Fotografía: Lupe de la Vallina
Serpenteando entre géneros y medios, el cine, la televisión y el teatro, Emma Suárez (Madrid, 1964) ha labrado una de las carreras más sólidas de la cinematografía española. Y, además, un recorrido de difícil catalogación. Alcanzó la cima con una película en verso y siempre ha apostado por los directores jóvenes que estaban empezando con propuestas fuera de lo convencional. En los noventa fue Julio Medem, ahora Isaki Lacuesta o Ana Rodríguez Rosell. Si de algo puede presumir es de que sus papeles siempre han crecido con ella, nunca ha tenido que interpretar a nadie de treinta años con cincuenta. Un milagro en una profesión cada vez más sometida a los criterios de rentabilidad y, por tanto, a odiosos estereotipos.
Eres de Madrid, de la castiza Cava Baja.
Del barrio de La Latina. Sigue siendo mi barrio porque mi familia todavía vive ahí. Creo que es un lugar lleno de misterio y encanto. Yo lo quiero mucho porque, como éramos una familia numerosa, cinco hermanos, nunca podré olvidar los paseos que dábamos todos juntos, con mi padre enseñándonos las calles con más encanto y misterio, como la calle del Codo, la calle del Cordón, o la propia calle de los Misterios, la plaza de la Paja, la plaza de los Carros, la Iglesia de San Miguel, la calle del Almendro… todos esos lugares del Madrid de los Austrias. También Las Vistillas, mi colegio era el Sagrado Corazón. Es un barrio que se ha transformado mucho, ya no están los locales y pequeños negocios que había en aquella época. La panadería de siempre ahora es un bar, ya no está la heladería, ni el zapatero… Solo se mantiene el kiosquero, Emilio, que está delante del bar El Viajero.
Tus padres os metieron pronto en el mundo de la actuación.
Como padres de familia numerosa, pensaron que tenían unos hijos muy simpáticos y muy buenos y se los llevaban a castings de publicidad. Mis hermanos hicieron un spot de Tulipán, ese en el que llegaba un helicóptero a un colegio y les daba mantequilla Tulipán en los bocadillos a los niños, pues ahí estaban ellos. Yo el primero que hice fue uno de un ambientador donde salía en una litera con mi hermano pequeño haciéndonos los dormidos. Por cierto, que lo dirigió Juan Piquer, el director que rodó en España películas de ciencia ficción como Viaje al centro de la tierra, Supersonic Man o Slugs, muerte viscosa. Me enteré de que era él hace poco, entonces no tenía ni idea. De esta manera, un día en casa estaba haciendo los deberes y me llegó mi padre: «Chiqui, tengo un trabajito para ti». Pensé que ya estaba con sus locuras de siempre, pero fue el papel de la película Leticia Valle, en la que hice mi debut con catorce añitos.
La película era sobre un libro de Rosa Chacel. Un maestro se enamora de una alumna y es su perdición. Es un libro muy interesante y no muy conocido de nuestra literatura, con el mismo argumento de Lolita de Nabokov, pero diez años antes y en términos distintos, el maestro se enamora de su alumna por una seducción intelectual.
En su momento no me dejaron leer el libro, durante el rodaje. Supongo que para que no influyera en mi interpretación. Luego lo cogí y era como Lolita, sí, pero en 1912 y en Valladolid. El enfoque, sí, es más intelectual que sensual, como fue luego lo de Nabokov. Recuerdo perfectamente la primera frase que estudié para la película: «El día 10 de marzo cumpliré catorce años y qué me importa cumplir catorce o cincuenta, no sé por qué siempre me da por pensar en eso, será porque si pienso lo que pasó me parece estar oyendo a mi padre: ¡Es inaudito!, ¡es inaudito!, ¡es inaudito!» [risas]. Con esta frase hice la prueba. No suelo acordarme nunca de los textos, pero con esta frase entré en un universo desconocido y se abrió una puerta increíble.
Tu primera película, con catorce años, y tenía un beso, y con un adulto…
Fue mi primer beso. Me dio muchísima impresión, porque además Ramiro Oliveros, el actor, era un pedazo de galán. Y no me afectó solo a mí, a todo el quipo, existía un pudor general y eso que solo era un beso. Pero fue el primer beso de mi vida. Este es un secreto que estoy desvelando ahora. Igual ese beso marcó mi destino, un beso de cine.
No es habitual que el primer beso de una persona sea un beso de cine.
Y menos con Ramiro Oliveros.
Fernando Rey también estaba en ese rodaje.
