Arte y Letras Teatro

Fletcher & Beaumont: tragicomedia de palomitas

Fletcher & Beaumont
Shakespeare and His Contemporaries, de John Faed, 1851. Están representados, empezando por la izquierda atrás: Joshua Sylvester, John Selden, Francis Beaumont, William Camden, Thomas Sackville, John Fletcher, Sir Francis Bacon, Ben Jonson, John Donne, Samuel Daniel, Shakespeare, Sir Walter Raleigh, conde de Southampton, Sir Robert Cotton y Thomas Dekker.

«Sabes que conmigo no tienes que actuar, Steve. No tienes que decir nada. No tienes que hacer nada. Nada en absoluto. O, tal vez, solo silbar. Sabes cómo se silba, ¿verdad, Steve? Solo tienes que juntar los labios y soplar».

Y Bogart soplaba.

Hasta el final de sus días. Allá donde esté, se llevó la frase apócrifa de Bacall. Esa que no llega a pronunciar. La que se queda flotando sin posibilidad de salir de la boca de los espectadores mitómanos. «Si me necesitas, silba». Bogart pidió que grabaran aquello en un silbato de oro para que colgara del cuello de su amada. Y la Flaca lo llevó hasta que vino otra flaca más tormentosa a llevarse a su hombre. El silbato terminó con las cenizas de Bogart. Por si el duro necesitaba llamar a su chica desde el otro lado.

No queda constancia de que Bogart silbara aquel día de agosto en el que Bacall se marchó para siempre. Quizá. Porque la frase seguía teniendo la carga poderosa del principio. Howard Hawks lo había visto claro. Era imposible escapar al sortilegio de aquellas dos bestias de luz sobre la pantalla. Se estaban enamorando y hasta la cámara temblaba. Había que alimentar aquel fuego. «Conmigo no tienes que actuar, Steve». Hawks escribió un pas de deux verbal que no estaba en la novela de Hemingway. Una escena impuesta a sus guionistas. Eso es lo que hace un director todopoderoso: colarle una página de texto al mismísimo William Faulkner.

Lo que Howard Hawks nunca contó es que había copiado la frase de dos dramaturgos que habían tocado el cielo hacía muchos, muchos años. Dos teatreros que escribían juntos. El dúo perfecto con el que el público enloquecía. Los faranduleros más ovacionados de su tiempo. Ahora olvidados. Dos cuerpos para un alma. Los que crearon el final made-in-Hollywood antes de que Hollywood se inventara. John Fletcher y Francis Beaumont. Gloria de la escena londinense. Reventadores de taquillas. Colegas de Kyd, de Jonson, de Shakespeare. Los verdaderos autores de la frase con la que se enlazarían para siempre Bogart y Bacall.

Fletcher y Beaumont lo compartían todo. Lo evidente y lo inefable. Inspiración. Trabajo. Tablas. Compañía. Cuchicheaba Londres que compartían también casa y armario. Que se vestía uno con las ropas del otro. Tanto se parecían en sus modos y en sus ideas que había quien les confundía. No sospechaban que aquello que les unía era algo más que el jubón, el dinero y el fuego de la chimenea. En cierta forma, fueron un ser dividido en dos cuerpos. Por eso solo conocieron el verdadero éxito cuando se encontraron y sus talentos se mezclaron. Antes, separados, les había tocado pagar su cuota de abucheos. Aprender que no hay éxito que no nazca del fracaso. Que para alcanzar la ovación final antes hay que pasar por la humillante lección del público rugiendo. Y el público del teatro isabelino rugía como la más despiadada de las alimañas.

Francis Beaumont era el hijo de una familia bien. Un joven prometedor educado en Oxford. Comenzó a trabajar en uno de los mejores colegios de abogados de Londres —el mismo en el que vivió Samuel Johnson con Boswell, el de sir Francis Drake, el de Bram Stoker—. Pero a Francis le gustaba más el espíritu de la letra que el de las leyes. Cambió los tribunales por los teatros. Aprendió de Jonson el arte de los versos. Aprendió demasiado. Adelantó al maestro y a su propio tiempo. Y escribió un primer drama tan revolucionario que nadie lo entendió: The Knight of the Burning Pestle. Era 1607 y aquel dramaturgo novato proponía una aventura enloquecida y abigarrada. La apuesta más barroca y polifónica del teatro del temprano XVII. Una obra dentro de una obra dentro de otra obra, con espectadores que no saben si observan o son observados. Un escenario circular en el que Beaumont confundía los planos del que estaba dentro de la ficción y del que miraba. Una historia de pretensiones y de locos. Aquel escritor extremadamente sofisticado estaba proponiendo un artefacto casi posmoderno, excesivo incluso para el Barroco. Desbordante para un público que estaba acostumbrado a casi todo. Fue un fracaso.

