(Este artículo contiene SPOILERS)
Es posible que en 2013 estuviéramos tan excitados (hypeados, dicen los jovenzuelos últimamente) con la muerte de Walter White que ni siquiera reparásemos en su remake colombiano, Metástasis, para echar unas risas después de tanta tensión dramática acumulada. Ni en esa producción ni en muchas otras; el crecimiento de las series estaba en su apogeo y todo el mundo quería un pedazo del pastel que comenzaba a subir en el horno amenazando con desbordarse. El resultado: infinidad de excelentes creaciones pasando desapercibidas en un mar de horas de entretenimiento.
Algo así le pasó a Utopía, que apenas tuvo predicamento en nuestro país pero que en el suyo sí supo tener el reconocimiento que hoy le rendimos, valiente caída en la batalla por el pódium de la crítica televisiva. Pero aquí estamos para deshacer ese entuerto y desvelar la verdad que los filósofos decían que estaba ahí y que en los X-Files se aseguraba encontrarse «ahí fuera» (agentes heideggerianos del entretenimiento, estos Mulder y Scully).
¡No es un cómic!
Para empezar, el argumento tampoco es que fuera algo nuevo o que atrajese por sí mismo como una novedad irreparable en el ámbito del cine y la televisión: un manuscrito en el que se esconden las claves de una conspiración que atañe a toda la humanidad pero que, humildemente, va a pasar a desarrollarse solamente en un país, aquel en el que se produce la serie, claro, porque el sentimiento patriótico no está reñido con el conspiranoico.
Pues resulta que un tipo, genio por lo demás, dibujó un cómic (o novela gráfica, que dirían hoy los más eruditos) en torno a los años ochenta cuyo segundo número no llegó a publicarse jamás. Un grupo de frikis del asunto se pasan el día encerrados en sus cuartos y charlando entre ellos en un foro por Internet de lo mucho que saben de la historia de su autor, de lo que el cómic quiere decir en realidad, de la esquizofrenia paranoide que el señor en cuestión sufría y con la que trataba de luchar para dibujar semejantes atrocidades… En fin, cosas propias de los fanáticos de un autor muerto cuyo reconocimiento estiman oportuno recordarle al mundo.
La trama arranca con que uno de esos forofos del cómic ha encontrado el manuscrito de la segunda parte y se lo quiere enseñar a sus amigotes del otro lado de la pantalla para hacerse el chulo y, muy posiblemente, intentar ligar con la chica del grupo. Para ello se reúnen un día en el que descubren sus diferentes rostros, facetas y habilidades, entre las que se encuentran ser un huraño pirata en la red empeñado en borrar todo rastro de su identidad, una chica con todas las papeletas para ser la amiga vegana-cansina que todos odiamos pero que luego resultará que no, y un informático alto y espigado sin mayor importancia de momento. Tres individuos, los tres confundidos porque a la cita no se han presentado ni Grant (tal vez el más «rarito» de todos al teclado) ni el que encontró el manuscrito, cosa extraña, ya que era el que los había citado.
Lo normal en esta situación es pensar que a uno lo han engañado de lo lindo y que probablemente el graciosillo se estará partiendo de la risa a costa de los tres pringados que, lejos de desconfiar, empiezan a poner sus conocimientos del cómic en común y poco a poco van llegando a la conclusión de que existió una pequeña trama oculta por la que no se quiso editar ese segundo tomo. The Utopia Experiments, que así se llama la obra de culto, parece ser que fue perseguida por un grupo de pseudoterroristas que querrían destruirla o, en todo caso, beneficiarse del mensaje oscuro que escondía entre sus páginas. Ellos, inocentes, solo quieren leer sus páginas, sin más ambiciones, evidentemente.
En todo caso, mientras ellos departen animadamente y comienzan a conocerse, el graciosillo que les ha tomado el pelo resulta que no les ha tomado el pelo y ha terminado estampado contra el asfalto tras ser perseguido por un par de psicópatas con pintas de asesinos a sueldo sin infancia pero con unos principios muy básicos: si no me eres útil —pero si lo eres, también— sobras; y liquidan a todo el que encuentran a su paso. Más adelante se verá que esto tampoco es así, que solo es la apariencia inicial de tipos duros, y que verdaderamente son los personajes con los que más se va a encariñar el espectador (también es uno de ellos, Pietre, el mejor conseguido de toda la serie).