Le recuerdo con muchísimo cariño, como a alguien entrañable. Fíjate con qué actores debuté: Fernando Rey, Héctor Alterio, Esperanza Roy, Pepa Clave, Jeannine Mestre, Ramiro Oliveros… Actores de oficio, de teatro, yo me sentía como una intrusa. Yo estaba allí porque mis padres así lo habían decidido y porque los de la película dijeron que yo sería Letizia Valle, pero te juro que yo pensaba que estaban todos locos y que el primer día de rodaje se dieron cuenta de que se habían equivocado. Pensaba: «Qué poco sensatos, cogen a una niña que no ha hecho nunca nada con la cantidad de chicas que había en el casting que estudiaban interpretación, arte dramático, ya habían hecho películas». Durante el rodaje siempre tuve la incertidumbre de sentir que iba a pasar algo así, que en el último momento iban a llamar a una que supiera. De hecho, me lo decían. «Hay otra», pero era mentira. Creo que me lo dijeron para quitarme presión, pero no lo lograron.
Con Fernando Rey luego volví a coincidir en una serie de televisión, Fantasmas en herencia, de Juan Luis Buñuel, hijo de Buñuel. Considero a estos actores como mis maestros, fueron las primeras personas con las que aprendí este oficio. Compartía largas esperas con Héctor Alterio y Fernando, me trataban con mucho cariño. Es gente que al final forma parte de tu vida.
He leído que decías que entre las chicas de tu cole, como no estabas tan desarrollada como ellas, te sentías un poco «invisible», por decirlo de algún modo. Sin embargo, también que en el mundo de los adultos eras el centro de atención y ahí se produjo en ti el cambio.
Todo el equipo era gente mucho más mayor que yo. Constantemente me prestaban atención y cuidados. «No, Emma, no te pongas ahí, cuando acabes la película haces lo que quieras, pero ahora no». Yo no entendía nada. Recuerdo que el primer día tenía una escena con Paco Casares en Cuenca, en la posada de San José, lugar al que he vuelto alguna vez y me trae muchísimos recuerdos, y resulta que desaparecí un momento buscando un baño. Parece que la asistente de dirección me estuvo buscando por todo el rodaje y no me encontraba. Cuando aparecí, se enfadó: «Pero, Emma, ¿dónde estabas? Todo el equipo te estaba buscando». Y yo: «Ha sido un momento, no pasa nada». Pero insistía: «No puedes hacer eso en un rodaje, siempre que vayas a algún sitio me lo tienes que decir a mí, tengo que saber dónde estás en cada momento». Te cuento esto para que veas lo que era para mí, con catorce años, entrar en este mundo y descubrirlo.
Pero luego te hiciste modelo.
Yo terminé aquel rodaje pensando que aquello había sido una experiencia deliciosa y que ahí terminaba, pero era amiga del equipo técnico, de la gente con la que había trabajado, ellos seguían con lo suyo y me llamaban cada vez que había pruebas porque buscaba una adolescente. Así trabajé en una película de Manolo Gutiérrez Aragón, con Cristina Marcos. Hice muchas pruebas, en algunas no me cogían, pero ya me conocían. Se fueron abriendo las oportunidades para trabajar y entonces me metí en una agencia de modelos para ganar dinero y dedicarme a lo que me gustaba. Con el dinero que gané como modelo me matriculaba en clases de inglés, clases de baile, hasta clases de montar a caballo, que me encantaba. Hasta entonces, cuando se lo pedía a mi padre, como era muy delgada, me decía: «No, hija, tú lo que tienes que hacer es comer». [Risas]
A actuar tuviste que aprender por tu cuenta.
Siempre pedí consejo a los adultos que me rodeaban sobre si me convenía una escuela de interpretación, pero siempre me decían que esperara, porque las escuelas tienen métodos de trabajo y yo era muy joven y vulnerable y podía perder naturalidad y espontaneidad. Al final, con los años, sí me metí en una escuela. Antes de eso, me lo tomé siempre como un juego. Ahora soy más consciente de la dimensión que tiene este oficio, pero en esta etapa para mí era como cuando de pequeño juegas a los vaqueros y a los indios, porque, ¿a que cuando juegas como un niño lo vives como si fuera real?
De niño se juega con seriedad.
Para mí era como cuando disparabas «pum, pum, ¡te he dado!», pues lo mismo.
En El próximo verano tuviste una escena desnuda y se emitió por televisión. ¿Notaste alguna repercusión? Lo tuvo que ver todo el mundo.
