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El constructor de quimeras, Xul Solar

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Piai, Xul Solar, 1923.

Entró en la sala y proclamó con aire triunfal: «Tengo una excelente noticia para todos vosotros. Ha muerto el adverbio». Lo decía Xul Solar con el peso de la certeza y con cierto odio burlón en su voz. Era un vengador de las palabras. Su guardián. Las señoras de la alta sociedad que le acompañaban esa noche en la casa de Victoria Ocampo solo podían mirar fascinadas a aquel hombre alto de maneras exquisitas que anunciaba una defunción como quien celebra una conquista. Xul lo explicaba ufano: la gente ya no se despedía diciendo «que le vaya lindamente», bastaba con «que le vaya lindo». Por fin podría desterrar cinco letras que atentaban contra la estética: aquel odioso sufijo. Recuerda Borges cómo durante aquella velada las damas celebraron la noticia con alborozo. Hasta que una preguntó «qué es el adverbio». No consta qué contestó Xul Solar.

Podrían haber preguntado qué es Xul Solar. Pero en los salones más selectos de Buenos Aires se habían acostumbrado a su excéntrica presencia. A su porte tan poco argentino. A su felicidad nunca impostada. A su forma de bromear con todo, de esconder la verdad entre retruécanos. O quizá lo que escondía era el secreto del mundo. Ese que habían descubierto unos pocos iniciados. Los que comprendieron que el alma de América, el corazón del cosmos, estaba allá donde viviera Óscar Agustín Alejandro Schulz Solari.

Podrían haber dicho de él que era un pintor. O que era un poeta. O que era astrólogo. O, para ser justos, que era un místico y un visionario. El padre de todas las quimeras. Que inventó un nuevo tipo de piano porque sentía que era absurdo tener un teclado tan largo que supusiera un reto de contorsionismo. Podrían haber recordado que de su cabeza nació el panajadrez —que era al ajedrez lo que el ajedrez era a las damas—. O que confesó haber creado doce religiones mientras se quedaba callado después de comer. Que este argentino propuso un nuevo fútbol con tres o cuatro pelotas en el que los jugadores llevarían camisetas con distintas letras para formar palabras con cada movimiento.

Podrían recordar que parecía hablar todos los idiomas porque tenía aquello que llamaron babelismo. Y que, como ningún idioma parecía servirle, proyectó uno tan matemático, tan exacto y tan complicado al mismo tiempo que nadie lo podía hablar. Un idioma que se explicaba a sí mismo pero que era imposible de explicar. Cuentan que aprendía con la rapidez del que en otro tiempo supo. Que, ingresado en el hospital con una fractura de cadera, se empeñó en hablar ruso para charlar con su compañero de habitación. El vecino de convalecencia jamás pudo convencerse de que Xul había estudiado su lengua en los días que pasó postrado en aquella cama. Pronunciaba como si hubiera nacido en el mismísimo Moscú.

«Soy campeón del mundo de un panjuego que todavía nadie conoce: el panajedrez. Soy maestro de una escritura que nadie lee todavía. Soy creador de una nueva técnica musical, de una grafía que permitirá que el estudio del piano, por ejemplo, sea posible en la tercera parte del tiempo que hoy lleva estudiarlo. Soy creador de una lengua universal —la panlengua— sobre base numérica y astrológica, que tanto contribuiría a que los pueblos se conociesen mejor unos a otros. Soy creador del neocriollo, lengua que reclama con insistencia el mundo de Latinoamérica. Soy el director de un teatro que todavía no funciona». Pero no fueron sus creaciones las que no servían, fueron sus contemporáneos los que no las supieron apreciar.

Recordaba su madre el día en el que el pequeño Alejandro se fue de casa. Lo buscaron en los lugares en los que se suponía que podía perderse un niño de su edad. Pero a los siete años el hijo de los Schulz Solari no era como los demás. Nadie esperaba encontrarle donde apareció: en la estación de ferrocarril dibujando locomotoras, mirando los raíles, con la sospecha primera de que había nacido para ir más allá.

A Xul podría haberle bastado con el título de maestro de Borges. O el de su amigo. Uno de los hombres a los que el argentino más admirado más admiró. Aquel con el que paseaba hasta su casa en el número 1212 de la calle Laprida, en una conversación de ida y vuelta de la puerta de uno a la del otro, como si la de Sísifo hubiera sido la bendición de tener con quien charlar.

Decía Borges que en aquella casa había encontrado una de las bibliotecas más extensas que había visto. Allí su amigo, su mentor, le descubrió a Blake. Allí leían a Hölderlin y a Rimbaud. Allí aprendió, de aquel descendiente de prusianos, alemán. «Tal vez el único cosmopolita que yo conocí, ciudadano del universo, haya sido Xul Solar». Se encontraron hacia el final de 1924, pero a los dos les gustaba fantasear con el momento en el que se vieron por primera vez. Imaginarlo. Porque para Xul y para Borges lo mismo valía lo vivido que lo soñado, el recuerdo fabricado o el real.