¿Qué pasa con el manuscrito? En el momento en el que los dos compañeros de trabajo están ocupados con el señor que lo encontró, Grant logra escabullirse, lo sustrae y sale por piernas, no vaya a ser que corra la misma suerte que su desconocido amigo. Tal vez sea interesante apreciar que el ladrón es un chico de diez años y que tiene una pinta de desequilibrado acorde a la de los demás personajes, cada cual más inestable. Como se diría en el pueblo, «¡Aquí todos tienen “falta”!».
El resto de la primera temporada es una persecución constante entre los cuatro personajes «amantes» del cómic que se ven arrastrados por su tenencia, la ambigua Jessica Hyde, que se entiende que es la pieza sobre la que pivotan los dos bandos en lid, y los miembros de The Network (La Red), que son sus perseguidores y que se presentan como los malvados conspiradores que quieren destruir el mundo. Pero ¿de verdad pretenden esto?
Utopía
De forma paralela a esta persecución y a cambios constantes de bandos en un baile que marea al espectador hasta tal punto que pierde las líneas de demarcación de quiénes son «los buenos» y quiénes «los malos», y por qué demonios todo el maldito mundo busca a Jessica Hyde (la hija del dibujante loco); en paralelo a eso, decía, hay otra trama en torno a las farmacéuticas que se va desarrollando con bastante previsibilidad. Prevendré al lector de que más allá de aquí hay spoilers, pero es que para esta serie, realmente, da un poco igual saber cómo van a avanzar las cosas, ya que lo que realmente cuentan son las historias particulares y todo lo que el dichoso cómic encierra en su vertiente estética, trasladada a la propia pantalla.
Detrás de esa farmacéutica se encuentra, como sería natural pensar, The Network, controlando desde el minuto uno de su aparición algo que no sabemos muy bien de qué va pero que, por la jerga utilizada en todos los diálogos, a medio camino entre la informática, la biología y la psicología, podemos suponer que algo tiene que ver con virus, bacterias y vacunas. En fin, una conspiración bioquímica de manual mezclada con su «mijita» de holocausto (nazi pero no nazi) racial y ecologismo planetario. ¿Cómo se cocina esto? Con maestría, ya que, dicho así, el argumento no motiva demasiado, incluso se puede tildar de «más de lo mismo».
Pero lo que incita a seguir con ello es el planteamiento que se desarrolla a la mitad de la primera temporada (de la segunda es casi mejor prescindir): a principios de los ochenta se tomó conciencia del desastre ecológico que supondría que la especie humana siguiera creciendo al ritmo al que iba, duplicado en el último siglo y subiendo, y se empezó a cuestionar si eso era «sano» no solo para el planeta, sino para la propia humanidad, que al carecer de recursos se autoimpondría un nivel de pobreza solo superado por el bastardeo genético que desarrollaría, con sus consiguientes enfermedades y vulnerabilidades asociadas.
Así pues, The Utopia Experiments no sería solo una ficción en forma de cómic, sino una realidad que su autor, Philip Carvel, científico rumano, se dispondría a ejecutar para seleccionar una raza de la humanidad para su salvaguarda y contagiar al resto con la imposibilidad de reproducirse. No solo sería un exterminio en masa (ya que la molécula inhibidora de la reproducción iría asociada a la vacuna contra un virus gripal potenciado por la propia vacuna —esto es, más bien inútil—), sino también un proceso para conservar el «lujo» de la reproducción solo en un determinado espectro genético (y racial).
En resumidas cuentas, se trataba de solucionar los problemas de sobrepoblación humana a base de restringir sus capacidades de perseverar en la procreación creando una nueva Utopía donde la población estuviese controlada biológicamente. ¿Está mal eso? Bueno, en tanto que supondría un exterminio colosal, hay que decir que sí. Pero si nos ponemos del lado del planeta, tampoco está tan mal. Es un planteamiento complejo para un problema clásico, casi maquiavélico, en torno a si el fin justifica los medios y si no seremos nosotros merecedores reales del mundo en que vivimos, encumbrados como nos creemos en la cima de la pirámide evolutiva.