Era una obra de teatro para televisión, en aquella época se hacían muchas. Había ganado el premio Cofre de Oro de Teatro en el Festival Televisivo de Plovdiv, en Bulgaria. Coincidí otra vez con Héctor Alterio. Y lo que pasó fue que la pusieron un domingo en el que había un partido de fútbol importantísimo, no me preguntes cuál, y mucha gente debió de ver el partido, pero en el descanso zapearía con El próximo verano en la segunda cadena. Al día siguiente, fui a coger el metro, algo muy habitual en mi vida, pero de repente noté que en el vagón todo el mundo empezaba a mirarme. No entendía nada hasta que caí en la cuenta de que el día anterior habían puesto El próximo verano. Entonces me fui cambiando de vagón y en todos me pasaba lo mismo. Me dio mucha vergüenza, porque estas escenas, te lo confieso, cuando eres joven… Yo soy muy pudorosa, aunque no lo parezca. Bueno, no sé si lo parece o no, pero lo soy.
Pudorosa en un sentido de la intimidad, con mi vida, intento ser discreta, no soy nada exhibicionista. Por eso, este tipo de secuencias me resultan más delicadas de lo que se pueda pensar, porque estás más expuesta y, además, parece que todos estamos por encima de esto, acostumbrados, pero cuando nos encontramos en la situación de tener que desnudarse se crea una incomodidad. Eso provoca un respeto, la gente que no es necesaria se tiene que salir. Todas estas circunstancias te hacen tomar conciencia de que hay algo diferente y extraordinario que está pasando. Si eres una persona pudorosa, pues tienes que hacer clic y liberarte de todo lo que te signifique una presión para proyectar naturalidad y no sentirte incómoda.
Pues en esa época, que todavía estaba el espíritu del destape…
Se rodaban muchas películas con adolescentes. La generación que somos Maribel Verdú, Aitana Sánchez Gijón, Ariadna Gil, Ana Torrent, Cristina Marsillach o Ana Álvarez… siempre nos veíamos en historias en las que una adolescente tenía una situación con un adulto. Supongo que Nabokov puso de moda estas historias. España venía de una época de oscuridad y censura, y en los ochenta, los años de la Movida madrileña y todo esto, hubo una apertura sexual. Una liberación de los prejuicios. Supongo que el cine refleja eso también. También tuvimos muchas historias de la Guerra Civil, pero por primera vez desde la experiencia del bando perdedor.
En el 87, entraste en el segundo elenco que interpretó la obra de teatro Bajarse al moro.
Creo que tenía veinte años cuando estuve ahí. Fue una gira con Alfredo Alba, Natalia Dicenta, Jesús Bonilla… ¿Ves? Gente que se te queda para siempre en la memoria. Cuando luego te los encuentras sientes la necesidad de abrazarles. Hace poco alguien me preguntaba: «¿Los del cine por qué os abrazáis tanto?». Pues porque mientras trabajas estás muy cerca de tus compañeros. Con Bajarse al moro estuve en Barcelona tres meses, en el Teatro Goya, me acuerdo. En todas las ciudades donde estuvimos se llenó el patio de butacas. Fue un éxito alucinante. Estuvimos un año de gira y yo decidí, estas cosas que hace uno, que ya era bastante. Permanecer más de un año en una compañía o interpretando el mismo personaje me supone una crisis. No puedo hacerlo. Llega un momento en el que mecanizo todo y no creo en lo que estoy haciendo y eso me revuelve las tripas. Le dije al productor, Justo Alonso, que creía que estaba traicionando al público, ten en cuenta que tenía solo veinte años, ¿eh? Y el productor alucinó, diciéndome que cualquier persona estaría encantada de encontrarse donde yo estaba. Así que dejé la gira.
Pero fue una etapa muy divertida de mi vida. Ahora una joven de veintiún años no tiene este tipo de oportunidades, esta profesión ha cambiado mucho, muchísimo. Creo que yo tuve una juventud muy privilegiada. Y eso que entonces pensaba todo lo contrario, porque tuve que romper con el colegio, con las compañeras, porque había entrado en otro mundo. De hecho, no conservo las amistades de cuando era niña.
Mira, hace poco en Málaga, en la representación de Los hijos de Kennedy me llegó una nota. Decía: «Emma, soy Coral Suero, no sé si te acordarás». Era la compañera con la que siempre me sentaban, ella, Suero, y yo, Suárez… Y yo: «¡Cómo no me voy a acordar!». Me dijo que estaba organizando una quedada de compañeras del colegio, acudí y aquello fue para mí como una experiencia de ciencia ficción. Todas aquellas niñas, de las que recuerdas perfectamente el nombre y apellidos, de repente eran adultas. Me pareció impresionante.
Dejaste la gira de Bajarse al Moro para por fin tomar clases de interpretación.
En la escuela de William Layton, ahí estaba Labordeta y mucha gente interesante. Y descubrí que lo que enseñaban con palabras técnicas era lo que yo había aprendido en el oficio, trabajando con maestros como Alterio y Fernando Rey. Todo lo que enseñaban para mí era lo mismo que me aconsejaban estos, como lo de la «economía gestual», y decía: «Ah, claro, esto se llama así». Por fin lo iba entendiendo todo.
