Quizás los nombres de Jean Michel Basquiat, Keith Haring o Kenny Scharf no les digan nada, pero fueron tres de los grafiteros más famosos del siglo pasado. Con seguridad habrán visto decenas de veces sus obras en revistas, películas de Hollywood, camisetas, tazas, o recuerdos de museo. Basquiat, muy amigo de Andy Warhol, falleció en 1988 —a los veintisiete años—, a consecuencia de su adicción a la heroína, una sobredosis le arrancó la vida; Haring murió —con treinta y dos años— por complicaciones derivadas del sida que padecía en 1990; por suerte para sus fans y para él mismo, Scharf, enamorado de Los Picapiedra de Hanna-Barbera, rompió la mala racha de sus colegas y continúa vivo, trabajando en coloridos proyectos sobre paredes y museos a sus nada desdeñables sesenta años.
¿Talento artístico o vandalismo? Mi profesor de arte contemporáneo les diría que todo depende de la voluntad del creador —con minúscula—; pero los límites del street art en cualquiera de sus manifestaciones: grafiti, fanzines, guerrilla TV, performance, Net.Art… se diluyen hasta la polémica más feroz. La batalla se libra entre detractores intransigentes que solo advierten pintadas salvajes, o acérrimos defensores que presumen de conocer una forma de arte exquisito, con un toque subversivo, un aderezo urbano y, en más de una ocasión, un claro tufo a ilegal.
Pero, ¿qué mueve a alguien a pintar sobre una pared? Sorteando las mágicas pinturas rupestres de las catedrales prehistóricas y plantándonos de un colosal salto en cualquier plaza de la antigua Roma, habría que preguntarle la intención a esos primeros grafiteros documentados por la historia; aquellos ciudadanos romanos que rayaban las paredes —el término «grafiti» proviene precisamente del italiano «graffiti», y este del latín «scaripharei», rayar con un punzón una superficie— para dejar inscripciones o marcas, a menudo satíricas en contra de la autoridad de turno; anuncios de diversos servicios, no siempre pudorosos; o simplemente grabando notas poco ingeniosas del tipo «Marco estuvo aquí». La versión moderna del grafiti que se puso de moda en los años sesenta, y debió impulsar la industria de los espráis de pintura, no se aleja demasiado en su esencia de la del Imperio. Con distintos medios pero similares motivaciones y, siendo justos, sublimándose para convertirse en algunas ocasiones en legítimas obras de arte. Desafortunadamente, limpiar todo lo que no es arte supone a los ayuntamientos un montante considerable, dinero que se podría dedicar a cuestiones más sustanciales que lustrar firmas rocambolescas, o eliminar la versión actual del «Marco estuvo aquí»… pura trascendencia.
Dicen los antropólogos que cuando todas nuestras necesidades básicas se encuentran satisfechas, comienzan a florecer los menesteres espirituales y de autorealización. Entre todos ellos, la búsqueda de la trascendencia es el pináculo de las aspiraciones del ser humano, una forma de comunicarnos íntimamente con quienes no pertenecen a nuestro tiempo —lo que Marco quiso hacer con su arqueografiti—. Muchos la comparan, con permiso de Abraham Maslow, con una estrella centelleante en el vértice de su popular pirámide, coronándola, por encima del respeto, el amor o la amistad, la creatividad, e incluso por encima de la moralidad o la ética. Algo que no tiene precio.
Puestos a cuantificar esta búsqueda de sobrevivir a los tiempos, podríamos preguntarnos cuál ha sido el grafiti más caro de la historia. No es necesario remontarse a la antigüedad clásica, los tiempos de los panteones hindúes, o de los palacios renacentistas. A penas hay que viajar unos años atrás, justo cuando los grafiteros Basquiat, Haring y Scharf salían de la escuela secundaria abrumados por mensajes publicitarios y con las caras pegadas a sus televisores observando boquiabiertos la carrera espacial. Por entonces el programa Apolo estaba en pleno apogeo y la NASA era una perfecta maquinaria de fabricar héroes genuinamente americanos: los astronautas, militares escogidos entre los mejores de los mejores. Audaces, templados, inteligentes y capaces de aguantar sin desmayarse en una endiablada centrifugadora humana, junto a otras muchas pruebas que ponían al límite sus aptitudes físicas y mentales, más propias de los superhéroes de la factoría Marvel que de los seres humanos.