Porque sí, el ritmo al que «crecemos» es bastante alarmante y los recursos, quiérase o no, terminarán por agotarse. Ahora bien, ¿eso nos capacita para defenestrar a más de media humanidad para salva a la otra media (números ni remotamente aproximados según lo que se plantea en Utopía)? ¿Y con qué autoridad podría Carvel y su empresa financiadora (The Network) ejercer el poder de seleccionar lo que crean más correcto?
Todo el planteamiento de la serie pivota en torno a las teorías del fin de la historia de Fukuyama, quien asegura que el tiempo de la política tal cual, la que nos dominaba durante las últimas revoluciones de la humanidad, ha terminado para dejar paso a los intereses evolutivos en torno a la biología, especialmente, que es la que determinará el futuro. Según esto (para lo que sería recomendable leerse El fin de la historia y el último hombre), la ideología está determinada por una base más sencilla pero compleja: la naturaleza. Concretamente, la naturaleza humana, epicentro de todo en esta serie.
Si resulta que los avances científicos pueden suponer un aval para la ideología competente, pero resulta que esa ideología está determinada por esos avances, entonces, ¡nos encontramos en un mundo psicótico! No importa absolutamente nada de lo que ningún personaje opine, porque no existe tal opinión, sino que su postura está determinada por su asimilación del progreso «necesario» (¡ojocuidao!) de la historia. Es decir, que si te posicionas en contra de Utopía estás perdido, pero si te colocas a favor, también. Ahora bien, alcanzar Utopía es la prioridad absoluta que reclama la historia, no sus firmes defensores.
En este punto, el personaje de Wilson Wilson es el que mejor logra captar la esencia del tiempo que le ha tocado presenciar, cuestionándose si su posición ideológica (inicial), la de evitar que se produzca la, llamémosla así, «reorientación de la humanidad» (con la producción y activación de la vacuna), es la más correcta, y trasladándose al otro bando a medida que va cobrando sentido el firme peso de la realidad. Matar cobra al fin, desde el inicio de la serie, un sentido pleno. Y es que eliminar a cualquier activo involucrado indirectamente en la trayectoria del manuscrito de The Utopia Experiments es, definitivamente, un mal menor y, ante todo, «necesario» para alcanzar algo tan elaborado de concebir como el bien común.
La sombra de Maquiavelo sobrevuela cada episodio constantemente y más a medida que los finales de temporada se aproximan. La intención de cada uno de los personajes en liza es alcanzar una moralidad superior a base de mirar por el mundo que, de un modo u otro, pretenden salvar. La clara diferencia es que unos pretenden evitar la «reorientación» para que todos podamos seguir viviendo en nuestra Matrix de despreocupación y algarabía antes de suicidarnos evolutivamente, y los otros justifican sus actos y crímenes como la elección del mal menor de cara a un futuro más «sano» y longevo. ¿Desde cuándo el pueblo llano sabe lo que quiere? Necesita de alguien que sea capaz de tomar la mejor decisión por él y, si esa decisión implica el asesinato, está más que justificado. Porque no se hará por interés personal, sino por el bien común.
Amar la serie con violencia
La escena de apertura de la serie ya contenía un índice del nivel de violencia posterior y de las razones de hasta qué punto ese nivel iba a ser necesario. Al entrar en la tienda de cómics y tras pronunciar las palabras mágicas «Where is Jessica Hyde?», los siniestros tipejos que luego adoraremos por encima de todos matan (con maestría, hay que decirlo) a todo aquel que se encontrase en la tienda en ese momento. Al culminar con lo que creían que iba a ser todo el trabajo que encontrarían en la tienda, descubren a un niño agazapado bajo una mesita justo antes de irse. Primero le ofrecen una especie de chuchería que obsesiona a uno de los personajes, pero luego le pide al compañero que «no se lleve el gas todavía». El gas con el que mandarlo «a dormir», claro.
Este fragmento, el del asesinato del niño, se cortó en posproducción para la televisión británica (y por ende para todas las que compraran el producto final) porque tal vez podía herir las sensibilidades más sobrias de la comunidad. ¡Jamás adoptarán la doble moral de sus ahijados americanos! Sin embargo, no pudieron hacer lo mismo en el tercer episodio de la primera temporada, cuando el milimétrico Pietre (Alby, el psicópata de la mirada perdida) entra en un colegio y asesina fríamente a toda la chavalería que allí se encuentra, descubriendo a la vez sus carencias afectivas en la infancia.