En 1987 te sacó una foto Alberto García-Alix, cogiéndote del cuello; ¿qué quería expresar?
Era amiga de Eduardo Momeñe, un fotógrafo excepcional amigo de mi hermano mayor. Un día me pidió que hiciéramos fotos, acepté y me fui a su estudio con ropa, disfraces y demás para posar. Ponía música, cogía la Hasselblad y salieron fotos impresionantes. Disfruté mucho, la verdad. Sentía esa energía que se proyecta cuando sientes que está pasando algo artístico. Salieron fotones, que no han visto la luz, las guarda él, es muy modesto, un verdadero artista. Un día no sé cómo, de algún amigo periodista surgió que habían contratado a Alberto García-Alix para hacer retratos y me dijeron que fuera.
Llegué a un lugar que supongo que sería donde él vivía. Era una nave, un sitio muy extraño. No se me olvidará jamás esta sesión. Estaba ahí con su chica y le decía [pone voz de cazalla]: «Maquíllale un ojo y tal». Y me maquillaba. Luego: «Ponte esta camisa mía». Me la ponían. Y: «Nena, estate quieta, ¿eh?, nena». Tres horas me tuvo estándome quieta. Entonces me metió la mano por la camisa hasta cogerme el cuello, ahí con todos los anillacos, y sacó la foto. Yo pensaba «Pero ¿este tío…?». Luego cuando me lo he encontrado le he recordado lo que me hizo sufrir en la sesión.
Imagínate, yo era una adolescente ingenua y vulnerable, y te encuentras con Alberto García-Alix, con esos brazos tatuados, las Harleys en la puerta, ese ambiente… por lo menos extraño. Me cansé mucho en la sesión, y me mosqueé, pero al mismo tiempo me di cuenta de que no tenía ni un pelo de tonto, era brillante y sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Eso lo sientes. El caso es que me fui de allí y allí se quedó la foto. Le he dicho que a ver cuándo me la manda y me dice: «No sé dónde está, la tengo que buscar». ¡Nunca llegará esa foto a mis manos! Me encanta el contraste que creó mi cara, puesto que yo era solo una niña, y su mano, tan masculina, con las calaveras de los anillos, esos tatuajes… Porque todos estos del fanzine El canto de la Tripulación tenían tatuajes por todas partes, pero tenía un sentido. Ahora se tatúa todo el mundo.
Vaya argumentos los de tus siguientes películas, entre finales de los ochenta y los noventa: La blanca paloma, incesto con tu padre; Contra el viento, incesto con tu hermano, y Enciende mi pasión, sobre un fetichista de pies…
Me llamaban y no estaba en disposición de decir que no iba a aceptarlas. La blanca paloma fue con Paco Rabal… como para decir que no. Pero sí, hubo una época en mi vida en la que iba a poner en mi currículum «Especialista en incestos».
He visto una entrevista a Miguel Bosé después de Enciende mi pasión y decía el hombre: «Estoy esperando a que el cine español me dé un papel de persona normal».
[Risas] La blanca paloma fue una película muy dura para mí. Un rodaje muy torturador. Lo pasé muy mal. Me hice un esguince en el tobillo, que por cierto aún me da guerra, el primer día. Estábamos en el restaurante hablando con el director, Juan Miño, precisamente de las escenas eróticas. Durante la cena se me empezó a hinchar el tobillo y al llegar al hotel ya no podía ni andar. Llamé a un médico y me dijo: «Te tienen que escayolar». Yo me negué, no podía ser, el lunes empezaba el rodaje. Fue tremendo, la lesión provocó que se cambiara el plan de rodaje, estuve una semana en el hotel esperando a ver qué iba a pasar, cada vez que entraba en aquella habitación el productor o el director para mí era una presión increíble. Una semana estuve esperando a ver qué iba a pasar y al final el médico me puso infiltraciones directas al músculo, como a los futbolistas. En ese momento el director se levantó de la silla y dijo «Pero ¿usted me garantiza que esta chica pueda correr, brincar y saltar?». Y el médico contestó: «No, yo no le garantizo nada, solo vamos a hacer lo posible para que la chica haga la película». Y así la hice. El director, por cierto, ya había llamado a otra. Pero bueno. Entonces, la primera escena que rodamos fue en la que tenía que saltar, correr y brincar y hacer en cuclillas sobre Antonio Banderas una escena de sexo. Yo le decía a Antonio: «Por favor, ten cuidado». A cualquier movimiento malo, el pie me hacía crack y se rompía. Así hice la película y al acabar el rodaje me lo escayolé, pero ya no me sirvió de nada. Ahora piso cualquier cosa y todavía se me resiente. No sé cómo arreglarlo, dicen que puede operarse, pero no lo tengo muy claro. Así que, sí, fue un rodaje muy duro, sin embargo, conservo en la memoria la crítica de Ángel Fernández Santos.
