Un seno se pudre en la escena central de Las tentaciones de san Antonio Abad (1524). Sale del escote de una vieja con colmillos de jabalí y mirada vidriosa, y le brotan pelos como si fuesen raíces de una cebolla ennegrecida por la humedad. La criatura demoníaca ocupa el segundo plano del cuadro; en el primero, tres jóvenes tientan al santo con una manzana mientras un mono, símbolo del diablo, tira de su traje para hacerle caer al suelo. La putrefacción de la anciana, que acecha como un buitre, alerta de la verdadera naturaleza de sus delicadas compañeras. «Es una trampa, cristiano: en cuanto pruebes el fruto todo se volverá escama y dolor». Hay un terror antiguo en los pliegues de su carne, que son como los anillos de crecimiento de los árboles. No me refiero al pecado original, ni a la vejez ni a la muerte, sino a la agonía, a la enfermedad, al discurrir punzante de las horas. A esa «malignidad que horada el cuerpo desde dentro» y no ofrece escapatoria, porque sería como desertar de uno mismo (1).
No hay en el Museo del Prado un pecho más corrupto que el de la obra de Patinir y Massys, al menos no a la vista. En el extremo opuesto, cientos compiten por ser el más esférico entre los barrocos (Durero, Tiziano, Rubens) o el más pío entre los cristianos: aquellos que sostienen las vírgenes de la humildad o de la leche para dar de mamar al niño. Lo hacen con indiferencia, despojados de erotismo, y vienen a decirnos que María es la madre de la Iglesia, que alimenta el espíritu y proporciona los cuidados necesarios a sus fieles. El pecho es un portal entre la humanidad y Dios, como el de la anciana lo es entre la humanidad y Satanás.
La representación más antigua de este tipo se encuentra en las catacumbas de Priscila en Roma (siglo II). La iconografía de la humildad remite a la huida a Egipto, escapando de la matanza de los inocentes, y a cómo la virgen daba el pecho a Jesús sentada en el suelo en los descansos del viaje. Después hay diferencias en función de la época y el origen del artista: vírgenes modestas o sentadas en tronos; senos que nacen directamente del cuello, como verrugas colgantes; mesías que rebuscan el fruto entre los pliegues y otros que miran al espectador insinuantes o recelosos.
En realidad, la primera diosa lactante fue Isis, madre de Horus, reina de Egipto y fuerza fecundadora de la naturaleza, que desde el siglo VII a. C. aparece con el torso desnudo y el niño en sus rodillas. Observar esas diminutas estatuas de bronce —en las vitrinas del Louvre, por ejemplo— es como asomarse a una cerradura milenaria. Esos pequeños cuerpos macizos, magnéticos, erguidos en tronos durante dos mil quinientos años, negros como el barro que arrastraba el Nilo en sus crecidas. Durante los primeros siglos del cristianismo, el culto a Isis se solapó con la nueva religión, especialmente entre los coptos. De este modo, «la iconografía de Isis Lactans fue transferida a Maria Lactans y desde Egipto se transmitió al mundo bizantino y posteriormente a la cristiandad occidental» (2).
Isis también concibió a su hijo, Horus, de forma más o menos milagrosa. Geb y Nut, dioses de la tierra y el cielo, tuvieron dos hijos y dos hijas que se unieron en matrimonio: Osiris con Isis y Seth con Neftis. Seth, rey del desierto y las montañas, asesinó a su hermano Osiris, que reinaba en el fértil valle del Nilo. Después de matarlo, descuartizó su cadáver en catorce pedazos y los escondió por todo el reino. Isis recuperó todos menos uno (el falo, devorado por un pez), resucitó de forma efímera a su esposo y se quedó embarazada de él. Hay varias versiones sobre la «concepción mágica» de Horus, pero ninguna del todo satisfactoria teniendo en cuenta la mecánica del proceso. Una de ellas cuenta cómo Isis se convirtió en un pájaro y «extrajo la semilla» del difunto, representado unas veces con falo y otras sin él. Osiris se convirtió en el señor del Más Allá y juez de los muertos en la duat (inframundo), por eso suele aparecer momificado. Cuando creció, Horus se enfrentó a Seth y recuperó el trono de Egipto.
Entre los pechos barrocos que compiten en generosidad, decíamos, están los de la diosa griega Hera. Su hermano y esposo, Zeus, engañó a una mortal haciéndose pasar por su cónyuge y se acostó con ella. Del encuentro nacería Heracles (Hércules). Hera, ultrajada, retrasó el parto de la mujer hasta el décimo mes e intentó matar al bebé enviando dos serpientes a su cuna. El niño las estranguló con las manos. Ya era fuerte, pero para llegar a ser inmortal necesitaba tomar la leche de Hera. Unos autores cuentan que Hércules mamó de ella mientras estaba dormida, y que al despertar la diosa lo rechazó y derramó su leche; otros, que Atenea convenció a Hera para que le diese el pecho, pero el niño succionó tan fuerte que su madrastra tuvo que arrancarlo como a una sanguijuela.
Rubens adapta el mito en El nacimiento de la Vía Láctea (1638). Hera aprieta su pecho —con el aspecto y densidad de un globo de agua— para alimentar a Hércules, pero un chorro de eternidad líquida sale disparado más allá del niño, regando el cosmos, dando origen a la espiral que nos contiene. Otra vez un portal entre la parte y el todo; entre la humanidad y lo otro, sea lo que sea.
Dice Ovidio en su Metamorfosis (Libro I, 168-171).
Hay una vía sublime, manifiesta en el cielo sereno:
Láctea de nombre tiene, por su candor mismo notable.
Por ella el camino es de los altísimos hacia los techos del gran Tonante (Zeus)
y su real casa (el Olimpo) […].
Termino con la visión que me trajo hasta aquí: la de un disparo de néctar virginal que aterriza en la boca de san Bernardo como el chorro de un botijo (Alonso Cano, 1660). El santo está arrodillado frente a una estatua de María, con los brazos abiertos, esperando el premio a su devoción. La escena me resultó cómica y busqué otras similares: vírgenes modestas o sentadas en tronos; senos que nacen del cuello, como verrugas colgantes; manos que atraviesan los pliegues. Y de camino me detuve ante esta, casi su opuesta, y descubrí una cebolla antigua, y un terror con raíces, y una vieja reptil: «No te resistas, caramba: en esta parte del todo siempre hay escama y dolor».
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(1) La expresión es de Doménico Chiappe en Contra la desolación (2017), un diario maravilloso y atroz que escribió para su hija María durante los primeros meses de su enfermedad, un agresivo tumor en la pelvis.
(2) Para una revisión más exhaustiva ver Laura Rodríguez Peinado, «La Virgen de la Leche», Revista Digital de Iconografía Medieval, vol. V, no 9, 2013, pp. 1-11. Consultar aquí.