Nos observaba sonriente y eso nunca es buen presagio. Fingíamos no verle.
En el círculo central del Madison Square Park terminábamos la sesión de fotos de una entrevista. Yo sujetaba el paraguas de luz, ella posaba y él disparaba. El extraño estaba clavado a unos cincuenta metros de nosotros. No reía, no se movía. Solo nos miraba sin discreción, empeñado en que fuéramos conscientes de su presencia.
Nosotros intercambiábamos nerviosismo levantando las cejas y apuntándolas hacia él. ¿Qué hace? ¿Cuánto tiempo lleva ahí? Los movimientos se volvieron urgentes y algo incómodos. Parpadeábamos en exceso, quizás por sabernos observados. Aunque lo desquiciante era su estatismo: confiábamos en que en algún momento hiciera algo. Lo que fuera. Que saludase, que mudase el gesto… o que desapareciera.
Pero el pelirrojo seguía ahí. Impávido. Con una mano en el bolsillo de los vaqueros y la otra tapando relajadamente la parte central de la boca. Las comisuras alzadas, dejando escapar aquella sonrisa turbadora. Parecía alguien que había encontrado exactamente lo que estaba buscando.
«Prohibida la presencia de adultos si no están acompañando a niños menores de doce años». A su espalda, se divisaba el cartel del parque infantil como un presagio turbio. Quizás en otro lugar, en otra ciudad que no acumulase el mayor porcentaje de chalados gritándoles a las nubes, el tipo podría pasar por algo más que un voyeur inofensivo.
Cuando empezamos a recoger los bártulos, se esfumó. O, más bien, perdimos de vista por dónde se nos estaba aproximando.
Una mano se posó suavemente en mi espalda y, de nuevo, la sonrisa. El extraño se tomó unos instantes para escrutar mi cara estupefacta, en silencio. «¿Qué quieres?», escupí. «Hola, no te asustes», dijo. Me pregunto si esa frase alguna vez ha conseguido lo que dice pretender. «Me habéis hecho pasar un buen rato mirándoos. Sois los únicos de la plaza que parecen estar disfrutando. Gracias». Aquello estaba atestado de neoyorquina normalidad: mujeres con tacones inclinadas sobre sus tuppers, hombres con portátiles en las rodillas, el trasiego de gente que lee mientras camina. Niños a la sombra del Flatiron. Enjambres de paloselfis paseando turistas. «De nada», piamos.
Nos ofreció su mano pecosa, que aceptamos con cautela y una sonrisa básica. Si dijo su nombre, no lo recuerdo. Noté un crujido en mi palma cuando me llegó el turno de estrechar. Había deslizado algo entre sus dedos y los míos. Un sobre blanco con un elegante lacrado rojo en una eme mayúscula. Por primera vez le miré directamente a los ojos. Tenía unas frondosas pestañas naranjas y blancas. «Léelo a solas», murmuró. Y se fue.
El sobre quedó hecho trizas en cuanto le perdimos de vista. Lo despedazamos como hienas ansiosas. Contenía una pequeña carta escrita en Times New Roman con doble interlineado. Apretamos las cabezas para leerla los tres a la vez:
¡FELICIDADES!
Debido a tu amabilidad hacia un extraño-pelirrojo, has sido invitado a La Cena del Misterio.
La Mysterious Mystery Society celebra esta cena mensual para diez personas, para así construir un tejido conectivo entre los subgrupos de Nueva York.
Como parte de eso, invitan a un extraño en veinticuatro horas. Ese extraño eres tú.
Sucederá esta noche, 27 de junio, a las 7:15 pm en un restaurante en el West Village.
La única regla es que no puedes decirle a nadie cómo has sido invitado. La cena será por cortesía nuestra.
Tienes cinco minutos para mandar un mensaje al XXX-XXX-XXXX o escribir a [email protected]
Sí, esto es real. No, no hay problema. Puedes hacer preguntas antes de comprometerse.
¿Serán todos pelirrojos en la cena? Qué excentricidad. Qué locura. Qué Manhattan resultaba todo. Qué estimulante y —para qué negarlo— qué difícil decidir si estaba más intrigada o halagada.Carcajada de alivio. Risotada de incomprensión y hombros elevados. Vistazos panorámicos en torno a nosotros para descubrir la ubicación de la cámara oculta. Recuento de enseres para descartar haber sido víctimas de un robo.
«¿Irás? El tipo tenía una pinta extraña».
Claro.