El titular era: «Emma Suárez». Sin más.
En cuanto lo vi le llamé por teléfono para darle las gracias y me dijo: «Gracias a ti por hacerlo tan bien». Ese titular fue una recompensa que no me esperaba, la verdad. Fue como decir: «Joder, alguien se ha dado cuenta de todo lo que he trabajado».
Con Vacas, en el año 90, diste un pequeño giro y entraste en un tipo de cine más personal, con otro tipo de autores.
A Julio Medem lo conocí en Siete huellas, de Elías Querejeta. Julio me ofreció poner la voz en off para su mediometraje y después me llamó para ofrecerme el papel de Vacas. Estaba aún buscando financiación, pero al leer el guion me quedé sobrecogida porque era algo muy sorprendente, algo completamente innovador. Julio tenía una sensibilidad muy particular, muy especial. Su lenguaje visual, su forma de hacer cine era muy diferente a lo que estaba acostumbrada hasta entonces. Así que se creó un vínculo muy potente entre los dos, compartíamos una manera común de mirar las cosas. Fue un rodaje maravilloso, había mucho talento, estaba Karra Elejalde, Carmelo Gómez, Carles Gusi, el operador, y muchos técnicos que luego han seguido trabajando como profesionales y han dirigido sus películas, y todo esto ardía en el backstage. Nos hicimos todos amigos, muy amigos. Éramos muy jóvenes, teníamos veintitantos años y compartíamos el entusiasmo, la pasión y las ganas de hacer un cine nuevo. De luchar por romper ciertas jerarquías.
Desde esta película encadenaste un montón de apariciones con Carmelo Gómez, es tu gran pareja cinematográfica.
Es como un hermano para mí, sinceramente. Le echo de menos constantemente, siempre pregunto por él. De hecho, hace tiempo que no sé nada de él. Es un magnífico actor, alguien muy comprometido con lo que hace, muy trabajador y estudioso. Hubo mucha química entre los dos, no es casualidad que hiciéramos seis películas juntos y algo más de televisión.
Tu consagración llegó con Pilar Miró.
Estaba rodando con Juan Echanove en una casa en las afueras cuando recibí una llamada y me dijeron que Pilar Miró me quería ver. Llamé a Pilar y me tiré una hora hablando con ella. Quería que hiciéramos El perro del hortelano, una película en verso. Yo era virgen en verso. Nunca había trabajado así y me imponía mucho respeto. Pensaba que Pilar se había equivocado al elegirme. Como puedes ver, hay una falta de confianza en mí misma; inseguridad que, por otra parte, me reta a trabajar y prepararme muy bien para no decepcionar a los directores que me llaman. Hay como un compromiso. Por eso le pedí a Pilar que me hiciera una prueba y me la hizo solo porque yo se lo pedí, ella lo tenía clarísimo.
Para ella hacer El perro del hortelano era una locura, la gente pensaba que se había vuelto loca, ¡hacer una película en verso! ¡Nadie va a ver películas en verso! Pero Pilar era muy inteligente, era muy fuerte, muy auténtica, muy coherente, muy íntegra, muy autónoma, muy sensible y muy frágil. Para mí fue una maestra y lo sigue siendo. Tras conocerla, se convirtió en una referencia constante para todo en la vida. Recuerdo muchas de las cosas que me dijo.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, cuando hacíamos una sesión de fotos, venían el fotógrafo, los estilistas, los maquilladores, peluqueros, y le decían: «Hemos traído para esto unas cosas para que te pongas». Y ella contestaba: «Yo no me voy a poner nada, a mí me hacéis las fotos así». Mientras, yo me estaba cambiando y me decía: «¡Y tú deberías hacer lo mismo!».
¿Le haces caso?
A veces. Lo que ella venía a decir es que no hay que dejar que te corrompan, que tienes que conservar tu identidad.
El perro del hortelano no fue un rodaje fácil.
Pasaron muchas cosas. Estábamos rodando en Portugal y hubo problemas de producción, se acabó el presupuesto y a las dos semanas nos quedamos con la película a medias. No me lo podía creer, aquello fue un desastre. Yo decía: «Para una vez que hago de princesa, ¿me tiene que pasar esto?». Había gente en el equipo que tenía otras películas programadas y se tenían que ir. Entonces, Pilar nos convocó y nos dijo: «Pasa esto. ¿Qué hacemos?». Todos nos pusimos de acuerdo en que había que terminarla. Volvimos a Madrid buscando financiación y ahí entraron Andrés Vicente Gómez y Enrique Cerezo. Pudimos volver a Portugal y acabar el rodaje.
