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Imaginemos un mundo completamente dominado por las mujeres. En ese mundo los hombres están excluidos de la vida intelectual (y de tantas otras cosas). Se ve con desconfianza que lean salvo si son libros banales, para pasar el rato entre devoción y devoción; no se les ofrece más escuela que la de las labores caseras; se les cierra el paso a las sociedades científicas; se les ridiculiza si pretenden opinar sobre ética o astronomía, sobre medicina o, en particular, sobre asuntos del Estado; si a alguno se le ocurriera la descabellada idea de publicar un libro con su nombre se consideraría inmoral, inaceptable, soberbio, detestable; y sería ya el colmo de la indecencia y la arrogancia (tan poco convenientes en un hombre) si en ese libro el autor se riese de las grandes filósofas, de las más excelsas pensadoras de la historia.
Imaginemos ahora que un hombre, en pleno siglo XVII, hace exactamente eso, construir una utopía que le sirve para tres cosas: primero, mostrar que se puede ser hombre y tener un conocimiento profundo de la ciencia y la filosofía; segundo, usar el libro para transmitir ese conocimiento a los otros hombres, acostumbrados a leer solo literatura liviana, y por eso, en lugar de escribir un tratado (nuestro hombre ya ha escrito alguno, pero ha sido leído solo por mujeres), escribe una novela de fantasía, en la que un joven es raptado y, tras distintas vicisitudes, acaba en un mundo maravilloso, centelleante, en el que abundan las joyas y el oro, todo es hermosísimo y grandioso… y en ese contexto tan de novela para jovencitos, se presentan debates con seres maravillosos (los hombres pájaro, los hombres lombriz, etc.) para dilucidar el estado del conocimiento de los temas fundamentales de la época; y, tercero, aprovecha esa narración para reírse amablemente de las filósofas y las científicas, de lo confuso de muchos de sus conceptos, de las peleas entre escuelas, de la ignorancia vestida de solemnidad.
Por supuesto, ese hombre se topará con un problema grave. El libro que acaba de escribir es revolucionario por haberlo escrito y más aún por empeñarse en publicarlo con su nombre. Para evitar el escarnio público deberá hacer numerosas genuflexiones ante las autoridades y sobre todo ante la reina; los cubrirá de alabanzas, les concederá un papel en su novela y hará que la reina se convierta en la más poderosa de la Tierra. A pesar de esas concesiones, ese hombre, hoy, en nuestra época igualitaria (más bien, que pretende desear la igualdad) sería considerado un héroe visionario.
Eso es, exactamente, lo que hizo Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle, pero al revés. Escribir un libro destinado a las mujeres en el que, bajo apariencia de novela, expone sus ideas sobre las materias más dispares, como filosofía, física y biología, exigiendo para sí el derecho a la ambición literaria y científica que tenían los hombres de su tiempo. En realidad, todo un hito, pero un hito condenado al olvido por haber sido escrito por una mujer.
Su obra, The Blazing World, nos narra un mundo maravilloso, con sus propias constelaciones, poblado por extraños seres, en el que es posible realizar viajes astrales y usarlos para dilucidar numerosas cuestiones científicas y filosóficas candentes en la época. También para hacer consideraciones políticas, sobre el poder, sobre la paz y la guerra, sobre cómo el deseo de conquista no hace más que empequeñecer al conquistador, sobre la diferencia entre ser temido o ser amado como rey… Sin complejos, manifestando la propia ambición, incluso convirtiéndose a sí misma en personaje de la novela, un personaje que, con una falta de modestia muy poco femenina, admite: antes que imitar a otros, elegiría ser imitada por otros, «pues mi Naturaleza es tal, que preferiría aparecer como peor en mi Singularidad, que mejor en la Moda». Y también, ya con un descaro absolutamente inaceptable: «Así, estimando la paz por encima de la guerra, el ingenio por encima de las reglas, la honestidad por encima de la belleza, en lugar de elegir las figuras de Alejandro, César, Héctor, Aquiles, Néstor, Ulises, Helena, etc., antes elijo la figura de la honesta Margaret Newcastle, que ya no cambiaría por todo este Mundo Terrenal».