Un año después, en el mismo escenario del Blackfriars, el vapuleado por el público era John Fletcher. «En este país no se entiende la verdadera naturaleza de la tragicomedia italiana». Ese fue el consuelo del hombre que acababa de hundirse con The Faithful Shepherdess. Estaba convencido de que no era él lo que fallaba, sino el tema. O quizá aquellos espectadores que no apreciaban lo que les proponía en escena. Eso debía ser, porque sus colegas poetas le alababan ya como el mejor constructor dramático de la época. John Fletcher, genio descalabrado.

Reconocían su talento en la taberna cercana a la catedral de San Pablo en la que los teatreros se bebían sus penas. Allí conoció John a Francis. Allí compartieron por primera vez versos. Una elegía laudatoria para el Volpone de Jonson. Poco tiempo después, se fueron a vivir juntos al Bankside.

Aquellos dos nobles amigos parecían tener en común todo. También su gusto por un autor español recientemente traducido al inglés. Miguel de Cervantes. Aunque Fletcher prefería leerlo en su castellano original. En sus Novelas ejemplares encontró inspiración. Y años más tarde elegiría a uno de los personajes del Quijote para escribir con Shakespeare una obra para su compañía, The King’s Men. Una obra después perdida que titularon Cardenio.

De Cervantes había aprendido Fletcher que todo podía entrelazarse. Y eso era exactamente lo que había intentado Beaumont con aquel primer texto suyo desaforado. Juntos podrían explorar el camino: la comedia total en la que se permitiera todo. Pero esta vez necesitaban tocar la tecla exacta, el resorte de los vítores. Que los espectadores les aprobaran. Sin ellos el teatro no existía. Los que aplaudían o pataleaban siempre mandaban.

¿Qué quería aquel público variopinto, excesivo y resabiado? ¿Qué buscaba? ¿Qué convertía una comedia en un éxito o en un fracaso? ¿Dónde estaba el truco? Aquello discutían los hombres de teatro entre pinta y pinta en la Taberna de la Sirena. Un misterio que parecía más escurridizo que la cola de pez de la mujer que le prestaba su nombre al tugurio donde se emborrachaban. Aquello no iba de metáforas, ni de ornamentos. Aquello no iba de arte. Aquello iba de apostar al taquillazo.

Fue Fletcher, hombre culto y rata de escenario, el escritor que se había forjado en el fracaso, quien descubrió la piedra filosofal del éxito. La ecuación más diabólica que jamás se ha formulado: lo que el público desea es el mayor entretenimiento con el menor esfuerzo necesario.

Voilà. A los dos nobles amigos solo les quedaba demostrarlo.

Y Fletcher y Beaumont se pusieron a fabricar la pócima magistral sumando lo que mejor sabían hacer sus compañeros de escena. Mezclaron la capacidad para el drama de Shakespeare, la violencia de Kyd, la música del verso del viejo Jonson, el artificio verbal de Lyly, la gracia de Middleton y el sutil ingenio de la poesía de Donne. Con una premisa irrenunciable: el público es más feliz cuando lo son los personajes. Pasara lo que pasara sobre las tablas, todo tenía que acabar bien. Los espectadores empezaban a aburrirse de salir del teatro con una lección. Preferían salir con una sonrisa. Buscaban el entretenimiento puro. El sufrimiento controlado. La catarsis de lo vacuo. Lo llamaron tragicomedia.