Yo llegué a decirle a Pilar que por qué no la terminábamos sin cobrar nosotros y me dijo que ya era tarde para hacer algo así. En aquella época aún se estilaba hacer cine en cooperativa, pero ya era tarde para montarla.
Hoy El perro del hortelano todavía da dinero.
Y todavía me encuentro a gente, el otro día en Londres me pasó, que me dice que le gustó mucho. En el Festival de San Sebastián, cuando se estrenó, y escuchamos la ovación impresionante que hubo al final fuimos conscientes de que era buena de verdad.
Es una de tus cimas profesionales.
Para mí esta experiencia fue un máster en aprendizaje. El verso puede decirse de muchas maneras y Alicia Hermida, una experta que contrató Pilar, se dedicó a crear una unidad para que todos tuviéramos la misma cadencia al recitarlo. Carmelo ya lo había hecho antes, pero yo no, que no fue malo, porque quizá así no tuve que desaprender nada si seguía las pautas de lo que me decían. Ahí descubrí que el verso en sí mismo tiene un ritmo que te lleva a la interpretación. Con el verso, primero es la palabra, con la palabra llegas al sentido, a la intención de fondo del personaje. Tengo que decir que interpretar a Diana, la condesa de Belflor, mi personaje, fue maravilloso, precioso. Porque la condesa reunía en su feminidad la picardía, la rapidez, el romanticismo y el enredo que poseemos las mujeres, nuestro talento natural.
Tu nombre envenena mis sueños fue la última película de Pilar Miró antes de morir, que volvió a contar contigo.
Su desaparición fue un golpe, fue duro. A partir de ahí hice más televisión, Querido maestro, y tenía muchas, muchas ganas de hacer teatro. Me llamó Mario Gas para hacer Las criadas y no lo dudé. Sentía la necesidad de volver al teatro. De todas formas, me daba mucho miedo hacer Las criadas, es un texto de Jean Genet increíble, muy difícil, muy complejo, un viajazo. Me puse a hacer teatro y no lo voy a abandonar.
Pero si no paras de hacer películas.
Pues el año que viene voy a hacer teatro otra vez
En 1999 viajas a Colombia para rodar Golpe de Estadio, una comedia en la que un conflicto político, el de las FARC, se resuelve gracias al fútbol.
Pues la rodamos en una zona en conflicto. Raúl Sénder, que estaba en el equipo, lo pasó fatal. Estábamos protegidos. Obviamente, siempre que vas a trabajar a un lugar en guerra se toman las medidas pertinentes para que estés protegido. Me llamó el director, Sergio Cabrera, producía Gerardo Herrero, y lo que más me llamó la atención de Colombia era el contraste entre la riqueza de ese país y la miseria en la que viven muchas personas. Las condiciones de rodaje fueron muy limitadas y encima hacía mucho calor, rodamos en la selva en condiciones muy precarias.
Sin embargo, Colombia es un país que forma parte de mi corazón. Estuve siete semanas rodando allí y me trataron muy bien, no te puedes imaginar cuánto, me sentí tan protegida. Y eso que rodábamos escuchando los disparos de los enfrentamientos entre la guerrilla y el ejército. Los soldados que nos protegían habían montado una especie de campamento donde habían levantado un gimnasio que era increíble, parecía de Los Picapiedra, todo de madera… Estaban allí habitualmente y de repente tocaba, se subían en la furgoneta y se iban a combatir a las FARC. Al final eran personas que formaban parte del equipo de rodaje, porque estaban constantemente a nuestro lado.
Soy completamente anticonflictos, antibélica, para mí era muy difícil de comprender todo aquello. Ver a chavales de veintitrés, veinticuatro años, que se iban a la guerra, que tenían familias, hijos; ver cómo se iban a pegar tiros me resultaba muy raro. Se iban, pero podían no volver. Era una sensación extraña la que sentías. Casualmente, en la película yo hacía de guerrillera. La película hablaba de la estupidez del ser humano, al final soldados y guerrilleros confraternizaban para poder ver los partidos de Colombia en el Mundial de fútbol.
Un rodaje que daba para una de esas películas de cine dentro del cine.