Ese es el mérito de la duquesa de Newcastle, haberse enfrentado a los prejuicios de sus contemporáneos, reivindicando para sí un derecho que en los hombres se consideraba natural, y de paso intentando integrar en el conocimiento a sus compañeras de género, hasta entonces excluidas de él. Si hay una precursora del feminismo, esa es Margaret Cavendish. ¿Por qué sabemos tan poco de ella? ¿Por qué no conocemos su obra como la de Moro o Campanella? No hará falta que conteste yo a esa pregunta.
Si podemos considerar a Margaret una precursora de la literatura feminista, no podemos decir que se adelantase a su tiempo en lo que se refiere a la construcción de mundos utópicos. Moro había escrito su Utopía siglo y medio antes, y entre medias se habían publicado numerosas obras que transitaban la insularidad utópica, género de moda para acercarse a la crítica social, moral y política. Pero sí ha habido mujeres precursoras en géneros cuyo canon está hoy dominado por los hombres.
Se suele afirmar que la primera distopía moderna es El talón de hierro, publicada por Jack London en 1908, quizá porque la creada por Mary Shelley (que no se conformó con ser una de las fundadoras de la ciencia ficción con Frankenstein) en El último hombre no llegaba a considerarse parte de la modernidad. Construida durante más de doscientas páginas a través de sucesos victorianamente rocambolescos —amores prohibidos, despechos, suicidios por amor, personajes que se van a la guerra de Grecia o Constantinopla para apaciguar sus corazones heridos—, en la segunda parte, poco a poco, se va convirtiendo en una de las primeras grandes novelas posapocalípticas: la peste está exterminando a la humanidad; los últimos supervivientes se dirigen a Suiza esperando escapar allí del mal, pero la enfermedad acaba con todos menos uno; un hombre al que vemos, al final del libro, montando en una barca, acompañado de un perro (y de algunos libros de Homero y Shakespeare), dispuesto a pasar sus últimos días recorriendo el mundo, incapaz ya de soportar el aburrimiento y la falta de acontecimientos: «Ni la esperanza ni la alegría son mis pilotos: solo me empujan la desesperación y un ferviente deseo de cambio». Si no se cita esta obra como una de las primeras novelas posapocalípticas es quizá porque el tema de la peste parece entroncarla más con las pesadillas medievales y de la Edad Moderna que con el presente, aunque, bien mirado, la enfermedad como causa de la catástrofe mundial está en numerosas novelas y películas contemporáneas. Pero novelas como La amenaza de Andrómeda o Soy leyenda u Oryx y Crake, si dejamos de lado la especulación científica que las sustenta, no parten de un escenario tan diferente.
Otro género más antiguo de lo que podríamos pensar es la falsa utopía, utilizada repetidamente para alertar de los peligros del socialismo: la falsa utopía muestra una sociedad supuestamente perfecta que, mirada de cerca, se revela como pesadilla (lo que refleja en algunos casos los miedos de la burguesía a un posible Estado obrero, como señala Jameson en Arqueologías del futuro, refiriéndose a 1984). Pero esos aparentes paraísos tienen una tradición que va más allá del miedo al socialismo. Samuel Johnson, en La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia, inventaba un valle feliz del que Rasselas escapa, harto de una vida sin acontecimientos. Johnson revela así un cambio en el ideal perseguido por la sociedad: si la utopía de Moro es la consecución de la felicidad, el ascenso de la burguesía hace que lo que antes era deseable se convierta en pesadilla: el hombre condenado a hacer el bien, por plácida que sea su vida, es un engendro porque carece de lo fundamental: la libertad. Así, el hombre utópico del capitalismo es el individuo que decide por sí solo, aunque elija su propia infelicidad. Mejor infeliz que esclavo. O, como dijo más drásticamente Stuart Mill: mejor hombre infeliz que cerdo satisfecho.
