Un policía blanco y un hombre negro conversan mientras contemplan un cadáver:
—¿Cómo se llamaba? —pregunta el policía.
—Moco —responde el hombre.
—¿Moco?
—Mocarro.
—¿Le gustaba el nombre?
—¿Cuál?
—Mocarro.
—Así le llamábamos.
—Su madre le pone un nombre, y un gilipollas, en lugar de darle un Kleenex, le llama Moco. No parece justo.
—La vida es así.
Así empieza The Wire y así siguió a lo largo de sus cinco mágicas temporadas: fiel a los cadáveres, el fatalismo, la corrupción y, sobre todo, fiel a una estética visual y a un lenguaje que supo trasladar a la ficción la jerga real y universal de policías y delincuentes.
Si al muerto le llamaban Moco porque alguien no le supo dar un Kleenex, a Juan le llamaban Nadamás porque no supo decir su apellido. Conocí la historia hace algo así como cincuenta años. Al niño de corta edad lo habían abandonado a la puerta de un asilo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntaron los de administración.
—Juan —respondió el niño.
—¿Juan qué más?
—Juan nada más.
Y Juan Nadamás pasó a llamarse a partir de aquel día.
Precursor fatalista de The Wire, el Juan adulto decía, reflexionando sobre por qué nunca pasó de ser Nadamás: «La vida es así».
Lo que fascina de The Wire es la jerga. Prescindamos de análisis semióticos. De análisis de estructura del lenguaje. Dejémonos de teorías. Lo fundamental es el trabajo de campo captando el lenguaje de la calle. No es fácil. Se necesita una sensibilidad auditiva muy desarrollada para evitar el riesgo de que el lenguaje real suene falso al llevarlo a la ficción.
Hablan los delincuentes: Se daba el piro. Te voy a poner la polla en la oreja. Le mataron por una chorrada. Sienta el culo en la silla. Hay que asegurarse, tío. Ni de puta coña, negro cabrón.
Hablan los policías: Este dedo entrará por tu asqueroso culo irlandés. Estás a un pelo de coño de una acusación. Eres un hijo de puta tan mentiroso como yo.
El diafragma del lenguaje se abre a los políticos sobre «los que nunca cae el techo»; al periodista desencantado que defiende que su trabajo «es dar noticias, no fabricarlas»; al delincuente que, cuando un colega la pregunta qué es además de gánster, responde «soy hombre de negocios».
Hay el sabor frío de una copa helada de ginebra en el diálogo de dos personajes:
—¿Sabremos la verdad? —pregunta uno.
—¿La verdad? —responde el otro.
Baltimore es en The Wire un espejo del mundo marginal. También en España hablan así policías y delincuentes. También en España hay un lenguaje ambiguo en los políticos y desencanto en muchos periodistas. También aquí hay confidentes viviendo sobre el alambre con policías que les protegen e incluso les pagan de su bolsillo. También aquí, policías y delincuentes se aproximan a través de la jerga, de un argot peculiar que tiene algo de caló.
—¿Le das a la alpargata o cierras el pico? —pregunta el inspector de policía al confidente.
—Es que no me dan cuartel —replica el confidente.
—Tú le das al filete y yo te doy bola —ofrece el policía.
—Yo babearé si me dais vida —promete el confidente.
Dar bola, dar vida, dar cuartel. Tres frases que se repiten.
El tío mafioso que controla la droga en dos grandes distritos marginales de Baltimore: «La familia es importante». El sobrino, al que el tío acaba de sacar de la cárcel: «Sí». El tío: «La familia da amor». El sobrino: «Sí».
En los años de la gran inmigración interior desde el campo a las grandes ciudades industriales, crecieron en sus suburbios barraquistas varias generaciones de jóvenes delincuentes que podrían haber protagonizado The Wire. También ellos encontraron en la familia lo que la sociedad les negaba: amor. Muchos de aquellos adolescentes fueron primeras páginas de los medios de comunicación. Casi todos murieron siendo jóvenes. Unos, en enfrentamientos con la policía. Otros, arrasados por la droga. Tenían, como los jóvenes negros de las torres o las casas vacías de Baltimore, sentido de clan, un código de lealtad, un lenguaje propio. También a ellos la familia les daba amor. Muchas veces, la madre incluso les guardaba la pistola. Con el desarrollismo, todo empezó a cambiar. El joven delincuente se hizo más violento, perdió sus raíces de barrio, el sentido de pertenencia a un grupo, y, cuando la familia entró en crisis, dejó de dar amor. El desarrollo y la heroína los arrollaron.