«Xul Solar es uno de los acontecimientos más singulares de nuestra época». Lo era sin pretenderlo. Aquel argentino del norte de Europa conformaba un puzle de contradicciones: astrólogo que no creía en los horóscopos, pintor realista de orbes que solo él vio, ciudadano del cosmos encerrado en su biblioteca, ermitaño que quería fundar una comunidad de confraternización intelectual.

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Cuevas, Xul Solar, 1948.

Son esas muchas paradojas las que explican que un día abandonara la ciudad. Se alejó del Tortoni y de la calle Corrientes. De los salones mundanos donde le habían adorado los esnobs y los intelectuales. Cerró su casa y se llevó sus libros. Dejó de recibir a sus amigos en lo alto de aquella escalera donde esperaba la sabiduría y la felicidad. Y se fue.

Decidió refugiarse Xul Solar en un lugar voluptuoso y primigenio: en el Tigre, un delta exuberante e inesperado, no lejos de la capital. Allí, en aquel escondite magmático, en la casa que bautizó «Li-Tao», podía ser sin pausa el demiurgo que siempre fue. Allí, entre la humedad de los helechos y el aire acuoso, Xul creó el mundo. Ese mundo que luego reflejaba en sus pinturas, gemelas australes de las de Paul Klee. Profeta de un cosmos paralelo, decía pintar lo que veía. Se jactaba de sus cuadros realistas. Imágenes de un lugar donde un sol de rabioso amarillo triunfaba sobre la tierra caleidoscópica, donde las casas se alzaban en palafitos tan altos como el arco iris, donde los árboles crecían según los preceptos del Talmud. Aunque lo que este Xul cúbico y cartesiano quería era pintar como Turner. Admiraba aquellas estelas suyas que parecían infinitas a pesar de ser apenas un minúsculo retazo de color. Anhelaba la pericia de quien supo dejar sobre sus lienzos un aire que casi se podía palpar. Como el aire gelatinoso del lugar donde se había ido a vivir.

En el Tigre, escribiría el viejo pintor, se encontraba «lejos de las neurosis y las urgencias, banales o serias, de esa densa urbe». Allí Xul podía pensar. Pensar sin descanso. Lo hacía como si las ideas no formaran una especie de red abstracta que la mayoría de las veces se deshilacha sin tomar el nombre de la acción. Cada razonamiento de Xul revelaba el fragmento de un universo que parecía tener una exacta materialización. «La gente acepta el mundo. Él examinaba todas las cosas y las reformaba. Por eso nunca conseguí entender muchas de sus invenciones —reconocía el sabio Borges—, porque su pensamiento era incesante». Y así, Xul Solar, apóstol del asombro, vivía a la vez aquí y allí: sumido en la luz pastosa de los atardeceres del delta mientras el brillo de sus neuronas iluminaba todo lo que había a su alrededor. Si Xul dejaba de imaginar, el delta desaparecería, como desaparecen los seres cuando deja de pensarlos su Dios. Porque en eso se había convertido: una divinidad en el laberinto de la marisma, un heredero bondadoso de Asterión que soñaba galaxias en las que solo mandaba la Verdad. Como si en el corazón del Nuevo Mundo se pudiera inventar un mundo nuevo. Así lo hizo Xul Solar, que todo lo alumbraba. Porque, en el fondo, ¿qué era su nombre sino un anagrama de la palabra lux?

Jorge Luis Borges le coló en uno de sus relatos más enigmáticos, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Y no es inocente que sea el traductor del imaginario idioma de Tlön. Xul era la personificación del hombre borgeano: el que mientras está dormido aquí está despierto al otro lado. Tenían los dos amigos la impresión de que la frontera entre lo material y lo onírico era una membrana permeable que la imaginación podía traspasar. Que la vigilia y el sueño eran dos estados del ser con el mismo peso y con la misma verdad. Que era tan tangible y tan real vivir como leer, respirar como crear. Por eso Borges negó su muerte. «No ha muerto Xul Solar. Cuando invento algo siento que es Xul el que lo inventa». Desde algún sitio, durmiendo aquí y despierto allá, seguía iluminándole con su genio único.

Se emociona un Borges ya anciano, al recordarle en una conferencia. Como si al hablar de él le invocara. «Quiero hacerles constar una circunstancia extraña: que hayan invitado a un ciego para hablar de pintura. Pero he visto su pintura y sigo viéndola. O para hablar con más propiedad: Xul y su pintura siguen viéndome a mí». Parecía mirarle desde aquel cuadro que compró por cincuenta pesos con su primer sueldo. Un cuadro que Borges ya solo podía recordar, pero que no por eso dejaba de existir. Como nunca dejó de existir Óscar Agustín Alejandro Xul Solar.

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Contrapunto de montes y Yara, Xul Solar, 1948.

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Un comentario

  1. Gracias por este artículo. Había leído su nombre en al menos un escrito de Borges y nunca me había dado el trabajo de buscar si era algún conocido suyo o un personaje inventado.

    Los adverbios están muriendo en castellano («Los caballos corren rápido»). En alemán ya están muertos o eso creo entender de la forma en que usan los adjetivos.

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