Quizá una de las primeras obras que da un sesgo político a la paradoja que supone la infelicidad provocada por tener todas las necesidades resueltas es The Republic of the Future, de Anna Bowman Dodd. Esta periodista y escritora neoyorquina escribe a finales del siglo xix, un momento en el que surgen utopías por todas partes, no solo por influencia de las ideas socialistas, también porque el modelo de crecimiento industrial que prometía el progreso para todos ha mostrado sus límites más dramáticos. Pobreza, suciedad, contaminación, desigualdades crecientes, también entre hombres y mujeres. Cada año se publican utopías que prevén un mundo industrial comunista, en el que no hay propiedad privada (Bellamy), otras en las que se preconiza un regreso a la naturaleza y a lo artesanal (Morris), otras en las que se sueña una sociedad justa dirigida por las mujeres (Corbett). Y, como respuesta crítica, también surgen numerosas distopías y parodias de utopías.
Anna Bowman Dodd no es una revolucionaria, todo lo contrario. Y por eso, ante las revoluciones que se están gestando en el mundo, imagina una sociedad en la que han triunfado, para advertirnos de sus peligros. En su novela, Dodd narra el viaje de un sueco (en cuyo país se mantiene el capitalismo) al supuesto paraíso socialista en el que se han convertido los Estados Unidos. Ya desde el mismo viaje —en una especie de submarino de alta velocidad— se ríe de las nuevas modas humanistas, como la defensa de los animales: a pesar de que los misioneros de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad entre Cetáceos y Crustáceos llevan años predicando a los peces, no han conseguido erradicar el canibalismo entre ellos.
En Estados Unidos, nos encontramos con el gris paraíso socialista: como se ha prohibido todo trabajo degradante, apenas quedan actividades que no sean llevadas a cabo por máquinas. Las tiendas pertenecen al Gobierno, por lo que los empleados no tienen interés en vender ni en hacer escaparates atractivos. No hay arte en venta, pues el arte debe pertenecer a todos y por ello solo se puede admirar en los museos. Todas las casas son iguales. Las ropas son feas, sin gracia. No hay erotismo, entre otras cosas porque hombres y mujeres se parecen tanto que no puede haber tensión sexual (afirma el viajero sueco). Y, para que la igualdad sea absoluta entre las personas, las competiciones deportivas están prohibidas y se evita que nadie destaque en disciplina alguna. A la mujer que sirve de guía al sueco sí se le permite ser algo más inteligente que la media porque es fea. Y, otro desastre: tampoco hay guerras, porque no les gustaban a las mujeres, no debido a razones éticas, sino porque ellas eran malos soldados.
El paraíso socialista es un horror, nos dice la buena burguesa Anna Bowman Dodd, porque no hay competición ni enfrentamiento, porque la ambición no se ve recompensada, porque la gente se aburre, y porque las mujeres tienen demasiado poder. Y de paso nos instruye en que el enemigo del obrero no es la desigualdad en el reparto de los bienes, sino la maquinaria, que le roba el duro trabajo que da sentido a su vida.
Independientemente de nuestra coincidencia o desacuerdo con la visión conservadora de la autora, su obra merecería mayor reconocimiento aunque solo sea por haberse adelantado a novelas como Nosotros, de Zamiatin, 1984 de Orwell, o Moscú 2042, de Voinóvich. Pero nos encontramos otra vez con ese cedazo que criba, consciente o inconscientemente, las obras escritas por mujeres y las deja fuera del canon.