En The Wire hay testigos de la acusación que mueren asesinados por identificar al autor de un crimen. Abogados al servicio de los capos del delito. Jóvenes que delinquen porque no se les da otra salida, y cuando se les da es tarde —como el joven profesor que, sabiendo que le engaña, trata de ayudar al exalumno adolescente cuando ya está enganchado a la heroína—. Funcionarios corruptos y jueces que prevarican. Delincuentes con agallas para plantar cara a la justicia. El escritor Juan Perucho era juez. Un día le preguntó a un procesado lo que siempre se pregunta al inicio de un interrogatorio: «¿Me dirá su nombre y apellidos?». El procesado, tipo bregado, le respondió: «No me da la gana». Hombre educado, Perucho insistió: «Le ruego que responda a mi pregunta. De no hacerlo tendré que tomar medidas». El procesado se encogió de hombros: «Me las meto en el culo». Perucho me contó que, al día siguiente, mientras se afeitaba, se miró en el espejo y se dijo «Juan, jubílate. Esto acabará mal».
«Te acercaste a su vida a través del ojo de la cerradura y por eso hay emoción en lo que cuentas», dice un personaje. Eso fue The Wire: una dura, meticulosa radiografía de una ciudad, Baltimore, mostrando las miserias de su delincuencia, su policía, su clase política, su periodismo. Lo que yo me pregunto es cómo, teniendo aquí el mismo material que allí, somos incapaces de hacer una serie como esa, que se cerró con unas memorables imágenes sin voz, reflejando el fracaso de unas historias de vida que antes se había expresado con la jerga que yo escuché en mis años de reportero, acodado en la barra de un bar frecuentado por policías, delincuentes, abogados, putas y periodistas.
«Esto es Baltimore», dice un protagonista de The Wire.
The Wire fue mucho más que Baltimore.
The wire pierde su esencia si no la ves en versión original, y lo mismo le pasa a este artículo, a pesar de las buenas intenciones.
Y muchos diréis…
– no todos entendemos inglés.
Y yo os contesto lo mismo que David Simon:
– Fuck the average viewer! (originariamente «Fuck the casual viewer!»)
Totalmente de acuerdo con lo que dices. Yo inglés no se, pero para eso están los subtítulos
Es asombroso el enorme contingente de público que es absolutamente incapaz de leer los subtítulos con la suficiente rapidez como para poder seguir la ficción. Hay que tener en cuenta que es mayoría la gente que apenas deja la primaria, abandona cualquier tipo de lectura.
Escuchar a la gente de «the projects» merece la pena en versión original aun no entendiendo lo que dicen, jajaja.
No estás analizando el lenguaje de la serie, estás analizando el doblaje.
No se está analizando el lenguaje de la serie si se hace a partir de los diálogos sacados del doblaje. «Dar bola, dar vida, dar cuartel» es argot ochentero de película del Vaquilla y El Torete. Es como intentar analizar la poesía de Lorca desde una edición en inglés. Absurdo.
Este artículo es igual que ver la serie doblada… No es mala pero no llega ni a los talones a la original, yo de toda la vida e visto series pelis o lo que sea en idioma original aunque después tenga que abrir el diccionario ( google translator) y busque la palabra en cuestión…o acaso alguien podría imaginarse alguna canción de bob dylan al español?
Ya sabíamos esto: todo es mejor en su versión original, de guire, el Quijote, Tolstoy, loh cannavale de cai y tantas cosas.
Capitán obvio al rescate.
Ahora di algo interesante, como q la serie está demasiado sobrevalorada o q es atemporal y resistirá una futura revisión cuando los nietos sean mayores…
Nadie dice eso. Solo que es absurdo analizar el lenguaje de la serie desde el doblaje, mas cuando tiene el nivel del doblaje español. Lo entendes o necesitas que te lo dibujen?