Disfruté muchísimo porque por fin en una película podía tirarme al barro, aquello era delicioso, como cuando era pequeña jugando con mis hermanos. Disfruté tanto que el último día, antes de marcharme, hice una fiesta. Invité a todo el equipo a cenar y me tomé todo el ron que no había bebido durante el rodaje. A las siete de la mañana, cuando me tenía que ir, estaba completamente dormida en mi habitación. Me despertaron y fui como un zombi. Me habían hecho la maleta y metieron en ella todo lo que pillaron por mi habitación. Hasta me dejaron una nota que decía: «¿Para qué te has traído tantos gorros, tantos sombreritos, me lo puedes explicar?». Entonces llegué al aeropuerto, estaba inconsciente en la parte de atrás del coche, fueron a facturarme la maleta y, cuando la abrieron, se encontraron un uniforme militar y cargas de dinamita. Eran de mentira, las utilizaba en la habitación para ensayar mi papel, pero se creyeron que eran auténticas. Decían: «No, es que es de una actriz». Y preguntaban: «¿Y la actriz?». Y ellos: «No, es que está en el coche ahí fuera porque no se encuentra muy bien…». No les creían nada y tuvieron que venir a por mí corriendo: «Emma, tienes que tomarte este café, levantarte y venir…». No sé cuántos cafés llegué a tomar. Iba como en plan [imitándose ebria]: «Vale… voy a embarcar…». Si me hubieran visto mal no me habrían dejado subir, pero lo conseguí y luego dormí en el avión hasta que llegué a Madrid. Un vuelo ideal.
Cuando hiciste de Federica de Grecia en Sofía, en Antena 3, dijo el ABC de ti: «Se metió tanto en su papel de Federica de Grecia que el día de la boda de la princesa llevaba joyas falsas y no se sentía cómoda, por lo que una conocida joyería le cedió unas auténticas valoradas en cuatrocientos mil euros».
[Risas] ¡Nooo! Es cierto que me trajeron joyas de verdad, pero no porque yo las pidiera. Aunque oye, no queda mal decir eso. Lo que pasó fue que los de Yanes me dejaron joyas para unos Goya y entonces se habló de la posibilidad de sacar joyas de verdad en la película. Venían porteadores todos los días para traerlas. Sí es verdad que yo dije: «Si vamos a sacar joyas, mejor las de verdad, que me las están prestando». Pero nada más. La verdad, por cierto, es que me gustó mucho hacer ese personaje de la reina Federica, era la madre de doña Sofía, y me pareció una mujer muy interesante.
Pasas de las redes sociales y de todo eso, te interesa tener una vida al margen de la fama.
Es que la fama puede llegar a ser un inconveniente. Bueno, una vez me pasó al contrario. De muy jovencita, me fue a atracar un tío por el barrio de los Austrias y me dijo: «Dame todo lo que tengas», y de repente reparó en mí y siguió: «Anda, si eres Emma Suárez, anda, vete… ¿tienes un cigarro?». Se lo di y me libré del atraco. Una vivencia muy propia de Berlanga, ¿verdad? El problema de la fama es que creo que es un arma peligrosa. Hay que saber llevarla, puede romper tu identidad, porque es lo que los demás ven de ti, no lo que tú eres. Entonces, no puede ser que tenga más poder sobre ti lo que los demás ven que lo que tú realmente eres. Con las redes sociales es lo mismo, están bien, pero son un peligro en la medida en que te enganches a ellas. Yo no soy de redes.
Victoria Abril nos dijo (Jot Down Smart número 7): «No es fácil para las actrices maduras encontrar personajes en los que trabajar, esta industria favorece mucho más un cine comercial que sigue unos códigos de belleza en los que no es fácil encontrar personajes en tu edad adulta». Resumen, la mujer a partir de una edad se convierte en invisible en el cine.
Yo no me puedo quejar, pero en la industria cinematográfica siempre buscan que los personajes femeninos sean jóvenes. Es complicado si eres una mujer adulta que puedas interpretar personajes con sustancia, porque, además, a partir de cierta edad, los personajes son más interesantes, mucho más que los jóvenes. Sin embargo, es paradójico, porque si tú vas a una sala de cine a las cuatro de la tarde o a las seis te vas a encontrar con que está llena de mujeres; mujeres adultas. Pero la industria favorece películas comerciales con unos esquemas predeterminados porque hay que sacar dinero. Las películas más intimistas son difíciles de distribuir en ese sentido. Muchas se proyectan en salas vacías porque no ha habido una promoción o un marketing que las respalde, porque tampoco hay presupuesto ya que son muy difíciles de financiar. Como no haya una estrella en los títulos de crédito… En mi caso, yo siempre he tratado de implicarme en proyectos de directores autónomos marginales o alternativos, he trabajado en muchísimas óperas primas.
Alguna vez lo has llamado «cine de resistencia». Con quien más te has comprometido ahora es con Isaki Lacuesta.
Es que este es un oficio de resistencia. Y, efectivamente, no solo para los actores, sino también para los directores. Por eso estoy ahora mismo muy agradecida, porque sé lo difícil que es que una película se distribuya, se presente en un festival, si es el de Cannes, imagínate. He estado este año y sé lo difícil que es acceder allí. Pero tengo un secreto. Soy una actriz que siempre ha trabajado en el teatro y el teatro nunca te abandona.