Este episodio recibió críticas afiladas porque fue emitido un mes después de la masacre de la Escuela Primaria de Sandy Hook. A nadie le suele gustar presenciar una carnicería ficticia justo después de una real, pero también es cierto que todos los que se quejaron adolecían de una falta de asunción del pacto ficcional que propone cualquier fantasía. Aparte de que la mayoría de las quejas provenían de espectadores reincidentes en ese tipo de polémicas y relamidos caballeros con traje y corbata que mal sabían disimular su tremenda afición por otras cadenas con idéntico contenido de violencia, una de las madres de los figurantes (menores de edad) de ese episodio defendió la ficción precisamente como eso, y que nadie de los que grabaron esa escena, parecía ser, se había quejado por que fuese ofensivo o les recordase al asesinato de Abel a manos de Caín. En definitiva, que se dejasen de remilgos y no le buscasen tres pies al gato.
Para cerrar el asunto, la cadena aseguró que el episodio estaba ya grabado desde antes de la masacre (¡quién lo diría!) y que por lo tanto no era para nada intencional que se emitiese tras la misma. Del mismo modo, tanto ese episodio como los demás habían pasado los filtros de Ofcom (el organismo de regulación mediática de Gran Bretaña, como la FCC de Family Guy pero sin erotismo ni canciones pegadizas, que se sepa) y por lo tanto podían ser emitidos siempre y cuando estuviera fuera de horario infantil. Lo estaba. Fin de la cuestión. A seguir gozando.
Amarillo vibrante
En todo caso, es cierto que Utopía está cargada de violencia, pero también de una dulzura inmensa que conmueve desde su prístino aporte estético. Tanto en referencia a la imagen como al sonido, es difícil no amar los asesinatos en esta serie cuando te los acompañan con la música de Cristóbal Tapia de Veer, que seduce y a la vez perturba con una serie de ruidos y fragmentos sonoros combinados con armonía comparables al amigo feo pero con carisma que todos se quieren tirar.
Desde la primera secuencia encontramos un tratamiento del color fuerte, fortísimo, casi molesto a la vista en un primer instante pero que favorece la intensidad de los acontecimientos y potencia cada movimiento o conversación. El compositor chileno ayuda sobremanera a centrarnos en lo que sucede en pantalla, haciendo una epojé de todo cuanto esté fuera de escena. Por otra parte, la fotografía tiene tanta importancia como el relato que se trata de contar y sin duda es el gran acierto de toda la serie, lo que los seriéfilos han absorbido para justificarla como «de culto». Lo que sí hay que destacar es el uso de un color, el amarillo vibrante (13-0858 TPX de la escala Pantone), para señalar los elementos de los diferentes trastornos de los personajes. Y del desarrollo de la serie en general. Durante la primera temporada ya está muy logrado, pero es durante el transcurso de la segunda cuando se puede apreciar con más solidez este factor.
Siempre hay algún elemento amarillo vibrante cuando salen a relucir los fantasma del pasado: el traje de Lee cuando Pietre intenta desvincularse de su sino, el campo de margaritas cuando Jessica Hyde descubre que la familia está más cerca de lo que parece o, el elemento más evidente de todos, la bolsa de útiles de Pietre y Lee, que básicamente representa todas las idas de pinza que se nos pueda ocurrir que puedan suceder a lo largo de los doce capítulos de que consta la serie completa.