Masón, pelirrojo, idiota
Escribí al número indicado y me devolvieron al instante un SMS con una dirección de una cafetería de Chelsea que actuaría de «punto de encuentro». «¿Preguntas?», decía al final, junto a una carita sonriente. Por dónde empiezo. ¿Es mejor que pique algo consistente antes de ir porque vais a servir solo esos ridículos cuencos con crudités? ¿Habrá alguien que no sea pelirrojo? ¿Estará Damian Lewis? ¿Vaqueros o vestido? No he traído máscaras a Nueva York, ¿basta con el antifaz de dormir del avión? ¿Vais a matarme?
En realidad, solo me atrevo a preguntar si puedo ir acompañada. «No, lo siento. Pero no te preocupes». Otra frase que no consigue el efecto deseado.
Mis compañeros dicen que vaya y que lo escriba. Todo aquel con quien comparto una fotografía de la misiva misteriosa se chotea de la situación: que haga testamento, que vigile mis riñones, que no beba de nada que no se descorche en mi presencia, que vaya depilada. Yo me hago la interesante mandándoles la ubicación del lugar —que automáticamente pasa a apodarse «Ginger Mansion»— a un par de colegas de la ciudad, como si realmente temiera por mi seguridad y contemplara seriamente la posibilidad de ser socorrida. Siempre he anhelado ser protagonista de un thriller psicosexual noventero y esta parece la ocasión. Tendría título como de admonición materna: «Nunca hables con pelirrojos», o cualquier otro bodrio de aquellos que trataban de emular a Brian de Palma.
Toda esa inventiva colectiva fue tejiendo la narrativa imposible de la cena misteriosa. Podría, desde luego, tratarse de un elaborado y vulgar timo o de una herramienta de marketing de un nuevo restaurante con espectáculo. No era en absoluto descartable una encerrona del tipo La cena de los idiotas, a la que yo acudiera como el esperpento escogido por el tipo del parque. O —y esta era la perspectiva más estimulante y con más apoyo del público— un guateque a lo Eyes Wide Shut, repleto de sicalípticos redheads con túnicas de armiño. ¿Y si había sido convidada a una logia masónica? No era tan descabellado. Uno de los primeros resultados de googlear sobre la «Mysterious Mystery Society» fue un artículo del New York Times que profundizaba en la búsqueda activa de nuevos miembros de la logia de Nueva York. Según esto, el cuartel general está en la calle 23 Oeste con la Avenida de las Américas, a solo tres manzanas del lugar en el que me habían convocado. ¿Y si la crisis de vocaciones ha hecho que los masones anulen su desfasada política sexista? ¿George Washington tenía la cabellera anaranjada? Un momento, ¿no había un relato de Conan Doyle llamado La liga de los pelirrojos?
Con una lista de posibilidades tan surtida, a la cena misteriosa no le queda otra opción que defraudar. Será una capilla sin gracia comparada con estas catedrales de fantasía. Lo peor era que, si no resultaba una realidad tan sofisticada, ya podía irme olvidando de la larguísima mesa con candelabros que me estaba creciendo en la cabeza.
***
Lo primero que pienso cuando llego —puntual— a la cita es que el grupo que parlotea en la puerta de la cafetería no son extraños en absoluto. Hay algo indefinible en la manera en la que gesticulan que nunca surge en los primeros encuentros. Tampoco tengo tiempo de estudiarlos demasiado porque rápidamente alguien me divisa ahí, plantada, dando ansiosas caladas al cigarrillo.
«Eh, ¿vienes a la cena del misterio?», inquiere un hombre menudo, bonachón. Tiene el nacimiento del pelo bañado en sudor.
Muevo la cabeza arriba y abajo, pugnando por no decir nada inadecuado, nada que revele el error de mi presencia. Me incorporo al semicírculo y el grupo me sonríe solo con la boca. Soy la más joven y aparentemente la única no norteamericana. O neoyorquina, más bien. Siento que he irrumpido en una conversación en curso y a cambio solo he traído frases sueltas. «Soy Bárbara», digo, titubeante. El resto asienten y no hacen nada. Nada excepto seguir sonriendo. Está claro que esa no era la contraseña. Noto la tensión alojándose en mi estómago y trato de domeñar el acceso de incomodidad en una rígida sonrisa. Cuento ocho personas, cinco hombres y tres mujeres. Cero pelirrojos.
El grupo se gira bruscamente al sonido de una palmada. Se acerca caminando el ginger stranger de esta mañana, que va sorteando el vapor que desprenden las aceras. Vuelve a palmotear y dice entusiasmado: «¡Ya estamos todos! ¡Seguidme!».
El grupo se dispersa naturalmente en parejas y grupos de tres, y me quedo en la cola de la procesión, sola. O todo da un giro sorprendente, o no tiene pinta de que esta noche vaya a acabar con máscaras de lentejuelas.