2
Leer autores de distintas épocas suele generar una sensación de continuidad. De todo lo que existe había ya una semilla. Nada nace de la nada. También las tres obras comentadas más arriba tenían antecedentes; lo que parece invención es siempre desarrollo. Otra cosa es que se reconozca o no la existencia de esa semilla. Como decía, estoy convencido de que las tres obras a las que me he referido tendrían hoy otro lugar en la historia de la literatura si hubiesen sido escritas por hombres. Claro que hay excepciones: la misma Mary Shelley dio el salto al canon con Frankenstein, simiente de la que nace una parte importante de la ciencia ficción. Pero si la excepción no necesariamente confirma la regla, lo que desde luego no hace es desmentirla. Cuando me preguntan por los mejores libros que he leído últimamente —cosa que suele suceder en charlas y encuentros con lectores— hago el siguiente experimento: a veces cito solo libros escritos por hombres, a veces solo algunos escritos por mujeres. Cuando hago lo segundo me interrogan, quieren saber por qué he elegido solo escritoras; cuando hago lo primero nunca me lo cuestionan.
Juguemos entonces a lo que jugábamos al principio: imaginemos un mundo en el que el canon es femenino, en el que lo que importa es lo que escriben las mujeres y lo que hacen los hombres se contempla, a lo sumo, con benévola condescendencia. ¿Encontramos en ese mundo una continuidad, una filiación entre aquellas novelas precursoras y otras escritas hoy? Por supuesto. Podría mencionar muchos ejemplos, pero me limitaré a hablar de dos que he leído últimamente y me han impresionado.
Empezando por Quema, de Ariadna Castellarnau, donde se retoma la idea de la peste y del fin del mundo. No es una epidemia clásica, como en El último hombre ni como en Soy leyenda. No hay un virus que se contagia de persona a persona. Es algo más difuso e inasible: el mal. Con minúsculas porque tampoco estamos ante un concepto metafísico, más bien se usa la palabra para explicar lo inexplicable, una degradación que afecta a todo: el mundo físico se derrumba, el psíquico y el afectivo también. Y como siempre que hay una degradación radical en las posibilidades de subsistencia, aparecen bandas violentas, más bien, la violencia se adueña de todo, incluso de la vida privada. Aunque son muchos los que se rinden en ese paisaje feroz y se dejan dominar por el desaliento: «Tanto correr, gritar y robar y matar y lo único que quiere todo el mundo es encontrar un sitio caliente donde morir. Lo esencial. La sustancia de la felicidad». Otros de los más débiles, como sucede siempre en tiempos de catástrofe, se refugian en la fe; son esos Rezadores que se dirigen al norte «porque creen que ahí no encontrarán el mal».
Esta novela breve, densa, no pierde el tiempo con explicaciones pseudocientíficas, ni relatando el origen del mal. Si en La carretera McCarthy nos hace atravesar un mundo inexplicablemente desolado de la mano de un padre y un hijo, en Quema no hay ni siquiera ese espacio protegido, el del afecto y la empatía, para reconfortarnos; aquí saltamos de un personaje a otro en ese territorio dislocado en el que cualquier continuidad sería una ilusión; sí, advertimos que algunos hilos narrativos reaparecen, se enlazan con otros, pero la sensación general es de desmadejamiento, de arbitrariedad. Cualquier argumento coherente sonaría a fraude cuando las cosas se desmoronan a tal punto que incluso los perros se suicidan arrojándose por un barranco y cuando la confusión ante lo inexplicable lleva a las personas a realizar actos absurdos pero tranquilizadores: ¿por qué queman todas sus pertenencias, por qué esas grandes piras para destruir lo único que tienen? «La quema fue el gesto más inútil que haya hecho la humanidad. Eso y el viaje a la Luna», dice un personaje. Sin embargo, casi todos se entregan a ese gesto a la vez purificador, expiatorio e irracional, un último intento de regresar al mundo de antes, «cuando las cosas se regían por ciclos y había estaciones».