Ahora que la gente está con las tres pantallas simultáneas, el YouTube y demás, aparte de crisis de industria también habrá una crisis de público, que está a otras cosas, ¿no?
Pero no hay una crisis de talento. Isaki Lacuesta se pasó años para sacar adelante La próxima piel, que es un magnífico guion y una película excepcional. Las distribuidoras, por otro lado, no se atreven con películas minoritarias. Están muy bien las comedias, pero no hay que dar de lado a las películas intimistas. Por otro lado, una actriz no puede depender de la industria para ser libre e implicarse en proyectos, tampoco se puede depender de tener siempre treinta años con una piel maravillosa y ser bellísima. Yo interpreto personajes que acompañan mi desarrollo como persona y mi evolución y mi edad. No puedo aspirar a hacer personajes de treinta años cuando tengo cincuenta. No ha de ser así. Tienes que aceptar como mujer el paso del tiempo, que es algo bello porque en él se descubre lo que has vivido. Vivencias en las que también existe el dolor, el dolor que has superado, y forma parte de tu experiencia de vida.
¿Cómo fue la experiencia con Almodóvar en Julieta?
Pues mucho calor. Fue en julio de 2015, que hizo un calor insoportable. Rodábamos lo que sucedía en otoño o invierno con cuarenta grados y jersey de cuello alto. Sin aire acondicionado ni nada. Me tenía que poner latas de Coca-cola heladas en los sobacos y detrás de las rodillas, bajo los pies, y me funcionó.
Mi personaje era una madre abandonada, Pedro me dio muchas referencias para interpretarlo. Me habló de libros, El Pensamiento mágico, de Joan Didion. Me habló de Emmanuel Carrère, otro escritor que me sugirió muchas ideas. Vi Las horas, porque los tres personajes están en la estela de Julieta.
En una escena sacas de una estantería El amante, de Margerite Duras.
Porque la película habla del amor. También vi la película, L´amant, de Jean-Jacques Annaud, porque la voz en off es de Jeanne Moreau y en Julieta la voz en off era muy importante. De hecho, fue lo primero que empezamos a ensayar Pedro y yo. Otra película que me sirvió de inspiración fue Ascensor para el cadalso, de Louis Malle, con Jeanne Moreau paseando su soledad por las calles de París. También hice un viaje a Galicia, aunque yo no rodaba en Galicia, para empaparme de la luz, ver ese mar dramático… Cuando te pones a trabajar estás en una fase muy receptiva y todas las insinuaciones o expresiones que te ayuden a componer tu personaje son muy bienvenidas. La música de Alberto Iglesias también me ayudó muchísimo. Me preparé el personaje escuchando su música, así que su música está en la esencia de mi Julieta. También vi películas de Ingrid Bergman, empecé a escribir un cuaderno, como el personaje… Esa es la parte divertida, la creativa, en la que tratas de componer e imaginar cómo será esa persona, buceando y a través del estudio es la única forma de la que puedes creerte esa mentira.
Tu última película es Falling Apart, con Birol Ünel, recordado por su papel en Contra la pared.
Birol es un tío muy auténtico, muy magnético, con una personalidad impresionante. Después de ver Contra la pared me quedé absolutamente fascinada, con la película y con su trabajo. Cuando Ana Rodríguez me dijo que estaba escribiendo una historia para los dos, no lo dudé. Fui a Berlín a conocerle y es verdad que inmediatamente surgió una empatía y yo sentí que me iba a entender muy bien con él. Hubo una conexión interesante. Para mí fue una oportunidad de poder trabajar con un actor tan personal, sinceramente, yo entré en su dimensión y me puse a su servicio. Me dejaba llevar.
Solo aparecéis él y tú en toda la película, es otra apuesta valiente.
Muy valiente. Rodamos tres semanas en República Dominicana. Es la historia de dos personajes que tuvieron una ruptura y, con la excusa de unas llaves, el personaje de Birol propone a esta mujer un juego, estar un día entero juntos transformando y rehaciendo el pasado. Las cosas que no les gustaban del pasado, arreglarlas.
¿No será Natalia Dicenta?
Pedazo de actriz y de señora que tenemos en España, no hay necesidad de estridencias ni de colorín, ¡es simplemente brillante!
Me enamoré de ella viendo La ardilla roja. Fui a verla al cine cuatro veces. Luego seguí toda su carrera. Una casa en las afueras, El perro del hortelano, Horas de luz, … Es flipante el magnetismo y fuerza que tiene en la pantalla y la naturalidad. Con El perro del hortelano me quedé hipnotizado con su actuación. Si estuviera en todas las películas éstas serían mejores.