«La tragicomedia necesita muertes, las justas para no ser una tragedia, pero suficientes para que tampoco sea una comedia. Debe ser una representación de las gentes cotidianas, con problemas graves que no lleguen a cuestionar la vida. De tal modo, las leyes de Dios han de ser como son en la tragedia, pero tienen que significar lo que significan para los personajes de la comedia». La definición es de Fletcher. El género, un pastiche que consiste en retorcer el drama para que el espectador se retuerza en su butaca, para llevarlo al borde del terror o del llanto y reconfortarle in extremis con una sonrisa. Porque en Fletcher y Beaumont la felicidad final es necesaria. Y cuanto más cuesta llegar al beso que lo arregla todo, mejor es la aventura. Bien podrían haber dicho lo que siglos después defendería George Lucas: que las películas tienen que ser como una montaña rusa que desde el primer minuto te eleva, te lleva, te acelera, te tira, te arrastra. Así es el teatro con el que conquistarán los escenarios de los dos lados del río: una escena que desemboca en un enredo, que se soluciona para provocar un enredo aún más grande, que se cruza con un tercer enredo heredado del primero, que hacia el final del cuarto acto se ha convertido ya en una maraña salpicada de sangre, y, cuando los personajes parecen ahogados por su propio destino, el nudo se desata en un denoument perfecto en el que la dicha sepulta la catástrofe.

Habían inventado la tragicomedia de palomitas. Su primera obra, Phillaster, fue un éxito clamoroso. Todo el mundo quería ver los estrenos de Fletcher y Beaumont. Su teatro era pura diversión sin más pretensiones que el aplauso. Y los aplausos retumbaban en todo Londres. Los encargos se multiplicaban. Los argumentos se hacían cada vez más descabellados.

Si un dramaturgo es un escritor que enseña mientras entretiene, un comediógrafo es un autor que escribe para entretener y para tener éxito. El mejor dramaturgo de su época fue Shakespeare. Beaumont y Fletcher eran los mejores comediógrafos. Y su triunfo fue tan notable que sus representaciones tenían más público que las obras más exitosas de su buen amigo de Stratford. A ellos no les llegaba la angustia de las influencias. En realidad, a ellos no les llegaba la angustia de nada. Solo querían llenar el teatro. Y lo reventaban.

Hasta que se separaron. En el momento de su gloria. Shakespeare les iba a dejar a cargo de The King’s Men. Pero Beaumont no quiso seguir adelante. Había conocido a una joven hermosa y rica. Iba a casarse. Abandonaba las tablas. Y con las tablas, dejaba a Fletcher, que había sido su amigo, su compañero, el reflejo simétrico de su alma.

Se quedó solo el hombre que había perfeccionado el concepto de la pareja de héroes que se sobrepone a todas las calamidades. Y se quedó en silencio su casa en el Bankside. Y vacío su armario. Y en blanco la mitad de los actos de sus obras. Y si silbó, Beaumont no respondió a la llamada.

«De todos los caminos que dirigen al amor, la pena es el más directo». Lo escribió Fletcher, que sin Beaumont no encontraba el final feliz para su tragicomedia. Lo intentó buscando nuevos compañeros. Dos nobles amigos, escrita con Shakespeare, tiene mucho de homenaje a aquella amistad que terminó con una boda inesperada. Repitieron colaboración en Enrique VIII y en la versión perdida del Cardenio de Cervantes. Y escribió para The King’s Men una secuela de La fierecilla domada. Siguió buscando otros colaboradores hasta que encontró en Phillip Messinger el más estable. Juntos estrenaron doce obras. La primera de ellas se tituló La cura del amor, como si en la nueva colaboración Fletcher buscara el consuelo al abandono.

Beaumont, casado y respetable, escribió poesía hasta su muerte. El mismo año que Shakespeare. El mismo año que Cervantes. Fletcher les sobrevivió a todos. Como sobrevivió su concepción del espectáculo: el mayor grado de diversión con el menor grado de atención necesario. Murió en la epidemia de peste de 1625. Porque se negó a abandonar Londres. Quizá pensó que a pesar de la plaga habría un giro de guion en el quinto acto. Un denoument magistral que serviría para salvarle.

Nunca se tomó en serio. Nunca pensó que el éxito podía ser algo más que un aplauso. Nunca voló tan alto como cuando mezcló sus palabras con las de Beaumont. Cuando unieron su vida y su talento para revolucionar el teatro. Cuando los dos aún creían que era posible el final feliz. El final made-in-Hollywood.

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