En total hubo veintidós misiones Apolo, con treinta y dos hombres asignados a ellas, aunque solo doce de ellos llegaron a caminar sobre la superficie lunar son demasiados nombres como para poder recordarlos todos, salvo que se sea un auténtico friki de la National Aeronautics and Space Administration. Sin embargo, cualquiera que sea medianamente veterano o haya leído un par de libros recordará la tripulación del Apolo XI, la primera en pisar la Luna: Neil Armstrong, Edwin E. Aldrin, apodado Buzz, (como Buzz Lightyear de Toy Story) y Michael Collins, que no alunizó, pues era el encargado de llevar de vuelta a casa a sus compañeros de viaje. Sus imágenes llenaron los informativos y las revistas de medio mundo. Sus efigies aparecieron en sellos postales, pósters, banderines —también en camisetas y tazas de museos— y con sus nombres se construyeron colegios, rotularon calles e institutos de investigación. ¿Qué fue del resto de astronautas? Andrew Smith, en su libro Moondust —editado en España por Berenice con el título Lunáticos—, narra muchas de las luces y las sombras que acompañaron a los intrépidos moonwalkers al regresar a la Tierra. Y es que ¿a dónde más puedes ir una vez que has estado en la Luna?
Mucho menos célebres fueron los componentes del Apolo XVII, la última misión del programa Apolo: el comandante Eugene Cernan, Ronald Evans —el único científico que ha pisado la Luna—, y el piloto Harrison Schmitt. El comandante Cernan, Gene como solían llamarle, fue el último hombre que puso un pie nuestro satélite. Gene era tremendamente competitivo, un americano auténtico de padre eslovaco y madre checa, un hijo único nacido en Illinois —la mayoría de los astronautas eran hijos únicos o primogénitos—, con una carrera notable como piloto naval de los que aterrizaban reactores en diminutos portaaviones, ingeniero eléctrico, ingeniero aeronáutico y piloto de combate. A él se le atribuye la fotografía conocida como «la canica azul» donde la Tierra parece una preciosa y pequeña esfera de cristal. Tiene también el mérito de haber recorrido más de treinta kilómetros recogiendo muestras geológicas por la superficie lunar en el Rover. Por entonces estaba casado con la que fue su primera esposa, Barbara Jean Atchley, una encantadora azafata de Continental Airlines con la que tuvo una hija, Tracy. Gene le prometió a la pequeña que le traería una diminuta roca, algo que no pudo hacer a pesar de que cargaron con más de cien kilos de minerales; o un rayo de luna, algo que tampoco pudo atrapar por razones obvias. Pero el comandante de la misión Apolo XVII no volvió a casa con las manos vacías, le hizo el regalo más insólito que haya hecho cualquier padre a un hijo, en realidad cualquier ser humano a otro. Cuando, en mitad del lejano páramo alejó el vehículo para que pudiera grabar las imágenes del despegue, se agachó y con su dedo dibujó sobre el polvo lunar «TDC», las iniciales de su hija, Tracy Dawn Cernan.
El programa Apolo costó a los contribuyentes al menos veinticinco billones (americanos) de dólares del año 1972, mucho, muchísimo dinero. Los astronautas estaban perfectamente entrenados y seguían protocolos grabados a fuego para cada situación que se pudieran encontrar; pero ningún equipo de ingenieros reparó en la dimensión trascendental del ser humano. A Gene, sentado en el porche de Dios —según sus propias palabras— solo se le ocurrió hacer un grafiti con las iniciales de su pequeña Tracy a la que había prometido un rayo de luna. Podría haber escrito cualquier cosa, estaba completamente solo en el lugar más inhóspito que cualquier explorador haya visitado, y no escogió su nombre, sino el de la portadora de algunos de sus genes. Aun sin intención artística, hay quienes no pueden resistirse a garabatear sobre la arena húmeda; o, lápiz en mano, dibujar ensoñaciones sobre un papel. Conociendo que pronto volverán las olas a borrar los trazos efímeros y que el papel acabará en la destructora de la oficina. Sin embargo, el dibujo de Cernan habrá conseguido su objetivo trascendente. Cuando ni nosotros ni los hijos de los hijos de nuestros hijos estén en este mundo, el nombre de Tracy, gracias a la falta de fenómenos de erosión en la Luna, continuará iluminado bajo un perfecto firmamento por los siglos de los siglos. Mientras los jovencísimos Jean Michel Basquiat, Keith Haring o Kenny Scharf fantaseaban con pintar sobre los muros levantados por nuestra civilización, el último hombre en la Luna soñaba con Dios y dibujaba el grafiti más caro y lejano de la historia.
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Magnifico artículo que te da que pensar mucho sobre la atemporalidad del arte…
Enhorabuena.
Muy buen artículo, señor! Un emocionante viaje cósmico prescindiendo del tiempo y espacio, desde las cavernas de nuestros ancestros hasta ese afectuoso recuerdo sobre el polvo semi eterno de la Luna. Un gusto leerlo.
Excelente artículo, buen paseo gracias
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