El extraño número uno y líder de esta desopilante reunión se detiene ceremonialmente ante un precioso edificio de fachada de ladrillo. La Ginger Mansion. De un brinco sube a la escalinata y engola la voz: «¡Bienvenidos a la Cena del Misterio! Por favor, pasad por la puerta de la derecha y dejad los teléfonos móviles donde está indicado. Soy Jeremy, el ginger stranger». La orden no provoca ningún disgusto palpable entre el resto de extraños, así que yo replico su naturalidad y cruzo la entrada con el teléfono en la mano. Parece un local de eventos privados, la clase de lugar donde los ejecutivos de Wall Street celebran sus bonus anuales. Un ¿camarero? con esmoquin y pelo negro sostiene una bandeja de copas de vino tinto. No pronuncia palabra, solo una exagerada reverencia con la cabeza. Al coger la bebida, apunta con el mentón hacia una caja de seda azul situada a su izquierda. «Phones». Obedezco.
Enfilamos un estrecho pasillo hasta detenernos ante una cortina, azul también. Luce la misma eme mayúscula que el sobre con la invitación, bordada con hilo dorado. Jeremy la retira con delicadeza y nos invita a pasar. «Tenéis un sitio asignado, por favor, sentaos donde os corresponda».
Una mesa redonda coquetamente dispuesta preside la estancia. Flota un intenso olor a coliflor. Sobre uno de los platos reposa otra elegante cartulina con mi nombre en letras rococó y la omnipresente eme. Encima de ella han colocado una llave de latón, que, según atisbo, también poseen el resto de extraños.
A mi izquierda se sienta una rubia de media melena y frente diáfana. A mi derecha, un joven con nariz de judío y pelo de Beatle. Me sonríen con un destello de ternura que me hace sentarme muy recta para espantar la sensación de pequeñez.
«Regla número uno», anuncia el anfitrión, al que tengo en línea recta. «Prohibido hablar de la “W”». Hace una pausa: «Es decir, de trabajo». Noto que la aclaración va dirigida a mí. Clavo la mirada en mis rodillas cuando añade que, si es posible, no revelemos nuestros nombres ni tratemos de descubrir los de los demás en las tarjetas identificativas. Vuelvo a sentir el peso de la desaprobación del resto de comensales. Todo mal.
Se hace el silencio.
«Menudo patatal», pienso. Me embobo mirando la tremebunda lámpara de araña que centellea sobre nosotros. Le da un toque Hitchcock a una situación muy Lynch.
Una mujer con un lacio cabello ceniza detona la engorrosa atmósfera: «¿Por qué no hablamos de Bill Cosby? ¿Cuántas de vosotras os habéis despertado en su camerino? Porque a veces me siento un poco excluida».
Explota el melón de la risa y de la conversación. Afortunadamente, todos hablan con un sarcasmo fluido que derrocha humor negro con cualquier asunto: departimos sobre Juego de tronos, sobre la tercermundista forma de apilar basura en la ciudad y sobre filosofía, así en general. Personalmente, no encuentro problema en obviar a qué me dedico ni cómo me llamo, pero estoy en clara minoría. El resto hace ímprobos esfuerzos por sortear la tentación y dejan frases a medias, presumiblemente porque topan con un obstáculo con uve doble. El vino y el palique empiezan a hacer su efecto y la sensación de aislamiento disminuye. Ni siquiera cuando llega el momento de pedir la cena me siento excluida al ser la única en elegir Wagyu mientras el resto opta por el pollo.
Con los platos vacíos, Jeremy recupera su rol de líder. Hasta el momento ha estado tomando notas en un cuaderno de cuadrícula y espiral, motivo por el cual sospecho estar asistiendo a alguna clase de experimento sociológico. A estas alturas lo único que me preocupa es que la sorpresa final sea que hay que pagar la cuenta, porque el vino sabe caro.
«Todos habéis sido invitados aquí de la misma manera. Pero solo hay un extraño entre nosotros. Ahora, os pido que cerréis los ojos y señaléis a quien creéis que es el extraño».
¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Señalarme a mí misma? ¿Esta era toda la gracia del asunto?
Ignoro la instrucción y dejo los ojos abiertos para contemplar cómo toda la mesa se cubre la cara con el dorso de la mano y dirigen sus índices en mi dirección. Esta era bien fácil, linces.
Me choco con el rictus serio de Jeremy, que al menos tiene la delicadeza de no señalarme. Su mirada contiene un aviso: Acepta o atente a las consecuencias.
