—Ring, ring, ring…
—¿Diga?
—Mamá, soy yo…
—Uy, nena, te estaba llamando porque la radio dice que en tu pueblo está nevando.
—Sí, es por eso que te llamo…
—Y es que como tú no oyes la radio ni nada, te llamaba para decirte eso: que está nevando pero que el tiempo va a cambiar mañana. A mí me gusta mucho oír la radio, hace mucha compañía. No comprendo que haya gente a la que no le guste: hacen tertulias, ponen música y de muchos tipos, ¿eh? Clásica, moderna, de esa de… ¡Ay, de esa! Uy, ¡qué rabia me da no acordarme de las cosas! Oye, de esa de… Ay, ¡ME DA UN CORAJE NO ACORDARME DE LO QUE QUIERO DECIR! ¡UY, OYE, DE VERDAD!
—Mamá, ¿por qué dices «ni nada»?
—¿Qué?
—Has dicho que no escucho ni la radio «ni nada».
—¿Yo?
—Sí acabas de decirlo hace un momento.
—¿Qué?
—Acabas de decir…
—¿Qué? Tu teléfono va mal, no se oye nada, te voy a regalar un teléfono. ¡Oyeee, oyeeee…!
—Mamá, recapacita, ¿por qué has dicho…?
—Pues no me acuerdo, no sé… ¿Y la nena qué? ¿Ha ido al cole con el frío que hace? ¡Ah! Pues el periódico dice que van a sacar una colección de la vida como era antes, de la ciudad antigua, ¿quieres que te haga la colección? Yo te voy recogiendo los fascículos y te los llevo los martes a casa si quieres.
—Bueno, si quieres…
—¿Si quiero qué?
—Que si quieres que hagamos la colección de fascículos.
—Bueno, si tú quieres la hacemos, pero ahora quería decirte otra cosa más importante…
—Mamá, te estoy siguiendo a ti la conversación y ahora parece que sea yo la que quiere hacer lo de los fascículos.
—¿Qué fascículos?
—Mamá, los que tú acabas de decirme
—Qué sí, nena, que haremos la colección, no te preocupes, cariño.
—¡MAMÁ!
—Ay, cariño, qué mal carácter tienes.
—¡¿Yo?! ¡Bueno, mamá, es lo que me faltaba por oír: te llamo yo para decirte que está nevando y me lo tienes que decir tú porque lo has oído en la radio, cuando yo creo que lo relevante es que te lo diga yo que soy la que está en medio de la nieve y no tú, que lo estás oyendo en la radio!
—Mira, cariño, te quiero proponer una cosa: quiero que de ahora en adelante hablemos de un modo más civilizado, que nos escuchemos más y no nos interrumpamos para hablar, que cada una tomemos en cuenta lo que dice la otra, que seamos más positivas en las conversaciones. No te enfades, pero yo te he contado eso porque lo han dicho, de verdad que lo han dicho, han dicho que está nevando en tu pueblo y te lo he dicho porque creí que te haría ilusión saberlo.
—No, mamá, te hace ilusión a ti decírmelo y ni siquiera recuerdas que he sido yo la que te ha llamado para contártelo porque estoy yo bajo la nieve de la que habla la radio, disfrutando de ella hasta que se me ha ocurrido la mala idea de contártelo. Y me considero una persona muy positiva.
—Y qué más da quién haya llamado, no me gusta que seas envidiosa por cosas tan tontas. Además, ya veo que no quieres aceptar mis propuestas.
—Mamá, luego te llamo, que se me está quemando algo en el fuego.
—Vale, nena, como tú quieras.
No hay nada más extraño y lejano para uno mismo que ciertas conversaciones con la propia familia. Quizá sea un mecanismo que la naturaleza tiene previsto para recordarnos que la misión de los hijos consiste en independizarse de los padres. Un aprendizaje profundo arraigado en el código epigenético. Se refiere a ese comentario tan repetido que dice: «Nos queremos mucho, sí, pero no podemos estar juntos demasiado tiempo, ni conversar en profundidad».
La dificultad en la relación familiar no está motivada necesariamente por ningún acontecimiento adverso. Sin que haya ocurrido nada negativo, las personas pueden construir dificultades existenciales. La forma lingüística que utilizamos para representarnos la realidad puede construir conflictos inexistentes hasta entonces.
La pragmática de la comunicación estudia algunos atolladeros en los que se ven envueltos los hablantes. Ciertas formas de hablar que contraponen lo que decimos con lo que sentimos, o ponen en desacuerdo lo que deseamos con lo que hacemos. Funcionan como un hechizo que congela el pensamiento y desconecta la reflexión de la acción.
Como nos enseñó McLuhan en los años sesenta, el lenguaje crea realidad. En consecuencia, nuestra experiencia del mundo cambia de aspecto después de ser pensada y, especialmente, después de ser textualizada. La realidad se transforma con el uso de la palabra, y ello explica que haya personas que ante la misma adversidad ven oportunidades de aprendizaje y otras solo perciben dificultades paralizantes.
En consecuencia, la construcción de la realidad se proyecta en el plano lingüístico y cuando el pensamiento que construimos está en desacuerdo con la experiencia que tenemos de la realidad nos metemos en problemas. Una de estas paradojas lingüísticas o psicotrampas se refiere a la costumbre de proponer acuerdos en mitad del fragor del combate.
Al margen del ámbito familiar, esto se ve lamentablemente en muchos debates televisivos. Los contertulios niegan continuamente el argumento del adversario, lo rebaten empleando la adivinación, es decir, sin haberlo escuchado prácticamente, y, cuando están emocionalmente bien enfrentados, en ese preciso momento, uno de los dos propone la solución de concordia, acusando al otro de intolerante si no acepta el acuerdo. «Demasiado tarde», pensará intuitivamente el interpelado, «en otro momento hubiera aceptado con gusto, pero con el enfado que tengo ahora me resulta mucho más difícil». La diana queda así disponible para ser asaeteada por acusaciones de dogmatismo, intolerancia y negación para llegar a acuerdos. Todo ello reconfigura la distribución de poder en la discusión.
Mi voz se pierde
en un océano de circunstancias
(Trinidad Ballester)
El lenguaje sirve para afectar las cadenas musculares de los hablantes y, en consecuencia, para modular sus emociones. Después, y con un poco de suerte, viene el intercambio de ideas. Pero, si lo observamos con atención, muchas conversaciones se quedan en la primera fase, es decir, con lo que tiene que ver con la calibración del propio estado emocional y el del contertulio.
El contexto familiar es una gran fuente de aprendizajes en el campo que estamos comentando. Más allá de las buenas intenciones, que a veces consiguen los peores resultados, la familia pretende que la persona habite un estado conocido por esta para perpetuar la estabilidad, criterio mayor del mantenimiento de la misma
Y es por eso que, si consideras que no tienes suficientes problemas en la vida, siempre puedes contar con la familia.
Qué gran verdad. Pienso que lo estamos haciendo mal. A partir de cierto punto, los padres pasamos de ser necesarios a ser un impedimento. Cuando mis hijos crezcan, quiero que se vayan, que me «maten» del todo, que sean lo más libres que puedan ser. Que vuelvan cuando quieran si es que quieren. Me dolerá un mundo, pero creo que es lo mejor para ellos.
Muy muy de acuerdo con chema_m y con el articulo.Excelente!