Aunque, si queremos ser un poco criticones, deberían haber hecho una sola temporada con siete episodios y cerrar con absolutamente todo abierto (total, de todos modos la serie quedó abierta por falta de financiación, iniciativa o no se sabe muy bien qué). ¿Por qué? Porque el primer episodio de la segunda temporada es redondo y perfecto y resume todo lo que hasta aquí se ha alabado. Habiendo finalizado el capítulo anterior con la astucia y el final de las persecuciones, no nos dejan claro qué es lo que van a hacer finalmente, si tienen un ardid escondido para lograr el «saneamiento» de la humanidad o si por el contrario les va a costar otros tropecientos años llegar a dar con el momento perfecto para poder desatar una excusa con la que blablablá… Todo queda ahí y queda muy bien, seamos defensores o detractores de cómo se desarrollan los acontecimientos, esto hay que reconocerlo. Y el broche musical te deja con un subidón de aúpa sin necesidad de sustancias estimulantes ni nada, así, a palo seco, lo quieras o no. Y te deja con la intriga y no pasa nada, no nos enfadamos, porque hemos gozado como chiquillos. Pero luego vienen con ese episodio en retrospectiva donde se explica el delicioso inicio de todo, con un Philip Carvel asocial, con su brote aún incipiente de esquizofrenia y asomando despacito a medida que la paranoia se incrementa con la toma de conciencia de que lo que le han propuesto hacer es en serio y que él tiene en su mano la capacidad de decidir si hacer de dios o no. En esos tres cuartos de hora de episodio se nos muestran las razones de por qué Jessica Hyde, a la sazón hija de Carvel, es como es y por qué el bueno (ya les digo que al final uno se encariña con él) de Pietre actúa como actúa. Y de verdad que uno llega a sentir compasión por ese personaje, porque él no ha elegido ser así, sino que desde su infancia ha tenido la imposición de una psique que asimila la violencia y el asesinato como algo normal, y no solo normal, sino casi imprescindible para restaurar su verdadera carencia, la del afecto filial.
Menos música para ese episodio, más crudeza y, por supuesto, un incremento de tonos amarillo vibrante a medida que van pasando los minutos. La congoja es invasora y, de repente, en un único capítulo, aparece una tercera posición en el dilema de todo el argumento, a saber, si es preferible acabar con parte de la humanidad ahora para mejorarla en un futuro o dejarla correr y que acabe terminando consigo misma. Y es que hasta este momento nadie se había planteado el dilema de la divinidad, de la omnipotencia divina, de que el señor Philip Carvel está totalmente convencido de que lo mejor es actuar cuanto antes y restaurar la salud del planeta y la raza humana antes de que sea demasiado tarde, pero —y en esta cuenta solo puede caer él— ¿qué clase de persona o dios permitiría tomarse la justicia por su mano? Si el dios cristiano ya reconoció equivocarse una vez (con aquello del diluvio universal, no sé si se acuerda), ¿de qué manera podría él evitar sentirse culpable con cualquiera de las dos decisiones que tome? Haga lo que haga está atrapado, y eso fue precisamente lo que le llevó a su locura y a dibujar Utopía. Porque, como es bien sabido, cuando uno está atrapado en un sistema natural complejo, lo mejor es pasar el testigo y dejarle el problema a otro. Y que sea lo que Dios quiera.
Bonus track
No tema, el artículo ha terminado, pero para que el lector o lectora tome conciencia de todo lo que entraña Utopía más allá de lo que al que escribe le haya podido parecer, dejo aquí la transcripción de un breve discurso que uno de los personajes secundarios ofrece a otro, figurante en todo caso, defensor del transporte público porque así ayudará al planeta, firme defensor de la moderna conciencia ecológica. El personaje en cuestión es una mujer… que viaja con su hijo. En estas palabras se encuentra, oculta, la verdadera Utopía, y tal vez, solo tal vez, sea tarea nuestra reestructurarla.
Nada produce más CO2 que un humano del primer mundo y usted ha tenido uno. ¿Por qué? ¿Por qué lo ha tenido? Producirá 515 toneladas de CO2 a lo largo de su vida; lo mismo que cuarenta camiones. Haberlo tenido será equivalente a realizar 6500 vuelos a París. Usted podría haber volado noventa veces al año, ida y vuelta, un viaje cada semana de su vida, y eso no habría tenido el impacto en el planeta que va a tener su hijo. Por no mencionar los pesticidas, los detergentes, los plásticos y los combustibles nucleares que se usarán para que esté caliente. Traerlo al mundo fue un acto egoísta. Fue algo brutal. Usted ha condenado a otros al sufrimiento. Si este asunto le preocupa tanto, lo que tiene que hacer es cortarle el cuello ahora mismo. O puedo hacerlo yo por usted. Puedo sacar mi cuchillo, hacerle una incisión en el cuello y marcharme. Yo cogería mi autocar y usted habría aportado su granito de arena al futuro de la humanidad.