La cuenta de Instagram de la escritora Ronja von Rönne aloja un pedazo de conversación entre ella y Siri, ese Sancho Panza moderno en forma de inteligencia artificial que habita en el estómago de la tecnología Apple. Una captura de pantalla donde se congela un breve diálogo entre usuario y producto: «¿Cuáles son mis metas?» inquiriere Von Rönne al aparato, «No he encontrado nada relacionado con “metas”» contesta el asistente virtual.
La novela Ya vamos arranca con una protagonista, Nora, que niega la veracidad de una esquela mientras afirma que la gente de su alrededor se toma tan en serio la responsabilidad de morir como para comenzar a hacerlo cuando aún están vivos. Se trata de una voz narradora acostumbrada a chapotear entre las paradojas del mismo modo en el que lo hace el relato al que pertenece, un libro que pese a anunciar en su título movimiento inmediato está protagonizado por jóvenes estancados. Nora forma parte de ese mismo reparto estacionario y Ya vamos es su diario personal, el de una joven alemana atormentada por ataques de pánico que escribe por consejo de su terapeuta. Alguien cuyo mundo está construido en torno a una relación poliamorosa formada por cuatro esquinas donde ninguna parece estar perfectamente ordenada, una pieza de un equipo de personas que se estrellan continuamente contra el aburrimiento y la infelicidad, «Karl quería encontrarse conmigo porque no era feliz. Yo no quería encontrarme con él, porque yo no era feliz», y afrontan los problemas atrincherándose en una casa de la playa hasta que estos pasan de largo.
A Nora le persigue una infancia, vivida en compañía de una amistad peligrosa, donde le enseñaron que para sobrevivir siempre hay que gritar «fuego» en lugar de «socorro» en caso de emergencia, porque lo primero es algo que afecta a todos y a lo segundo el mundo hará caso omiso. Es una hija de la Alemania de Merkel que vive entendiendo las caricias y el sexo como múltiplos de cuatro, fantasea que los desconocidos la secuestran con una orden mientras espera en un semáforo, visita bares de perdedores para recordarse lo privilegiada que es su juventud y le ata un globo a una tortuga para no perderla de vista por su habitación. Las fiestas que organiza, junto a su cuarteto de amantes, tienen un setlist apalabrado para que todo el mundo luzca culto e irónico y los asistentes son creativos que se consideran moralmente superiores: vomitan conversaciones donde se adoba a Montessori o Waldorf con aguacates y utilizan las redes sociales para mostrar donde están y que sus seguidores sepan donde no están ellos. Gente aburrida a morir. Nora se perfila como el ejemplo perfecto de aquella cohorte demográfica que algún publicista avispado y listillo ha etiquetado como millennials. Una generación que ha nacido abollada en un mundo adelantado: ellos arribaron apoltronados en comodidades cuando la pleamar tecnológica ya cubría a la altura el cuello y ahora crecen frente al flash de un móvil reflejado en el espejo del baño. Están acostumbrados a masticar los anglicismos, a aplicar filtros a su vida para parecer vintage y espolvorear hashtags como quién arroja virutas de chocolate. Son jóvenes que se esfuerzan por ser virtuosos pero no localizan sus objetivos, un linaje que siempre lo ha tenido todo excepto lo más importante: una brújula vital.
La Nora de Ya vamos se funde con la propia autora y su afición por bailar con las contradicciones en la vida diaria: Von Rönne, que nació como bloguera con su Sudelheft y se consagró como periodista, ha cargado contra el capitalismo mientras se convertía en imagen publicitaria de Ferrari y ha reivindicado la sencillez de la vida agreste viviendo enraizada en el cemento urbano. También ha logrado acalorar a medio país a lo bestia: se declaró defensora de la independencia de la mujer pero adoptó una posición radical en un artículo del Welt am Sonntag (la edición dominguera del periódico alemán Die Welt) con un texto inflamable donde invitaba a sepultar el feminismo y apostar por el egoísmo, una jugada que la convirtió contra su voluntad en enfant terrible de las letras alemanas y epicentro de un tornado mediático. En 2016 aquel artículo controvertido mordió la plata en los galardones Axel Springer Preis, un premio que la autora rechazaría aseverando que las letras culpables tan solo fueron una intervención furiosa en el contexto de un debate y no la bandera antifeminista que le clavaron en la espalda. Meses antes, la prosa de Von Rönne participaba en los Ingeborg-Bachmann-Preis, uno de los más prestigiosos certámenes de las letras alemanas, con un texto que narraba una resaca durante el domingo. El jurado de aquel certamen se cebó con ella al mismo tiempo que el universo pop la convertía en pin-up para el videoclip de «Busi Baby» donde el cantante de la banda austriaca Wanda acababa, literalmente, buceando entre las piernas de la escritora.
Explican las notas de prensa que Von Rönne ha sufrido trastornos depresivos y ataques de pánico a causa de una ingesta masiva de LSD. Ella asegura que le aburre soberanamente que se escriba tanto sobre su generación cuando comparte el presente con tanta gente que pertenece a las anteriores. En un mundo donde el millennial estándar parece un descerebrado que sueña con rellenar estanterías KALLAX con cachivaches y abrirse un canal en YouTube, a lo mejor la voz de Von Rönne es una de las que verdaderamente merece la pena escuchar. Mientras muchos no acaban de entender que el sarcasmo y la ironía no funcionan si los anuncias a bombo y platillo en la bio de Twitter, ella dispara lacónicamente desde su Ya vamos contra la estupidez contemporánea, las selfis, la gente que enarbola El Principito como si fuera la Biblia, el poliamor, las redes sociales y el enquistamiento moderno. La palabra de Von Rönne consigue extraer un humor muy especial del más profundo desencanto, y sus personajes se funden con la escritora hasta revelarse indisolubles. Quizás Ya vamos sea una de las mejores maneras de asomarse a esa generación que parece hueca por dentro y cuyo peor enemigo es el aburrimiento, de intentar entender a quienes deciden atarle un globo a la vida para no perderla de vista por la habitación. O por qué existe gente a la que se le ocurre preguntarle a Siri dónde está la meta en todo esto.