El apocalipsis ya no precisa de bombas nucleares ni de invasiones extraterrestres, ni siquiera de razones científicas. Atribuirle una causa única es inventar una mentira tranquilizadora, porque si hay una causa hay esperanza, podemos combatir, defendernos. Pero no hay un acontecimiento que explique lo que sucede. Las cosas pasan, nada más. El mundo se derrumba, eso es todo. Y estamos inermes. Nuestra opción es sobrevivir o entregarnos, cualquier otra expectativa, la de los Rezadores, por ejemplo, no es más que una manera de engañarse. ¿Esperanza? Es curioso que incluso en esos paisajes desolados, algunos personajes se empeñen en encontrarla en los libros, es decir, en aislarse, en transportarse a una realidad paralela. El último hombre acababa con el superviviente llevándose en barca unos pocos libros y sabiendo que todas las bibliotecas del mundo estaban a su disposición, y en Quema una niña se refugia de la locura leyendo: «Yo recogía los libros del suelo, les quitaba el polvo y las huellas de los zapatos de la boba y me los leía sin saltarme una página. Aprendí muchas cosas que luego olvidé. Aunque en el fondo siempre queda algo. Una delgada estructura de conocimientos que nos levanta a unos centímetros de la barbarie, que nos protege, que nos enclaustra a una corta distancia del horror». Y eso que, cuando la niña rescataba esos libros, el auténtico horror aún no se había desatado.
El horror. La famosa exclamación de Kurtz. Al pensar en el apocalipsis enseguida imaginamos un mundo en el que todas las leyes han saltado por los aires, en el que esa barbarie mencionada, y que siempre llevamos dentro, explota y sale a la superficie. Pero las cosas pueden ser mucho más sencillas, menos llamativas, más cotidianas. Como en América alucinada, de Betina González.
Aquí la autora recoge la tradición de la falsa utopía y la combina con lo que se revela como falsa distopía. Porque al inicio nos encontramos con un mundo crepuscular en el que parece estarse extendiendo también un tipo de mal: los ciervos atacan a las personas y se abalanzan contra los automóviles. En la ciudad en la que se desarrolla principalmente la novela han cerrado las fábricas, el conservatorio, el teatro, muchas tiendas. Y no es que la ciudad se derrumbe y el mundo rural tome el relevo: no se puede hablar de mundo rural, solo de vacío: casas, granjas, hospitales y escuelas abandonados. También da la impresión de que han desaparecido los lazos sociales: los personajes deambulan solitarios, más bien, acompañados por su pasado. Muchos de los que se han quedado sin nada se dedican a errar por los bosques, desamparados. Cada uno sobrevive como puede cuando los lazos de una sociedad se diluyen. Es necesario reinventarlos, como hace la niña abandonada por su madre de la noche a la mañana, que busca a alguien que pueda hacer de pariente suyo para que no se la lleven los servicios sociales (luego, alguna estructura estatal se mantiene: hay servicios sociales). Mientras tanto, una mujer organiza un grupo de ancianos para abatir a los ciervos. Una manera muy humana de solucionar problemas: a tiros con el síntoma.
Sin embargo, según avanza la novela nos damos cuenta de que no estamos en un mundo distópico, sino en el nuestro, en el de ahora mismo, donde una buena parte de la población vive con los residuos del capitalismo, que ha ido desmontando estructuras y eliminando barreras hasta dejar completamente desprotegida a la parte más débil. Y no hay repuesto, nada con qué sustituir las antiguas seguridades. El ambiente de disolución solo refleja el ambiente de crisis actual, una crisis que se ha instalado como normalidad, y para vivir ese despojamiento como normal tienes que desarticularte a ti mismo, renegar de tus expectativas y deseos, aceptar una ataraxia impuesta por la realidad. Sobrevives, también emocionalmente, y no puedes aspirar a más: «Logré verme como lo que soy, doctora: una pasajera más del naufragio más terrible que haya sufrido una época, un país, una generación completa; una sobreviviente del ruido que hacen los mil y un cerrojos del mundo al estallar demasiado tarde y demasiado fuerte».