Resoplo y cierro los ojos, colocándome el índice en la sien en señal de culpabilidad.
«Podéis volver a abrirlos».
Todos se deshacen en risitas ratoniles al ver el pastel. Me molesta ser el centro de atención, soy más de coros que de arias. Me convierto en un personaje bobalicón de Woody Allen, qué espanto. Si no eras yo, supongo que la situación tenía su gracia. Aun así, la irritación me dura poco. Aproximadamente lo que tarda el ginger stranger en imitar con una teatralidad forzada a Hércules Poirot y desvelarnos el misterio —si a estas alturas puede llamarse así— de The Mysterious Mystery Society.
A los postres, claro está.
* * *
Se llamaban Chantel, Tony, Dan, Wendy, Jillian, Ben, Mary y Tony otra vez. Ellos también fueron yo una vez. Antes de hoy, algunos se conocían entre ellos, otros no. En el transcurso de los tres últimos años, una mujer tempestuosa o un pelirrojo inquietante les interceptaron por la calle y les entregaron el mismo sobre lacrado.
Ellos escogieron venir, equilibrando pánico e intriga. Otros, la mayoría mujeres, se negaron. Hasta el momento, casi doscientos neoyorquinos han formado parte de estas cenas, cuyo objetivo no es humillar al «extraño» ni culminar con una desenfrenada orgía. O no de entrada.
La meta es, según explica Jeremy, insubordinarse a la dinámica de la ciudad. Sublevarse contra esa obligación crónica de hablar de trabajo en cualquier ocasión social. Con conocidos, con extraños, con la familia. No es ningún secreto que en Estados Unidos, y especialmente en Nueva York, tu profesión te define. A la larga, charlar acerca del trabajo es como una profilaxis que inhibe el contacto más personal, desembocando en una sensación de competición angustiosa. Un abismo separa el carácter americano del que yo arrastro, pero consigo entender parte de lo que me cuentan. Es algo que se hace evidente en cuanto dejas de ser un turista en la ciudad.
Jeremy y otras dos chicas —a las que no conozco— compartían algo más que el hartazgo ante esa espiral social. Se sentían solos. Solos de una manera que les avergonzaba, porque en realidad no lo estaban. Se trata de esa clase de soledad que se parece más a una inquietante sensación de aislamiento en una multitud. El sexo la cura o la mitiga temporalmente, pero sigue ahí. Y no es fácil desalojarla.
Especialmente en una ciudad. Singularmente en Nueva York.
Me acuerdo del cuadro de Hopper Los noctámbulos. ¿Habláis de eso?
«Sí, pero sin el romanticismo», responde Mary, la mujer de la melena rubia. «¿Te has fijado en que la cafetería del cuadro no tiene puerta?», inquiere.
Es cierto. En cierta forma el pelirrojo y sus compañeras intentan abrir una. Una que desacelere el ritmo frenético de la urbe, en esa persecución constante de la meta. De ahí la regla de oro de la sociedad. De ahí que no se permitan teléfonos móviles. De ahí que todo opere por un gigante salto de fe: confiar en un extraño.
Como dice Olivia Laing en Ciudades Solitarias, en Nueva York, la soledad es un territorio muy poblado. Y casi siempre tú eres el extraño.
* * *
Regreso a casa mientras se encienden las luces de neón de la ciudad. Voy pensando que The Mysterious Mystery Society es una locura naíf, una fantasía bienintencionada y candorosa. Pero también es lúcida y alegre a su extraña manera. Y más barata que un psicoanalista.
Cuando reviso el mail tengo dos correos de comensales. Uno, de Jeremy, que este nos ha enviado a todos los invitados para mantenernos en contacto. Incluye algunos de los vídeos, artículos y títulos de libros que han surgido en la conversación —eso era lo que apuntaba en el cuaderno—, como una especie de acta de la velada. Se adjunta un escueto perfil de cada participante, sus nombres reales y su profesión. También una verdura que les identifica, a saber según qué criterio. Yo soy una alcachofa. Sigo sin saber para qué diantres es la llave, pero me maravilla descubrir que el anfitrión es actor en Barrio Sésamo.
El otro correo, de unos minutos después, es de otra de las asistentes, periodista del Washington Post. «¿Sabes ya cuál será la conclusión del artículo?», pregunta, burlona.
Pocas veces lo he visto tan claro: si se les acerca un pelirrojo, no se asusten.
Muy bueno.
Tengo curiosidad de saber si a alguien más la situación le recordó «El club de los suicidas» de Stevenson.
El artículo es un cuento, magnífico por cierto.
Siempre genial, Claudia.