes no tienen por qué ser necesariamente sensibleras. También se puede apelar a experiencias compartidas, como en este artículo sobre comercio en Barcelona (me voy a autocitar mucho hoy), o incluso apelar al hartazgo del lector. En este artículo, el punto de partida es una anécdota de un presidente de la Primera República que se hartó de la clase política, porque la idea común que quiero utilizar como punto de partida es que los políticos son un desastre. Construir esta clase de introducciones más indirectas es más difícil; hay que ser un poco más creativo, ser cuidadoso con la historia, ya que la interpretación de una anécdota es a veces ambigua. Cuando funcionan, sin embargo, las introducciones indirectas pueden ser mucho más efectivas.
Tenemos, entonces, la empatía del lector, o al menos su atención. Es ahora cuando hablaremos del problema, del conflicto que queremos solucionar. Explicaremos como estos valores, estos principios, estos nobles objetivos que nos hemos marcado (un país próspero, eliminar la pobreza, una ciudad con encanto, paz social) no están funcionando en la práctica. Aquí es donde haremos un listado de todos los desastres que nos están preocupando.
De nuevo, es fácil caer en la tentación de querer rebatir la lógica del rival, pero ese no debe ser nuestro objetivo. Lo que queremos hacer es describir por qué el estado del mundo no es aceptable bajo el punto de vista de los valores compartidos que tenemos con nuestros lectores o audiencia. No haremos una descripción de por qué las estrategias de los partidos de derechas para combatir la pobreza son erróneas, sino que hablaremos sobre por qué el hecho de que haya pobres es algo contrario a lo que creemos que es decente y moral. No queremos discutir sobre el derecho de autodeterminación, sino por qué el derecho de autodeterminación no hará que los habitantes de Cataluña sean más felices.
Todas nuestras críticas, quejas y ataques a enemigos, adversarios y rivales se harán sobre la base de nuestros valores y nuestros objetivos, no de sus argumentos. Por el camino seguramente construiremos algún hombre de paja, pero esto es un guerra por la opinión pública, no un club de debate. Nuestro punto de partida será siempre las dos o tres ideas del primer párrafo que guían nuestras convicciones e indignación, no buscar agujeros lógicos en argumentos ajenos.
Esta sección será a menudo la más larga del texto, y también requiere cierta disciplina. Los académicos tienden a irse por las ramas, explicando teorías y mecanismos causales, o inundando el texto de datos. Ambas cosas pueden ser útiles, pero siempre que sean al servicio de explicar por qué nuestros valores están en jaque. Los escritores a menudo caen en esta sección o en un excesivo amor por explicar historias y anécdotas o en el lirismo, haciendo el artículo demasiado íntimo o demasiado épico. Los comediantes tienen la tendencia de caer en el sarcasmo, convirtiendo la indignación en cinismo. Un buen artículo para convencer lectores explicará por qué suceden las cosas, evitará caer en lo cursi y no dará muestras de desaliento, siempre buscando un cierto equilibrio.
La tercera parte del artículo, finalmente, es cuando hablamos de soluciones. Esto, aunque parezca mentira, es la parte menos importante del artículo; si en el esquema de valores-problema-solución una de las piezas anteriores ha fallado, lo que se diga aquí será ignorado completamente.
En realidad, la mayoría de problemas ahí fuera son políticamente complicados pero técnicamente sencillos. Sabemos cómo redactar Constituciones y legislar sobre referéndums. Un sistema federal o un sistema de financiación es algo complejo, pero una vez sabemos lo que queremos es cosa de meter politólogos, contables y abogados. Tenemos mucha evidencia empírica sobre qué programas funcionan para combatir la pobreza, y sabemos con relativa certeza qué tienes que hacer para que una ciudad sea adorable y peatonal. La parte difícil, en todos estos casos, es ponerse de acuerdo sobre qué clase de Estado queremos, cuántos pobres queremos tolerar o qué modelo de ciudad queremos, y construir una coalición estable con suficiente poder como para llevar esa solución a la práctica. Si tienes un acuerdo decente sobre qué es importante y cuáles son los problemas del mundo, el resto es relativamente sencillo. La sección del artículo, charla o discurso que está intentando arreglar esta parte del problema antecede a las soluciones, y es a la que debemos dedicar más tiempo y atención.
¿Son esta clase de estrategias para armar discursos infalibles? Obviamente, no. La identificación partidista y la ideología son a menudo completamente impermeables a cualquier intento de persuasión. Tu público, al hacer estas cosas, acostumbra a ser un reducido número de indecisos o gente que no era consciente de que algo es un problema. A menudo, si los «suyos» se oponen, eso bastará para que vuelvan a cambiar de opinión.
A los que nos dedicamos a la comunicación nos gusta pensar que a veces un buen argumento puede cambiar las cosas, aunque sea de vez en cuando. Raramente es suficiente para hacerlo, pero nunca viene de más.
Me ha encantado Roger.
Unas reflexiones realmente interesantes. Y, debo añadir, que siendo yo un politólogo liberal-conservador que lee con interés la gran mayoría de sus artículos, también son acertadas.
Porsupuesto, discrepo de usted en muchos temas, pero a intervalos regulares suelo encontrar informacion o argumentos en sus escritos que «matizan» mi visión de la realidad. Así que gracias y felicidades, supongo.
¡Eres un crack! Muchas gracias por este artículo :-)