Si las líneas argumentales van trazando esa distopía que no es tal, al margen de lo falsamente distópico se recrea también la falsa utopía, la de los desadaptados, que habitan en los bosques y han huido de una sociedad decadente, herederos de los hippies, también en su búsqueda de experiencias alucinógenas: un mundo inventado para sustituir el mundo real, sensaciones para evitar sentimientos. La utopía solo sobrevive aislada —literalmente: como isla—, pero ahí está su maldición: la sociedad utópica está condenada, no por la posible intrusión de los bárbaros que no aceptan ese mundo feliz, sino porque el bárbaro nos acompaña a todas partes. Los niños felices de la psicodelia, de la vuelta a la naturaleza, de la negación de la fatal estupidez consumista, contaminan la Arcadia con sus traumas y sus deficiencias, con sus miedos y sus deseos destructivos, y reproducen las jerarquías que habían creído dejar atrás. Et in Arcadia ego; ese es el problema, que cuando me introduzco en la Arcadia soy yo quien lleva a su centro la semilla de la aniquilación.
No es Betina González una creadora de mundos de fantasía como sí lo eran Cavendish o Dodd; en su novela no aparecen inventos caprichosos ni novedosos experimentos sociales. Todo sucede aquí con la naturalidad de lo conocido, porque tanto la falsa utopía como la falsa distopía son parte esencial de nuestra cultura: quién no está familiarizado con esos espacios engañosamente felices con los que pretendemos redimirnos (sea la religión, las drogas, el consumo, el éxito o nuestro minúsculo mundo virtual); y, si prestamos atención, vemos que la catástrofe nos rodea, que el día a día de nuestras sociedades es un silencioso quebrarse de objetos, de afectos, de instituciones, de las estructuras que nos sostenían, al que asistimos sin emoción, hasta que una obra como América alucinada nos hace mirar de nuevo, cumpliendo la vocación histórica de la novela: inventar ficciones que nos obligan a fijarnos de una maldita vez en la realidad.
En la realidad, insisto. Y eso hace que en estas dos novelas no se dé un lugar común habitual en el género distópico: el héroe o el antihéroe, ese personaje con pretensiones de salvar el mundo enfrentándose a fuerzas poderosas con solo su determinación. El héroe individual e individualista de la mayoría de las novelas, y sobre todo de las películas, de acción. En las novelas de Castellarnau y González ese heroísmo no tiene cabida. Intentar salvar el mundo es una fantasía de omnipotencia propia de adolescentes; salvar una brizna de lo que te rodea, el acto de quien no se rinde ni se resigna. Y en ambas novelas son mujeres las que realizan ese acto: «¿Quieres ser mi pariente?», pregunta la niña a la anciana en América alucinada. «Sí», responde esta, y ese sí es el único refugio ante la debacle general: la afirmación de que el afecto, los cuidados, son el núcleo desde el que arrancar cualquier tarea de reconstrucción.
En Quema, Rita afirma al final de la novela: «Podían desaparecer todas las personas de la faz de la tierra mañana mismo que yo resistiría. Sobreviviría como las cucarachas. Dura y esquiva». Pero si esa resolución le sirve para la supervivencia física, para conservarse como ser humano necesita algo más, y por eso acaba levantando un refugio, un espacio protegido en el que acoger a algunos supervivientes de la quema. Tampoco ella pretende salvar el mundo, tan solo volver habitable uno de sus minúsculos espacios.
No sacaré yo conclusiones sobre lo femenino o no de esos cuidados —no sea que me quieran crucificar como a Pablo Iglesias por una afirmación de ese tipo—, pero sí me parece que esa opción por lo íntimo como inicio de lo político coloca las dos novelas en una esfera diferente, en un lugar hacia el que no suelen mirar ni el canon ni mucho menos el hit parade literario. Razón de más para que miremos nosotros.
… “opción por lo íntimo como inicio político”. Hermosa y salvífica utopía, muy femenino, por ahora solo eso, utopías, siempre y cuando estos machazos presidentes y tiranillos occidentales y asiáticos no hagan saltar el mundo por los aires y lleguen las tinieblas de la nada.
Margaret Cavendish ha sido editada por Ediciones Siruela:
http://www.siruela.com/catalogo.php?id_libro=3381